Berta, resguardada de la lluvia bajo un portal contempla las ventanas del cuarto piso del edificio que tiene enfrente, la imagen es borrosa debido a la densa lluvia, que como el velo de una cortina, apenas si le deja entrever los tres grandes recuadros negros que concentran toda su atención. Desde ahí ha visto morir la tarde en brazos de un lánguido crepúsculo dorado, como si contemplara el prodigio en una pantalla gigante; al principio el sol enrojeció como los cachetes de una muchacha, luego se fue tornando violeta, como vaticinando el pronto desatar de las furias corporales y los fluidos salados de los habitantes de la ciudad, después todo se consumó en un cálido dorado, como si el rey Midas hubiese rozado con su mano el lienzo del edificio tiñendo sus muros de oro, con la intención de enfurecer al gran creador, quien en un estallido temperamental, de esos que le suelen dar a veces, quiso borrarlo todo de un solo manotazo empleando en ello toda su rabia concentrada en ese desatado aguacero. Sin embargo esos berrinches ya hace tiempo no asustan a nadie, al contrario, a los bogotanos les gusta, les gusta esa ciudad caleidoscopio donde nacieron o donde se refugiaron, vaya usted a saber, pero a todos les pasa lo mismo, al principio la rechazan y luego no se quieren ir, se entregan a sus cambios, aman la vida en multicolor que muere y vuelve a nacer después de cada chaparrón; por eso Berta contempla desde su refugio la vida que late tras las ventanas de aquel edificio, al que hace guardia desde hace tres meses.
    Noventa días que terminan de idéntica manera, a eso de las cinco de la tarde deja el taxi en el parqueadero público, camina hasta una cafetería y se toma un tinto, como para darse tiempo, para esperar que entre las espirales de humo el reloj le indique el segundo justo en el que debe echarse a caminar unas tres cuadras más o menos, hasta llegar frente al edificio objeto de sus vigilancias secretas. Algunas veces la iluminación del escenario cambia, pero no el acto de su protagonista; a eso de las seis de la tarde las tres ventanas únicamente reflejan la luminosidad exterior, cuando dan las seis treinta, el recuadro de la izquierda se ilumina dibujando ante los ojos de Berta una lámpara de tres picos, una estantería con libros, un retazo de pared rojo colonial y al fondo, casi oculto a su visión una máscara africana.

    Transcurren unos diez minutos, el recuadro de la izquierda vuelve a ser negro y pasados unos instantes se dibuja el de la derecha, aquel parece ser un cuarto, aunque Berta no podría precisarlo a pesar de los tres meses de constante vigilia, y ocasionalmente el recuadro del centro se ilumina, generalmente cuando hay visitas, entonces las cortinas se despliegan, y Berta puede entrar un poquitito más en la vida del apartamento 401, calle 54.
 



Hoy Berta siente que el plazo se ha vencido, lo supo desde que despertó a las cinco de la mañana y vio a Diego encogido en el sofá, en la misma posición de abandono que había adoptado desde el momento en que entró a su casa. Nada ha cambiado desde entonces, las manos muertas sobre las rodillas huesudas, la barbilla como escondida entre los hombros, la boca apretada y la mirada perdida en un punto invisible, indiferente a la vida que bulle a su alrededor; con el correr de los días la piel se le fue apergaminando y se le fue adhiriendo a los huesos, los ojos como puntitos luminosos que al principio le insinuaron a ella retacitos de fantasía, como si fueran mundos maravillosos por descubrir y vivir juntos, pronto revelaron su verdadera causa: el alcohol, la sangre avinagrada que enerva y languidece, casi simultáneamente.

En esos primeros días Berta parecía vivir enajenada, haciéndose la desentendida ante ese agujero que se iba abriendo en su mundo, disimulándolo con remedos de caricias, con besos, ternuras y tibiezas que siempre se estrellaban contra el muro de indiferencia donde se escondía Diego y que para Berta representaba un reto, un desafío a su feminidad, esa especie de enemigo que algunos necesitan para dar sentido a su existencia; con el correr de los días,  sin apenas darse cuenta, se vio transportada a un territorio en el que se hallaba totalmente fuera de lugar, un espacio en el que de nada le servía lo aprendido, lo experimentado, lo saboreado y lo palpado hasta ese momento; el vacío que invadió su memoria llegó incluso hasta transformar la imagen que de sí misma tenía, pero no a nivel físico; esa que la miraba desde el espejo era la Berta de siempre, era algo más complejo y difícil de determinar, se desconocía en las cosas cotidianas y simples de su propia vida; aquella tarde, por ejemplo, el pastel de yuca con coca-cola no le supo igual, a eso debió hacer caso desde el principio de su inesperada situación, si así hubiese  sido, tal vez... No, para qué pensar en lo que no se hizo en el momento oportuno. El sabor de la yuca desliéndose en el paladar, ¿cómo pudo cambiarlo por aquella masa apelmazada y sosa que a él le gustaba tanto? Eso sin contar con la ropa, el esmalte de uñas, las horas muertas debajo de aquel secador, qué demonio se le metió en el cuerpo aquella noche, que de un momento a otro sintió que la ternura y eso tibiecito que siempre había habitado su cuerpo tomaban la forma del coraje, henchían su corazón, le alborotaban el cerebro descubriéndole más que una Berta, una desconocida Juana de Arco ante el volante de su “chevito” en medio de la séptima a las siete de la noche, de un maldito viernes en la ciudad caleidoscópica, dispuesta a darlo todo por hacer volver a la vida a ese Diego que le cayó del cielo.

