Alcancías aparecía siempre a primeros de marzo, cuando la primavera comenzaba a abrirse camino, y quizás fuera por eso por lo que para mí no era un vagabundo más sino el que me traía el sabor de las manzanas. No era como Cucharón, que venía en otoño con su corte de gatos llorones, ni como Panimigas, que volaba cometas en el verano, o Zurrones, el de las lluvias tempranas. Alcancías era de otra manera. Vestía con los siete colores del arcoiris y bailoteaba tocando la pandereta mientras recitaba atroces canciones de ratones con alas y serpientes enamoradas. Yo veía en sus ojos la sabiduría profunda de los lagos. Cuando llegaba, rápidamente un coro de niños lo rodeaban y seguían hasta la plaza del pueblo, donde los mayores también celebraban más en secreto la venida del extranjero que anunciaba las nuevas del ancho mundo. Como en aquella época yo no era ni lo uno ni lo otro podía por disfrutar doblemente de él. Recuerdo que tenía ya casi quince años la última vez que vino, más cansado y achacoso que de costumbre. Lo vi llegar arrastrando los pies por la cuesta de la panadería; al percatarse de mi presencia intentó disimular tocando con brío la pandereta y llamando a todo el mundo a grandes voces, pero para mí ya era tarde pues había contemplado demasiado bien aquella vejez disfrazada. De todas formas también le seguí con los demás entre el barullo de la gente y, en la plaza, mientras se refrescaba, nos reconoció a todos ante la satisfacción de los adultos y acarició nuestros cabellos claros por el sol.

    –Vaya con el pequeño Andrés, que ya no es tan pequeño ¿Cuántos años tienes?  –me preguntó con voz cascada.

    –Cumpliré quince el mes que viene –le respondí algo tímido.

    –¿Y ya trabajas? Con tu padre, claro. ¿Serás boticario? Has de conocer bien las plantas, algo menos los animales, pero mejor que nada a las personas. ¿Las conoces ya, chico? Digo a las personas. Son todas diferentes, ¿verdad? Pero no creas, no, no lo creas. El pequeño Andrés ya no es tan pequeño, vaya, vaya.

     Así solían hablar aquellos vagabundos.

     Mi padre era el boticario del pueblo, una persona importante porque tenía los únicos ocho libros que había y que yo conocía de memoria a base de leerlos y releerlos una y otra vez. Cuando no se le adelantaba el alcalde, invitaba siempre a comer al vagabundo de turno y luego distribuía sus noticias con paciencia al resto de nuestros vecinos. El que mejor nos hacía soñar era Alcancías y, ahora que lo pienso, quizás fuera eso y no el sabor de las manzanas lo que tanto me gustaba de él. Mi padre solía preguntarle con avidez sobre la guerra, la comarca y el tiempo, por ese orden, pero Alcancías respondía sin su orden ni su concierto y, entre noticias verídicas, dejaba caer cuentos de los valles del sur, o la historia que le habían contado en una cantina de Bellasnubes sobre una mujer que era a la vez una flor. Más él no se rendía y volvía erre que erre sobre sus temas de costumbre.

    –¿Y la guerra, qué se cuenta de la guerra? –preguntaba con ansiedad.

    –La guerra, los soldados, siempre iguales. Hacen rum, rum cuando andan y rum, rum cuando comen,  yo he visto muchos.

    –¿Muchos? ¿Y cerca de aquí? –se sobresaltaba.

    –Buen boticario, los soldados son siempre muchos, pero a la vez son pocos, porque en realidad son un solo hombre que se repite muchas veces.

    Como mi padre era un apasionado de los trabalenguas solía enfrascarse con Alcancías en esas cosas. Siempre les tuvo miedo a los soldados; en aquél entonces yo todavía no había visto ninguno, aunque parece ser que una vez, cuando era muy pequeño, habían estado en el pueblo. Por lo visto robaron algunas gallinas y cometieron otras tropelías de la que nadie quiso volver a hablar. La guerra empezó antes de que yo naciera y antes de que naciera mi padre, y si tuvo algún motivo era algo de lo que solía discutirse a la hora del café en la taberna del señor Gori. Para mí ocurría muy lejos, en el cielo. La única vez que vislumbré algo de ella fue cuando tenía seis años, un día que estuvo tronando pese a no haber nubes y las montañas se iluminaron durante toda la noche. A mí me pareció divertido porque nunca me he asustado de las tormentas.

