Azul cobalto, cyan, cielo, marino,
turquesa, pálido; azul alegre, frío, caliente, tibio; azul de buen humor, de
mal humor; azul lloroso, alegre, nostálgico, triste, pensativo; azul de
pensamiento, de imagen de hombres de arena cabalgando sobre el infinito e
infinitamente. Adelante,
siempre adelante marcados con el sino azul de una piel curtida de vida,
agrietada de experiencias. Azul de manos, de cuellos, de rostros, de ojos
guiñados, asombrados ante el fin del espectáculo del silencio; azul que se abre
en la palma de tu mano y que habla de pies cansados, de risas muertas, de
susurros de amor en medio del desierto... que por desgracia, ya no es azul. Azul cambiante como los sirocos, como las dunas, hombres que aparecen y desaparecen, van mudando confundiendo, desbaratando esquemas, desestabilizando conciencias, son como los pensamientos azules que nos ahogan de madrugada y nos llenan de temor: raza azul, como rosas azules condenadas a la extinción por llevar en su esencia lo extraordinario del azul a flor de piel.
Sol dorado de cuatro de la tarde
aferrado a las paredes, resuelto a no perder su batalla diaria contra la noche;
dorado sobreviviente a milenarias guerras, resucitado portento; dorado en
trocitos de tu piel desnuda sobre una playa, encantador de espíritus,
hipnotizador de visionarios; dorado veneno en el cerebro de alquimistas ilusos;
oro derretido y candente, locura perseguida; dorado verdugo implacable que solo
cede sus favores a quienes han logrado asesinar su propio corazón; dorado
Midas, dorado eternizado en su propia cimiente. Verde querido por el poeta; verde como
la sabana; verde victima de los azules y los amarillos que te obligan a ser lo
que no eres: esperanza de tontos, ilusión, quimera, fantasía, desvarío de los
atormentados, delirio de los amantes; verde en la boca de los cándidos; verde
aferrado a los dedos temblorosos de los moribundos; verde como los fluidos del
cuerpo que con su presencia denuncian o confirman lo que somos, fuimos y
siempre seremos; verde eternamente condenado a ser un compuesto, pendiente
siempre de las partes que lo conforman, temeroso de que a cualquiera de sus dos
creadores se les vaya la mano y de repente, pierda su esencia. Rojo maximalista, excesivo,
desbordante; rojo caudal; rojo labios; rojo sabor a ti, como en el bolero; rojo
de mis amores, de mis pasiones, de mi sangre hirviendo cuando te acercas. Rojo
aliento que me anima, que me avasalla, que me envuelve y me eleva sobre el
universo; rojo grandioso, rojo dios de la humanidad; rojo a quienes rendimos
tributo todos aquellos enajenados de amor; rojo puro, incólume; rojo inyección
de vida... al menos, eso creemos. Amarillo maldito por la humanidad;
amarillo residuo de malas lenguas, de enfermedades; amarillo contagioso
tropical; amarillo de luz que entra en mi alma cuando te ve caminar; amarillo
de tus cabellos, de esos retacitos de pasión que chisporrotean en tus pupilas
cuando estamos solos, pero también amarillo de bosques, de otoños, de
principios de decadencia con destellos de rebeldía negándose a morir al final
de ciclo definitivo; amarillo de mis amores, de mis pesares, de mis rabias y de
mis ancestros amarillos del oriente del sol naciente, de la luz creciente y de
todo lo que me sabe a ti. Naranja como el sol hundiéndose entre
mis montañas azules, sumergiéndose en el vértice de nuestros placeres,
ahogándose ante la inmensidad de esto que no sabemos nombrar porque
consideramos que el amor no cabe en ningún diccionario; naranja como la pulpa
de un zapote, de un mordisco en esa pulpa que se pega al paladar y que se va
deshaciendo inundando nuestra boca de dulce naranja; naranja que resbala por
las gargantas que impide el habla, porque las palabras no son necesarias, son
apenas convenciones que se inventa la gente para no entenderse; naranja como
las aureolas de tus senos, con la mezcla justa de sol apaciguando la sangre
hirviendo; naranja de combinaciones, de mundos unidos, de cuerpos entrelazados,
de dientes chocando, manos apretando; naranja de bocas sedientas, de amores