¡Ups! Berta la taxista, la que había empezado a conducir desde los veinte años aquel carrito que pagó con el traqueteo honrado de su taxímetro, que al principio se perdía por aquellos barrios olvidados de la mano de Dios, mentándole la madre al hijueputa ese que la había  llevado hasta allá y encima pagaba con un billete grande y ella sin cambio en el bolsillo. Mundo edificado sobre submundos, maquillajes desteñidos sobre rostros que empezaban a mostrar la barba indómita, alguna que otra teta de goma olvidada debajo del asiento, aunque también, dentro de su arquitectura vivencial encontraba hombres de voz pausada, de manos limpias, cuyos ojos descubría a través del retrovisor y contemplaba con placer hurtando la mirada al tráfico, enviando señales de complacencia y de obediencia hasta el fin del mundo, si se lo pidieran.

¡Nunca lo hicieron!    

Pero Berta tampoco se amargó por ello, todas las mañanas saludaba a su “chevito”, le pasaba la estopa por el capó, le golpeaba las llantas con la puntera de sus botas nuevas, aspiraba el interior, limpiaba los cristales y dejaba que el aire circulara libremente por el interior del carro para dejar que salieran los demonios oscuros y en su lugar entraran los ángeles divinos que la acompañaban todos los días; luego se sentaba ante el volante, colocaba los espejos en el ángulo perfecto, se miraba el rostro en el retrovisor y veía unos ojos verdosos, enmarcados entre pestañas largas y sedosas, la línea de maquillaje perfectamente delineada sobre el párpado, los cachetes sonrosados y los labios. Sí, lo mejor que tenía su cara, eran los labios, más bien gruesos pero con la curvatura perfecta de los besos, por eso, a ellos dedicaba toda la atención de su escaso maquillaje, le gustaba ver como los millones de lucesitas del brillo labial cambiaban de forma a medida que la luz variaba y después estaban sus dientes, sus blanquisimos dientes, ellos también eran su orgullo íntimo de hembra; por último se echaba la bendición, pisaba el acelerador y...

Aquella mañana de hace justo tres meses, Berta cumplió todas sus rutinas, se encontraba con el ánimo alegre, ligera y optimista: su primer pasajero fue una chica universitaria que andaba un poco enredada con la maqueta de un edificio, una preciosa casita de muñecas con todos sus detalles, hasta niños jugando en un parque de liliputs, seguro que el profesor le alabaría el trabajo, ella misma no pudo reprimir su grata sorpresa y así mismo se lo dijo a la chica: “eso es muy lindo, seguro que va a sacar un diez”. “Dios la oiga” le respondió la chica y se fueron enredando entre jergas arquitectónicas que Berta traducía en palabras como armonía, olor de hogar, familia numerosa, niños alborotando sobre en el jardín, hasta que, concluyó que era bonito trabajar con las manos.

Más tarde un joven ejecutivo bañado en colonia de regular aroma, ostentando señales demasiado visibles de la posición que anhelaba conseguir, con una voz de falsete gangoso y un aire de mírame y no me toques, la instaba a que volara por la ciudad pues tenía una cita muy importante – Y a mi que me cuenta – pensaba Berta, haberse levantado más temprano caballero. Pero no se lo dijo, ese maniquí no iba a estropearle el día, con ese sol tan bonito, con esa avenida bordeada de tantos árboles y ese aire fresco que entraba por la ventana, no señor, si sus clientes no lo esperaban, pues mala suerte, mira que arrugar esa cara tan joven por unos clientes de mierda y menos mal que no había empezado el atasco porque si no.