–Las casas se pintan de negro en los pueblos del sur –dijo Alcancías en aquella ocasión–. Cada vez hay más luto por todas partes. Pero cada vez hay también más ratones de campo que cantan durante la noche ¡Se hace difícil conciliar el sueño así, bajo los chaparros!
    Para no perder la costumbre de vivir al raso, los dos o tres días que se quedaba dormía en una esquina de la plaza que los vecinos acondicionaban con paja. Fina y yo le llevábamos de cenar y mi madre, junto con las otras mujeres del pueblo, dejaban su zurrón bien repleto de provisiones para el camino. Fina era mi mejor amiga; tenía dos años menos que yo y el pelo tan negro que parecía de carbón; hasta me sorprendía que no le manchara las manos cuando se lo tocaba. Creo recordar que nos conocimos una tarde de invierno en la que coincidimos los dos camino del horno. Ella iba tirando de un carrito y debía rondar los siete años. Yo tenía ya nueve.

     –¿Dondevás? –me preguntó así, hablando muy rápido.

     –A casa, ¿y tú? Ya es tarde.

     –Yollevoamimuñeca –me dijo casi trabándose la lengua. Me asomé a su carrito y vi que en él había una pequeña muñeca de trapo.

     –¿Llevas a tu muñeca en un carro? ¿Es que no sabe andar sola?

     –Es muy pequeña –me respondió.

     –Se parece a ti.

     –Claro, soysumamá –me espetó terminante. Luego apretó el pasó y se marchó. Fue la primera vez que pensé que en la vida podía haberme secretos vedados, y por eso lo recuerdo. A partir de aquél día ella se me pegó como una lapa y, aunque al principio no me gustaba la idea de que siempre estuviéramos juntos, por lo que pudieran decir los demás chicos del pueblo, luego lo acepté como un castigo que habría de sobrellevar por todas mis travesuras. Terminamos por hacernos amigos precisamente en esa edad en la que los niños y las niñas tendemos a una inamistad natural, antes de la condena definitiva del amor. Ella se convirtió con el tiempo en una niña lista y despierta de un sentido común indudable mientras que yo, por el contrario, siempre anduve perdido en las nubes, fantaseando sobre mil historias que había oído o que yo mismo inventaba. Y por eso nos complementábamos bien.

     La última noche de Alcancías en el pueblo la pasé con él. Esperé a que se disgregara la turba de niños que oían de sus labios las palabras mágicas de los viajes y los sueños y cuando se quedó solo me acerqué. Se encontraba echado sobre el montón de paja con cara de cansancio, esperando a que las últimas luces del día se apagaran. Me senté a su lado sin decir nada y observé largo rato su respiración, regular y ruidosa, y sus ojos, fijos en el cielo que se iba inundando de estrellas. Hasta pensé que no me había visto, pero al rato se dirigió a mí.

    –Joven Andrés, grande para ser un ratón, pequeño para ser una liebre. Te esperaba. ¿Dónde está tu amiga Fina? Ella es verdaderamente la noche que algún día habrás de buscar, querido pájaro. Y no la encontrarás, ya no.

     Calló durante otro rato. Yo no me atreví a decir nada.

     –¿Sabes por qué te esperaba? –me preguntó de nuevo.

     –No, no lo sé –dije al fin.

     –He de darte una cosa. A todos les he hecho algún regalo menos a ti y Alcancías podrá ser viejo y seco como la lengua de una piedra pero no roñoso.

Metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó algo grande, redondo y dorado.

     –¿Sabes lo que es?

Lo miré durante un buen rato antes de contestar.

     –Es un reloj. El señor Farra tiene uno parecido.

     –¿Sí? ¿Y el suyo funciona?

