
Creo que debieron preguntarse por qué yo
venía tan contento, pero igual no les di explicaciones, quiubo Milton Bisagra,
quiubo Tucsi (no estaba el otro, el que llaman “poresosmundos”), y ellos quiubo
James Douglas y listo. Tampoco me preguntaron por qué llegué quince minutos
tarde. Les dije que me había encontrado a una amiga, pero era mentira. La verdad
es que ya venía bajando, cuando vi ese sol grande y cansado de atardecer,
primero en los ventanales y luego de frente, y sentí la necesidad de buscar
alguna terraza para verle la tristeza. Y eso hice, le pagué los dos mil pesos
que tenía al celador de una construcción para que me dejara subir y esperé
hasta que, como siempre desde que me acuerdo, llegó la noche. Ahí sentí que ese
atardecer era el primer acto de una noche que iba a ser grande y sentí mucho
miedo, tanto que hasta pensé no encontrarme con Tucsi y Milton Bisagra.Pero
uno no debe echarse para atrás. Hace tiempo, cuando salí de la ciudad de
Nirvana, tuve malos ratos pero nunca me eché para atrás. “Por qué te metiste en
esto James Douglas” escuché dentro de mi cabeza y no supe si era mi conciencia
o la voz lejana de mi mamá o de mi amigo Martín Brownstone, que siempre era el
que me daba consejos. De todas maneras
me contesté “Porque estoy mamado de vivir en esta puta olla y nunca me la
habían pintado tan fácil”. Luego la voz otra vez (o quizás era una voz
diferente) que me decía que yo no quería ser ladrón sino cantante y yo la
ignoré y respiré profundo para que la luz de la noche se me metiera en los
pulmones y me diera fuerza. “Los presagios no existen. Nueve vidas. Ojos de
Gato” dije, suficientemente duro como para escucharme, y bajé corriendo. Y
corriendo, me ayudó que el camino era de bajada, llegué a la cita. Los dos
estaban recostados contra un murito, tranquilos, todos bronceados porque
acababan de llegar de la costa. Después de saludarme, me dijeron que la
empleada ya había salido, que fuéramos a tomarnos una gaseosa y volviéramos. Y
por ahí estuvimos rato buscando una marica tienda abierta pero como no
encontramos nada (era domingo) terminamos comiendo papas fritas en un carrito
cerca al Cine Riviera. Tucsi no comió. Se limitó a sonreír mostrando los
dientes y tenía cara de pensar trajes de sastre, autos con chofer, hoteles
finos y grandes tabacos, chicas de rojo que bailan toda la noche, pieles,
diamantes locos, pinturas en las paredes, camarera francesa, chef extranjero,
casa grande con una cama king size. Con los últimos pesos de pobres que
teníamos pagamos las papas y regresamos a la casa. Todas las luces estaban
apagadas y Milton Bisagra, que era el que más sabía de la vaina, dijo que era
porque el viejo Zacarías Usher ya se había acostado. Entonces saltamos el muro
del jardín. La casa era igualita a como Brayan, el hermano de Tucsi que había
trabajado ahí, nos la había pintado. Entramos suave, Tucsi era el que tenía que
ir a vigilar al viejo Usher y yo tenía que subir al estudio y sacar todo lo que
pudiera de los cajones del escritorio. Brayan nos había dicho que ahí estaban
los dólares y las joyas y que el viejo Usher las guardaba sin seguro. Subir a oscuras por la escalera fue
difícil y tropecé con algo que hizo ruido. Y me asusté pero seguí adelante. La
puerta del estudio estaba abierta y entré cortando sombras con la luz de la
linterna. Había muchos diplomas en las paredes, algunos en inglés y francés,
creo, y un escudo de armas con un castillo dibujado. También mapas que me
recordaron lo que Brayan nos había contado de la familia, que incluía un
hermano aventurero que se internó en el cañón del Chicamocha y nunca volvió a
aparecer. Mapas, diplomas y muchas fotos en blanco y negro firmadas “Joe” igual
