Son las 9:45 de la noche y al protagonista de esta historia, Andrés, lo devora la ansiedad. Es viernes y el  maestro ha dado por finalizada la clase. La respuesta de su cuerpo es inmediata.: siente un hormigueo delicioso, sus venas se hinchan y un brío libertario le contagia por completo. Ha llegado la hora de la rumba  –piensa-, en medio de un temblor clamoroso que no logra controlar.

Aun no sale del aula cuando convoca al “parche”. Entonces, parceros, ¿para dónde pegamos hoy? –exclama emocionado-. Se suscita un ruidaje indescifrable, producto de las respuestas simultáneas de sus compañeros, en las que se expresa una emotividad deslumbrante. La disertación se abre camino y el plan, aún desconocido, comienza a moldearse. Todavía ininteligible, la charla continua su paso, mientras cada uno de los estudiantes abandona el salón.

Bajan las escaleras a acelerado trasegar, mientras continúan discutiendo cuál es el paso a seguir. Nuestro protagonista reclama ser escuchado, y en virtud de un liderazgo que le es propio, da cierre al debate y decide: “Pues no jodamos más y hagamos lo de siempre: nos metemos debajo del arbolito y empezamos a hacer gala de nuestra condición de borrachos, que eso es lo que somos. Y orgullosamente, ¿no?”. Una risa cómplice se produce al unísono, como prueba del asentimiento de todo el grupo. Sea ha sellado el pacto y la orden no es otra que dejarse llevar por el deseo.

Abandonan por fin la infraestructura gastada y endeble del centro educativo y su espíritu se revitaliza, viendo la cercanía del histórico arbolito. Llegan al lugar señalado, donde la noche fría e insinuante se mezcla con el ritmo, la lujuria y la pasión.

La adrenalina comienza a recorrer sus cuerpos y se inician, entonces, los ritos preeliminares. Es Andrés quien toma la vocería de la tribu y como tradicionalmente lo hace, propone: “Bueno, muchachos, vamos a hacer la vaquita para que no muera este amor”. ¿De a cuánto? –interpela uno de ellos-. De a cinco luquitas, yo creo que está bien, por ahora –responde Andrés-. Como impulsados por un electrizante choque, todos dirigen sus manos a los bolsillos para sacar el dinero. Es el mismo Andrés, quien, como llamando a lista, recoge el aporte de cada uno de sus compañeros. 40 mil pesos es el fruto de la colecta y como cosa poco común, Andrés se presta para ir a comprar el licor. Antes, llama a Alexandra, una de sus compañeras, para que lo acompañe. Ella acepta sin chistar y ambos se disponen a cumplir con la misión.

Se enrutan hacia una licorera, que está a dos cuadras del lugar. Caminan  cándidamente, como si las piernas se les hicieran inmanejables, y Andrés, que siente una gran atracción por quien lo acompaña, empieza a cortejarla.  Alex, ¿sabes una cosa? Estás hermosísima    –dice él-. ¿De verdad?, pues, como siempre. ¡Ay! no empiece con la intensidad ahora y apúrele –responde-. Bueno, ya, pero perdóname por decirte cosas dulces. Mejor, echémonos los plones, ¿no? –le propone Andrés-.¿No decía que usted no era vicioso? ¿que sólo fumaba de vez en cuando? Si se ha trabado todos los días de la semana. A mí me parece que eso es ser vicioso –dice ella-. Pues, yo no creo eso. Yo fumo bareta, porque me lleva a reflexionar muchas vainas. Es un estado en el que el intelecto trabaja mucho y puedes ver las cosas con más claridad –prosigue Andrés-. No en vano, tengo el promedio más alto de la clase -puntualiza-. En ese momento, entran a la licorera y la discusión se olvida; compran dos cajas de aguardiente y tres paquetes de cigarrillos; una vez con los artículos en sus manos, salen del lugar, algo presurosos.

De vuelta al arbolito, Andrés saca un cigarrillo de marihuana, lo enciende y comienza a consumirlo con ahínco. Le encanta sentir cómo el humo quema su garganta y cómo se expanden sus pulmones, al contenerlo fervorosamente. Un hedor abrumante los acompaña a él y a Alexandra, en medio del silencio, que se torna tensionante. Como indignada, Alexandra frunce el seño, mientras él, indiferentemente, continúa dando fumadas a la hierba. Están a pocos metros de donde se encuentran sus amigos, cuando Andrés decide apagar su cigarro, pensando que más adelante, puede hacerle falta. Es mejor prevenir–piensa-.

Se reencuentran con el parche que, impaciente, espera la llegada de la bebida. No hay tiempo qué perder, asumen, e inmediatamente, abren una de las cajas de aguardiente. Reparten una copa para cada uno de los presentes y es Andrés quien advierte: “Bueno, parceros, a beber hasta morir”. Él mismo sirve las copas y al darse cuenta de que ya nadie hace falta, pronuncia un simpático y ya típico brindis. “salud, pesetas y una mujer con.... buenos sentimientos”. Las carcajadas no se hacen esperar y se inicia el sagrado ritual. Una vez el líquido toca sus gargantas, los rostros se les tornan rojizos y el gélido clima de la ciudad va perdiendo ímpetu. Sus sentidos empiezan a parecer ambiguos y el ambiente adquiere una carga vertiginosa. Los ritmos que se escuchan en los bares se intrincan en un sórdido ruido que parece reforzar su enjundiosa actitud, mientras los colores de la noche se hacen más vistosos. En fin, el escenario se vuelve cada vez más cautivador.