     –Sí, me tomó el pelo una vez con eso. Me dijo que era un animalito y me lo puso en la mano. Yo noté un corazoncillo latir y lo creí; así me tuvo meses...–; Alcancías se sonrió.

      –No deberías ser tan crédulo. Este no anda bien, se me paró hace unos días tras mucho tiempo de buen servicio. Pero no te lo doy porque esté averiado. Te lo doy por otra cosa que quizás algún día descubras. Tómalo, es tuyo.

      Me lo acercó con cuidado. Ya estábamos casi en tinieblas cuando lo cogí. Pero no pude guardarlo en mi bolsillo como era mi intención, pues algo seguía reteniéndolo junto al viejo vagabundo.

      –Perdona –me dijo sonriendo. Sacó un pequeño cortaúñas oxidado y partió la cadenita que lo unía a él por la mitad–. Verdaderamente era mi hijo. ¿No has visto nunca nacer a un niño, cómo lo separan de su madre? No, claro que no. Ve ahora, joven Andrés; tu familia te ha de estar esperando. Y en los días que están por venir sé fuerte y silba canciones de mujeres barbudas.

     Alcancías quedó tendido en el suelo, vencido por el sueño y yo me dirigí a casa con la sensación más extraña que había tenido nunca. A la mañana siguiente ya no estaba e intuí que no volvería a verlo jamás.

     No sé exactamente cuándo me di cuenta de que quería ser un vagabundo; quizás lo supe siempre, aunque puede que poco a poco fuera viéndolo más claro, sobre todo tras aquella noche. No dejaba de pensar en qué habría tras las lejanas montañas, dónde morirían los ríos o a qué lugar llevaban los antiguos caminos, y nadie parecía hacerse esas preguntas salvo yo. Con el paso de los días me sentía quemar por dentro porque quería irme siguiendo al sol. Ansiaba ser un vagabundo pero ¿serviría para ello? Esa era mi mayor duda. Mi familia notaba algo raro, sobre todo mis hermanos pequeños, que pensaron seriamente que me había mordido una serpiente de agua encantándome con el espíritu de los ríos. Pero sólo yo creía saber lo que me ocurría.

     Después de mucho meditarlo, finalmente un día reuní a mis padres en la cocina y se lo anuncié escuetamente.

     –Quiero ser vagabundo.

     Mi madre se ocultó tras el mantel y mi padre dio un salto.

     –¡Vagabundo! –exclamó–. ¿Pero tú sabes lo que estás diciendo?

     –Sí, padre. Lo he pensado mucho.

     –¡Hijo! –sollozó mi madre, con lágrimas en los ojos– No todo el mundo puede ser vagabundo. ¡Cómo se te ocurre! Se ha de ser especial y tener un nombre extraño: Piesligeros, Airefrío... 

      –El nombre lo da el camino, madre.

      –No, no puede ser, eres muy joven –volvió a reiterar mi padre.

      –Todo el mundo sabe que los vagabundos se hacen jóvenes, antes de que haya algo que les ate. 

      –¿Y tus padres, es que no somos nada para ti? –dijo enfadada mi madre. Tras eso se hizo un incómodo silencio. Luego ocurrió algo inesperado.

     –Los pájaros acaban por salir del nido –meditó mi padre con el ceño fruncido mientras buscaba una silla. Parecía derrotado pero yo sabía que en el fondo comenzaba a sentirse orgulloso ¡Uno de sus hijos, vagabundo! Era un honor para cualquier familia. Un vagabundo, el hombre que lleva las nuevas a todos los lugares, el que une, en los tiempos de las desgracias y las soledades, los corazones de las gentes. El hombre al que reservan en los pueblos y ciudades los honores de los reyes perdidos. Sabía que lo único que le disgustaba era la posibilidad de que yo no estuviera a la altura y fracasara. Tras una tensa espera se dirigió a mí, apoyando sus manos sobre mis hombros:

      –Hijo, piénsalo bien y sobre todo, toma tu decisión sólo si estás seguro. Tienes mi bendición y la de tu madre–. Así terminó aquella charla, con una esperanza.