eso no valía nada. Tampoco la copa con un poco de vino que había sobre el
escritorio y que desocupé con gusto. Entonces abrí el primer cajón y casi no
pude creer que hubiera alguien tan confiado como para dejar semejante cantidad
de dólares en un cajón que ni siquiera tenía llave. En ese momento sí me entró
el cruel ataque de remordimiento, no sé si era la misma voz de antes, pero uno
como que por más que intenta no puede librarse de eso. Me imaginé qué pensaría
mi tío Adaulfo que fue el que me financió la salida de Nirvana y me puso a
trabajar manejando un bus que tenía. Y qué pensarían mi amigo Andrés y mi amigo
Martín, que yo creo que tenían fe de que yo sí iba a ser cantante. Pero cómo
cantante sin un puto peso para comer. A Andrés puede que se le hiciera fácil
porque él está en la universidad y los papás le dieron para que se comprara una
guitarra eléctrica, pero a mí qué. Y mientras pensaba hacía cuentas de cuánto
me tocaría cuando dividiéramos todo eso entre tres. Mucho. Hasta para comprar
una guitarra eléctrica y formar una banda y algún día hacer un concierto con la
banda que estaba formando Andrés, aunque él tocara en inglés y yo en español.
Todo bien. Eché la plata en una tula que llevaba y me sentí triunfante. Y pensé
en Alex H. y en todos los planes que tenía de casarse con su Yenny, hasta que
ella se murió en una accidente de tránsito y él se volvió medio loco. Ahora lo
he visto vendiendo dulces. Pensé que yo era un hombre afortunado, quizás el más
afortunado del mundo, porque podría darle a mi Magdalena todas las cosas que
siempre ha querido. Lo de las velas y la bañera, primero que todo, porque ella
decía que quiere estar conmigo en una bañera rodeada de velas y yo le iba a dar
gusto. Y hasta le pasaría una plata al Alex H. y otra buena plata a mi tío
Hernando y a mis papás en Nirvana. Y así. Pensé “Un acto deshonesto en la vida
se justifica de sobra si con eso uno saca de la olla a la gente que quiere” y
abrí otro cajón. Nunca he sido bueno para avaluar joyas, pero me pareció que
los dólares eran poquito, comparados con los relojes y cadenas que, ordenados
en varios estuches, tenía frente a mis ojos. Mi futuro parecía más brillante
que todo el oro que destellaba con gracia, como llamas avivadas por la luz de
la linterna. Bendije al viejo Usher, a Brayan, a Tucsi y, más que todo, bendije
mi suerte. Magdalena y yo vivíamos hace dos años en
un cuartico pequeño en la carrera ventiuna. Al principio nos alcanzaba hasta
para discotequear y tomarnos algo fino de vez en cuando, pero las cosas se
habían puesto difíciles desde que mi tío vendió el bus. Ella siguió trabajando
en una cafetería del Paseo del Comercio y traía su dinero, pero honestamente no
alcanzaba y tocó ir saliendo de las cosas. Hasta varios discos los tuve que
regalar por ni mierda para pagar el arriendo. Lo único que me quedaba era la
ropa y una guitarra vieja, o mejor, envejecida a punta de años y canciones de
todo tipo. Sé que Magdalena estaba cansada y soñaba con volver a su casa; pero
le pedía que aguantara un poco más, que algún día, que así yo nunca fuera
cantante íbamos a salir de esa. Que teníamos que seguirla guerreando. Al entrar
a la casa del viejo Usher no tenía más que ese lance de dados y lo estaba
ganando. Lo estábamos ganando. Mientras sacaba las joyas y arrojaba lejos los
estuches, volví a sentir en mis venas el fluir acelerado de la sangre
adolescente y me llené de sueños. Lo de las velas y la bañera sería sólo el
principio. Compraríamos un auto y en él empacaríamos nuestros viejos sueños de
jóvenes, y recorreríamos el mundo. Como en las películas. Magdalena compraría
mucha ropa bonita y yo no sólo una guitarra sino un bajo y una batería.