Ya son tres o, tal vez, cuatro rondas de licor, cuando el arte de la oratoria comienza a cobijar a los participantes. Un cúmulo de temáticas se debaten acaloradamente, a diversos tonos dicursivos. Desde el marxismo, pasando por el uribismo, hasta el generoso escote de la chica más voluptuosa de la clase, son los núcleos de las conversaciones. Entretanto,  Andrés, empieza a experimentar los primeros efectos de la explosiva dosis a la cual se ha sometido. Los sonidos del vértigo le atraviesan los tímpanos y le parece estar caminando sobre un suelo intangible. Sus ojos desorbitados, la torpeza de sus movimientos y sus palabras, un tanto incomprensibles, delatan su estado. No obstante, no desea marginarse del grupo e intenta adherirse a las discusiones.

Juan Manuel, uno de los del grupo, advierte el declive en el semblante de Andrés y lo invita a que lo siga. Parcero –le dice- “¿por qué no nos metemos unos pasesitos?” Uy, marica, yo estaba que le decía lo mismo. Pero, ¿sabe qué? No tengo. Va a tocar comprar –dice Andrés. No. Todo bien. Si usted sabe que yo siempre ando con lo mío. Fresco que, esta vez, yo lo invito –agregó Juan Manuel-. Camine entonces –dijo el otro-. Se apartaron del grupo y Juan Manuel sacó de su billetera un diminuto pedazo de papel, abrió sus pliegues y con la ayuda de la uña de su dedo meñique derecho, sustrajo una parte del blancuzco polvo que allí se contenía, llevándolo cerca de una de sus fosas nasales e inhalándolo. Repitió esta operación unas dos veces más e invitó a Andrés a que lo hiciera también. Terminada la práctica, Andrés dijo: “magia, magia. A seguir bebiendo y fumando” y retornaron a la compañía de sus amigos.

Continuaba la suntuosa noche, derrochando en dádivas para el grupo de estudiantes. El licor, el cigarrillo, la marihuana, la cocaína, la música y hasta el frío, parecían arrullar sus despreocupadas figuras, algo desentendidas de la esteticidad, como la prueba fehaciente del excitante momento. El reloj caminaba indeleblemente, mientras ellos departían a placer como suspendidos en el tiempo; sujetos a un existencialismo admirable.

Eran las tres de la madrugada, cuando el sonido del silencio los hizo volver a la realidad. Los cantantes callaban y las guitarras dejaban de vibrar. El frío rompehuesos retornaba, inclemente, y los bares despachaban a su ebria clientela.
Estrepitosamente, volvían de su viaje para recordar las responsabilidades: Partida de borrachos degenerados, nosotros farreando y mañana tenemos parcial. Abrámonos ya, porque yo no he estudiado un culo. ¿Ustedes sí? –se alcanzó a escuchar-. Eso vale mondá. Gocémonos la vida que no es sino una, en cambio, oportunidades para pasar un semestre, son muchas. ¡Relajado! –discrepó Andrés-. Además, ustedes me conocen bien y saben que así esté de lo más loco, no voy a dejar de presentarme a un parcial, pues si no me perdono sacar menos de un cuatro con cinco, imagínense lo que me pasaría si la nota es cero. Frescos, que nada va pasar -aseveró-. No, a lo bien, vámonos –se adhirió Alexandra-. Está bien. Lo que tú digas, princesa. Pero, eso sí, nos vamos fumando esta “patica” –replicó Andrés-, sacando de su bolsillo la otra mitad de cigarrillo de marihuana que aún le quedaba. Esas sí que son sabias palabras, típicas de alguien que reflexiona y ve las cosas con claridad –le respondió ella-.
Haciendo caso omiso de las satíricas reflexiones de su compañera, a la que deseaba, Andrés volvió a quemar la hierba, saciándose de placer, al sentir el contacto con el humo. Así empezaron la marcha de vuelta a casa. Mientras el destronado líder volvía a contagiarse de excitantes sensaciones, el resto del grupo, discutía lo lamentable de lo sucedido, pues les consternaba la posibilidad de no llegar a presentar el examen al que, en pocas horas, debían someterse.

Poco a poco, los estudiantes se fueron embarcando en diferentes taxis, que los llevarían a sus casas, hasta que Andrés se quedó sólo, inmerso en una travesía por su propio yo. Recorría esos paisajes que se le antojaban apacibles,  y el furioso latir de su corazón le conducía inequívocamente. Cubierto de embeleso, se dirigía por la acera que, una vez más, le parecía inexistente.

Sin saber cómo, ni porqué, despertó de mañana en la casa de un viejo amigo. Fue el llamado de aquel lo que lo puso alerta. Rápidamente, se levantó de la cama, se dirigió al baño que quedaba justo al frente de la habitación donde se encontraba y se lavó la cara. Presuroso, bajó las escaleras y casi sin despedirse, intentó abrir la puerta. ¿Para dónde va?  –le preguntó su amigo- que respondía al nombre de Oscar. Parce, qué pena con usted, pero es que hoy tengo un parcial y ya voy como tarde. Marica, después lo llamo y le cuento –dijo- . ¿Parcial, un domingo? Yo creo que era el parcial para el que tanto lo llamaron sus amigos de la universidad, ayer –expresó Oscar- en tono burlesco.

 

Por Giovanni González Arango