     Siguieron pasando los días y mi convicción fue haciéndose más fuerte. Siempre me había gustado pasear por el campo, hacia las colinas rojas de amapolas que se encontraban tras la vieja ermita. Ahora lo hacía más que nunca, imaginándome que escalaba lejanas montañas o caminaba por las antiguas sendas negras y agrietadas que, dicen, aún pueden verse en el norte. Acababa muy cansado y solía tomarme un respiro en alguna de aquellas pequeñas cumbres. Un atardecer me encontré allí con Fina. Llevábamos muchos días sin vernos y era la primera vez que nos ocurría. La vi ascender ligera por el camino amarillo de los abedules y dirigirse resuelta hacia mí. Su pelo negro dejaba hilos oscuros en el aire suave de la primavera. Cuando llegó se sentó en silencio.

     –Dicen en el pueblo que te vas a ir, que vas a ser vagabundo­ –señaló al cabo de un rato.

      –Sí, eso dicen.

      –No me habías comentado nada.

      –Aún no estoy seguro –le contesté.

      –¿Por qué? –me preguntó ella, mientras ocultaba su rostro tras el pelo.

       –Porque aún no sé si de verdad sirvo para vagabundo.

       –Oh, yo creo que sí.

       –¿Sí? –le pregunté vivamente.

       –Sí. Los vagabundos saben muchas historias, igual que tú.

       –Yo me las invento.

       –¡Ellos también, no seas iluso! Y los vagabundos son muy cariñosos con los niños... como tú –dijo tímida.

       - Es cierto, yo siempre he sido muy cariñoso contigo, ¿verdad?

       –Sí, siempre lo has sido, Andrés. Y a los vagabundos les gusta besar a los niños en las mejillas.

       –Es cierto, yo te he besado muchas veces, Fina. Me gusta besar tus mejillas porque siempre están calientes y rojas como las manzanas de caramelo.

       –Y los vagabundos tienen tibias manos con las que acarician el pelo –prosiguió.

       –¡Como yo, Fina! ¿Acaso no he acariciado miles de veces tus cabellos negros, tan negros y largos?

       –Sí, Andrés, muchas veces he sentido tus manos en mi pelo, tus suaves manos y tus suaves labios. Serás un gran vagabundo.

       –Claro –exclamé yo más animado–. Gracias Fina, ahora estoy seguro de que lo seré. Me marcharé y veré las montañas, y los pueblos del sur, y hasta las grandes ciudades devastadas de las que hablan, llenas de silencios.

       –¿Y cuando te irás, Andrés?

       –Pronto.

       –¿Y cuando volverás?

       –Tarde. Al menos pasarán varios años antes de que regrese, para luego volver a partir en seguida... así será las primeras veces, pues he de viajar hasta muy lejos antes de volver. Luego espero venir más a menudo. Es la vida del vagabundo.

       Fina volvió a quedar en silencio un buen rato. En toda la conversación creo que no le vi la cara ni una sola vez. Luego lanzó un suspiro y se levantó.

       –He de irme, ya anochece.

       –Está bien. Yo... –de repente me quedé sin palabras. Pensé extrañado que todo el miedo que debía haber sentido al hablar con mis padres estaba presente ahora–. No te preocupes, Fina; cuando regrese tú serás la primera persona a quién vea, y besaré tus mejillas como hago ahora.

       –No, Andrés, no lo harás.

       –¡Claro que sí! Si lo haré con todos los niños, con más razón contigo, y también acariciaré tu pelo, con lo que me gusta.

        –No, te digo que no lo harás.

        –¿Pero por qué no? –dije enfadado. La agarré de un brazo y la obligué a que me mirara. Entonces me di cuenta de que tenía los ojos húmedos.

        –Porque yo ya no seré una niña, porque yo no te dejaré.

        Estuve un rato sin decir nada; solté su brazo y la observé mientras se iba yendo el sol.

        –Es cierto, Fina. Como siempre, tienes razón. Entonces algún día besaré a tus hijos, y acariciaré sus cabellos negros.

        –O rubios.