Alcanzaría de sobra y ya teniendo los instrumentos sería fácil enganchar buenos
músicos. Y cuando yo fuera cantante famoso me levantaría a las siete de la
noche, estaría en el escenario a las nueve y a las once ya estaría otra vez
bebiendo en el bus de gira. Dirían que James Douglas Solano había recorrido
medio mundo en automóvil antes de cumplir los venticinco. Que empezó desde cero
y salió adelante gracias a su talento y a su compañera la bella Magdalena C..
Que nació en Nirvana y manejó bus en
Bucaramanga y que el papá de ella colecciona cajas de pollo asado. Que su
ascenso fue vertiginoso. Y yo grabaría muchos discos e invitaría a Andrés para
que le metiera algo del rock viejo que le gusta tanto. Y yo cantaría en español
pero tendría un traductor para cuando me entrevistaran en inglés. Y muy en
secreto recordaría una noche que comenzó con un atardecer majestuoso. “El futuro
ya no es incierto nunca más” pensé mientras echaba el último reloj en la tula.
Luego revolqué los demás cajones pero sólo contenían papeles. No pensé que
fuera necesario ordenar las cosas y decidí salir. Fue ahí cuando escuché que
Tucsi estaba golpeando al señor Usher y eso fue lo primero que no me gustó.
Luego vino el escándalo de Milton Bisagra que decía que bajáramos rápido porque
había escuchado una patrulla de policía. La oí casi al tiempo pero no me
pareció que fuera una sola y en ese momento sentí más miedo que el que nunca
había sentido en la vida. Tucsi y Milton Bisagra comenzaron a gritar
desesperados “Apúrele James Douglas que nos cayeron” y yo bajé corriendo con la
tula apretada entre las manos. Al llegar al primer piso había alguien en el suelo,
creo que era el viejo Usher. Le grité a Tucsi que cómo era tan bruto, que si al
viejo Usher le pasaba algo nos iban a joder a todos. Estábamos histéricos y
gritábamos todos al tiempo. Salimos al patio trasero y notamos nuestro terrible
error de apreciación. La pared era mucho más alta por dentro que por fuera y la
lluvia de los últimos días la había hecho resbalosa. No sé si fue Tucsi o
Milton Bisagra el que, quién sabe cómo, vio una escalera y la recostó contra la
pared. El salto al otro lado era para caer duro, pero al menos teníamos una
oportunidad. Tucsi comenzó a subir y luego Milton Bisagra, pero los tres
quedamos helados y paralizados cuando vimos las linternas y escuchamos las
voces de los policías que habían entrado a la casa tumbando la puerta del
frente. No pueden tocarme, nunca me van a alcanzar. Tucsi saltó la calle y
escapó sin mirar atrás. Luego Milton Bisagra. No sé si fue la fuerza que él
hizo para saltar lo que provocó que la escalera se desmoronara, dejándome
colgado del muro con una sola mano. Lo escuché gritar varias veces “Qué pasó
James Douglas” pero yo, luchando con todas mis fuerzas por terminar la escalada
no pude contestarle. Luego echó un hijueputazo y salió corriendo. Entre tanto,
comprendí que sólo podría pasar al otro lado impulsándome con mi peso y
cruzando el muro sin detenerme para caer como fuera sobre el andén. Respiré
profundo, cerré los ojos y lo hice. Mi vuelo fue mucho más largo de lo
que imaginaba y caí de cara sobre el pavimento. Supuse huesos rotos pero no me
importó. Sujeté de nuevo la tula y a pesar del dolor de las contusiones me puse
de pie, listo para correr por mi vida. Pero no di ni un sólo paso, ni siquiera
para tomar rumbo. Ellos eran muchos, tenían autos y motocicletas y me apuntaban
con sus armas. Levanté los brazos como he visto que lo hacen en las películas y
dejé caer la tula. Desde su interior rodó un reloj de oro tan brillante como
hasta hace unos minutos me había parecido el futuro. Tan brillante como el
atardecer que sirvió de presagio para esa noche.
Por: Ricardo Abdahllah
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