nuevos; naranja en la palma de mi mano abierta, dispuesta siempre, siempre
naranja. Violeta, amor; violeta color; violeta
de los años bebidos; violeta de las nuevas interpretaciones, de los millones de
combinaciones que tienen las rutinas; violeta de los días atados con cintas de
colores primarios, en el primario deseo de que no se nos destiñan las
emociones; violeta inexorable que en su esfuerzo por ser única va perdiendo su
esencia; violeta de los amores tardíos, de las esperas, de las bocas que ya no
se encuentran, de las manos que se distancian, se enfrían, se enredan y
equivocan; violeta de las equivocaciones, de la resignación, de la aceptación,
de la inexorabilidad; violeta con aroma de amores antiguos encerrada en un cajón
que muy de vez en cuando abrimos. Gris de cabellos; gris de ojos
entornados, de ojos cubiertos por velos de vivencias ya antiguas; gris de ojos
anegados de colores mil veces saboreados, ahítos, a punto de reventar; gris de
tardes húmedas, de paraguas escurriendo por los rincones, de cafés viajando por
trayectorias temblorosas hasta bocas que apenas reproducen palabras; gris de
humo de tabacos, de paredes manchadas de nicotina, de miradas extraviadas en
los años pasados, de regurgitar de amores; gris de tangos, de boleros que se
niegan a atravesar los límites de lo audible; gris de labios temblorosos que
parece que rezan, labios deformes producto de manos deformes que no mantienen
el pulso para definir trayectorias, senderos antiguamente amados, labios que
imploran, que añoran, cuando en realidad sólo desean que la batalla entre los
colores acabe una buena vez. Negro exceso, devorador de luces, mar
de vidas, precipicio natural del ser, remolino de existencias; negro lleno,
absoluto; negro que ha perdido todos los colores, todas las emociones, todos
los pesares, amores, pasiones; negro de tiempos soñados a tu lado, de minutos
dormidos junto a tu carne caliente; negro de noches espiándote en la intimidad,
cuando más libre de mi querías estar, cuando confiada cerrabas los ojos y te
marchabas a esos mundos que no visitaste jamás conmigo, cuando tenías en ti
misma tu razón de ser; negro de mis celos, de mi impotencia, de mi inseguridad,
de mis miedos, de esa sensación de abandono que me invadía cuando te dormías;
pero qué monstruo podría haber llegado a ser si hubiera encontrado el camino
para seguirte en sueños; por eso, a pesar de mi tristeza, de mis negras noches,
imaginaba que por esos mundos que tu viajabas, te iban acompañando mis besos,
mis palabras, mis sabores adheridos a tu piel, entonces el negro se iba
transformando, amanecía en mi alma como en nuestra ciudad útero y el negro,
como cada noche, perdía su batalla. Blanco de mis pasiones, punta de fuga de mis deseos; blanco como tu mirada, blanco espiritual evanescente, blanco derritiéndose entre nuestros cuerpos, blanco en medio de nuestras caderas, de nuestras cinturas, de nuestros pechos, espacio entre nuestros cuerpos yacentes mirando al techo; blanco de amores regodiados, de años vividos, saboreados, paladeados, atragantados; blanco suma, blanco resultado; blanco final del espectro humano identificado como amor; blanco como la lápida que eterniza tu nombre en medio del verde ajeno, y como la mía que espera paciente a tu lado, como siempre, como hemos vivido desde que te conocí en nuestra etapa azul, cuando llegaste de las dunas como una rosa rara y que aunque lo intentamos, no pudimos evitar que lo que la gente y las convenciones sociales no pudieron modificar, la vida si, los años si, las rutinas si; tu azul maravilloso se destiñó, fue cambiando a través del arco iris como el camaleón hasta que la piel cansada se negó a absorber más, dijo basta, ahora quiero diluirme, quiero mezclar todo en un blanco puro, sin matices, sin sombras, sin arrugas, sin lentes distorsionadores y así quiero a mi amor, eso me decías a mi, a tu amor y estoy de acuerdo contigo, yo también soy enteramente blanco, no he desperdiciado nada de todo lo que me has dado, por eso ahora, aunque no me distingas entre tu mundo níveo, no dudes que estoy a tu lado. Por: Gladys |