        –Eso es, rubios.

        –O castaños.

        –O como quieras, pero dime ¿es que piensas tener muchos niños? –le pregunté sombrío.

        –Sí, para que puedas acariciarlos en las primaveras, Andrés –asintió con la cabeza mientras dejaba escapar una sonrisa de sus labios. Tras eso volvió a quedarse seria; se giró lentamente y comenzó a caminar por el camino amarillo de vuelta al pueblo. La seguí con los ojos, esperando en cada momento a que ella se volviera para mirarme. Pero no lo hizo y al fin terminó de anochecer.

       Ya sólo me quedaba partir. Sabía que tenía que hacerlo en la noche, en cualquier noche, pero aún no me sentía llamado por, supongo, el camino. Mis padres ya se habían hecho a la idea y esperaban no verme tras algún amanecer, pero ahora era yo el que no me atrevía a marchar. Tenía todas mis cosas empacadas; el zurrón y una gran mochila, el sombrero de ala ancha que yo mismo me había confeccionado y un largo cayado esperaban, impávidos, a que finalmente me atreviera. Pero me faltaba el coraje para enfrentar la partida. Le daba mil vueltas a mis pensamientos y el temor me incapacitaba para tomar una decisión. Cada mañana que mis padres me veían con ellos era, a la vez que un gran alivio, un pequeño desengaño. Hasta que llegó la noche señalada.

Como tantas otras, yo me debatía en la cama. Como alguna vez, ya me había vestido y tenía todo el equipaje preparado pero, también como de costumbre, antes incluso de salir por la puerta algo me volvía a echar para atrás. Sólo que en aquella ocasión crucé el quicio y anduve algunos pasos más hasta las últimas casas del pueblo. El cielo despejado de mayo me saludó con el candor de los grillos. Me detuve a la altura de la última casa, la de Alberto el albañil, porque sabía que si iba más allá me marcharía. Dudé, de pié, bajo la luz de una luna llena del color de la arena. Y ya me iba a dar la vuelta cuando sentí algo nuevo y extraño, un segundo corazón latir al lado del mío. Saqué el reloj de Alcancías y observé, con asombro, que se había puesto en marcha. Con cuidado, y como a menudo había visto hacer al señor Farra, giré su ruedecilla hasta que lo puse más o menos en hora. A lo lejos me pareció oír el aullido lejano de una sirena que me llamaba. Comencé a andar a pequeños pasos y así comencé mi vida de vagabundo.

      En los pueblos y las ciudades se me conoció siempre como Ciencaminos, y ya nadie recordó nunca que una vez tuve otro nombre. Mi fama llegaba antes que yo y los hombres, las mujeres y los niños celebraron siempre mi llegada. He visto tantas cosas... los cuarenta gigantes de hierro pudriéndose bajo el sol varados en las playas de Roquel, las ciudades enormes y en ruinas donde las gentes no se conocen, las montañas azules de los monjes, las sonrisas de niños sin dientes, tan rosadas, e incluso alguna vez unos ojos que no me miraban en un largo camino amarillo, en algún sueño también amarillo. Fui testigo del final de la guerra, cuando el General San Juan, al mando de sus diez mil soldados descalzos, aceptó como prenda de buena voluntad el fusil de plata del Coronel Guajardo, y la reanudación de la misma, tras el furioso asalto de sus veinte hijos. He visto ennegrecer el cielo con los aviones asesinos, he visto el mar, enorme, hervir en hombres, he visto tantas caras, tantas lágrimas, tanto dolor y tanta felicidad que nunca he podido olvidar nada. Y ahora que soy viejo, tan viejo al menos como lo fue en su día Alcancías, me doy cuenta de que los años que a unos hacen fuertes y hermosos a otros nos marchitan. Y creo que ya va siendo hora de descansar. Me lo dijo su gastado reloj cuando dejó de funcionar tras toda una vida de fiel servicio. Ya es hora, pues, de buscar a algún muchacho a quién traspasar esta terrible soledad que hace tanto tiempo me legara un viejo vagabundo.

 Por: Rafael Calmaestra