Al amanecer, mientras me quito las legañas de los ojos, mientras aparto las telarañas del sueño, no consigo decidir si debo levantarme o no. Sé que mi familia lo achaca a la pereza, y algo hay de cierto en ello, el músculo en su languidez se niega a obedecer al cerebro, debo emplearlo a fondo para accionar todos los mecanismos que impulsan los movimientos requeridos y poder así abandonar el lecho. Total que en ese tira y afloje pierdo preciosos y “productivos” minutos – la palabra entre comillas era de mi madre, ella siempre fue tan práctica – hasta que la magia se pierde y ya no disfruto más entre las sábanas. Sin embargo, a medida que la rutina va requiriendo de todas mis facultades,  siento que algo se me queda enredado por dentro, al principio es sólo una sensación, una especie de sombra, luego se va aclarando y toma la forma de recuerdo, un recuerdo bastante oscuro que se enquista en el cerebro, que golpea insistentemente el consciente interrumpiendo la deglución de mis huevos fritos con café con leche.

A veces gana el paladar, otras, el recuerdo. Y cuando éste lo hace, aparece limpia, totalmente definida la palabra NIÑA. ¿Qué raro? me inquieto. ¿Qué hace esa palabra en mi cerebro? ¿Por qué insiste en estar ahí si no la necesito?

Ya soy mayor, mi mundo está lleno de cosas concretas, de obligaciones por cumplir, de citas, cafés, rostros de conocidos, de clientes, cuentas por pagar, citas que cumplir, ropa para lucir, accesorios con que adornar mi cuello lleno de arrugas, mis orejas, mis muñecas, mis dedos. Colores que se combinan, contrastan, ocultan o destacan y NIÑA sigue saltando entre puertas de armario, perfumes, agendas, ordenadores, tráfico, peatones, sirenas de ambulancias, NIÑA sigue ahí, ¿por qué?

Pasa el día, he conseguido un par de clientes, he perdido otro que se puso tonto, cerré el trato con una empresa de forma favorable para mi empleador, las piernas me duelen, no son más bien los tobillos… ¿los tobillos duelen? creo que no, pero si no son, entonces por qué siento eso junto a ellos.

Otra vez el tráfico de regreso a casa, al silencio, a mi madre… pero si mi madre lleva ya muchos años muerta, entonces ya no es dolor de tobillos sino miedo a la soledad, ¿la soledad me duele en los tobillos? Creo que estoy pensando insensateces, pongo en mi mente absurdos para entretenerme. Ya sé, es un juego de mente solitaria, algunos pensaran que de loca, puede que tengan razón, la casa me llama, usa cualquier artilugio para retenerme entre sus paredes; pero me voy a hacer de rogar, la voy a retar a ver hasta donde me lleva, por eso estaciono el coche en la puerta mientras mis manos acarician las llaves. Ahí está la puerta de madera, me invita a que la abra, pero no le hago caso, le doy la espalda, camino calle abajo, me voy hasta la heladería de la esquina, me gusta ese sitio, me gusta la pintura de sus paredes, me gustan los cuadros, más bien reproducciones de paisajes hermosos, cálidos sugestivamente lejanos. La empleada, muy limpia, muy educada me pregunta qué me apetece. Antes de pedirle cualquier cosa, mis ojos vagan por la estancia, hay un par de señoras de mi edad conversando, un hombre, también de mi edad con un chico, una pareja de jóvenes que se besa sin darse cuenta que su helado se derrite.

Me sorprende mi voz de NIÑA pidiendo un helado de limón con chocolate. Voy soltando esas palabras mientras siento los ojos del hombre mirándome, veo su sonrisa y un puente afectivo empieza a aparecer entre nosotros. Él se levanta de su silla, el chico lo mira pero no se atreve a moverse. Él se sienta a mi lado y el limón con chocolate abre las puertas del afecto, libera las palabras, las emociones, la edad. La risa flota sobre la mesa mientras dos helados de limón y chocolate se derriten sin esperar a oír lo que estos dos NIÑOS tienen que decirse. 

Por: Gladys