A eso del medio día una parada para almorzar, unos cuantos viajes más y luego a casita, sin embargo las nubes empezaron a tejer su manto a eso de las cuatro de la tarde; la luz se fue tornando gris y el ánimo de Berta empezó a desasosegarse con una extraña inquietud, las manos le empezaron a sudar y hasta ganas de orinar le dieron en medio de la avenida quince. La vejiga a punto de reventar la obligó a introducirse en un centro comercial, eso, y dejar el “chevito” mal estacionado para correr al baño, fueron casi una misma acción.

Cuando la urgencia desapareció, humedeció su rostro frente al espejo y la iluminación mortecina del lugar le desagradó, se vio demasiado pálida, los cabellos aplastados y un poco grasosos en las raíces, el maquillaje opaco y sus labios resecos. ¿Qué carajo había pasado?

Tomó una toalla de papel, la humedeció y la colocó sobre los párpados cansados, estuvo así unos instantes, empezó luego el proceso de retoque y hasta que no quedó algo más contenta de su apariencia no abandonó el baño. Se acercó hasta su carro, abrió las ventanas a ver si los ángeles estaban aún dentro y presintió que no; se perfumó un poco detrás de las orejas y se dijo que lo mejor sería irse a casa, mañana sería otro día.

Berta salió del estacionamiento y dio la vuelta al centro comercial para cambiar de sentido pero al llegar al semáforo una pareja de mediana edad le hizo la señal de parada. Berta sintió el impulso de no llevarlos, casi levantó la mano para indicarles que estaba fuera de servicio, sin embargo, automáticamente frenó suavemente.

La mujer ayudó a sentarse al hombre que parecía enfermo, se le veía  marchito, ajado, con la piel apergaminada, su mirada tenía un aire de desvalidez que a Berta la enterneció, con atención vio el diligente qué hacer de la mujer, al parecer su esposa, empujando el cuerpo del marido, encogiéndole las piernas, enderezándole la espalda y acomodando su cabeza de forma que no chocara contra el cristal de la ventana, luego se sentó ella y con el crujir del cuero al recibir su cuerpo, Berta sintió un olor que le recordaba a Grecia, en su mente se dibujó la imagen de un mar profundamente azul, bordeando una pequeña porción de tierra sembrada de ruinas blancas, como los huesos de la humanidad. A eso olía aquella mujer. Manos expertas y sabias imbuidas de vida, cálidos puentes de un mundo a punto de derribar los diques, cansados ya de resguardar un aliento resignado, abandonado y hostil.

-       ¿Adónde la llevo señora? – Preguntó Berta -.

-       Usted siga que ya le indico.

Berta aceleró con cuidado. El “chevito” respondió como un todo terreno y empezó a deslizarse sobre el asfalto de la quince en dirección norte. Vehículo y conductora formaban un armónico equipo donde cada uno de los procesos viales se cumplía armónicamente; por la ventana desfilaban todos los elementos que componían el atrezzo de una ciudad iluminada con la melancolía de un atardecer gris, lentamente devoraban almacenes, edificios, casas, postes eléctricos, peatones presurosos, de vez en cuando el alboroto de los autobuses escolares rompía el silencio de la escena como un rayo fugaz en la inmensidad.

Por la próxima a la derecha – le indicó la mujer a Berta -.

          Ahora el tránsito era menos fluido, los vehículos formaban una especie de lenta procesión lastimera por toda la calzada. La mujer abstraída miraba a través de la ventana el lento circular del tráfico mientras mecánicamente acariciaba la mano de su marido; éste como si no fuera con él se dejaba hacer. Berta, de vez en cuando los miraba por el retrovisor y la piel se le erizaba cuando contemplaba los ojos fríos del hombre, la mirada resignada y el rictus triste de sus labios. Sí, Berta se sentía incómoda con estos pasajeros, no eran como todo el mundo, un pasajero se sube y dicta la dirección, el chofer la sabe o la pregunta y se encamina, a veces se habla del tiempo, de fútbol, de política, de la novela, pero todo brota armoniosamente, incluso hasta el silencio llegó a ser grato muchas veces en su larga vida de taxista, con éstos en cambio todo era incómodo, fuera de lugar, por eso, y para tratar de suavizar el clima gélido dentro del auto, Berta encendió la radio y la triste melodía de un bolero empezó a invadir el espacio mientras, susurraba a sus oídos: “...seré en tu vida lo mejor de la neblina del ayer cuando me llegues a olvidar...”. Los ojos de Berta se encontraron con los de la mujer en el espejo del retrovisor; los ojos se sorprendieron, se reconocieron en ese verso y las bocas entonaron simultáneamente: “... como es mejor el verso aquel...”, el auto se detuvo, unos jóvenes en otro vehículo se colocaron a su lado y miraron con curiosidad dentro del taxi, Berta subió el volumen: “... que no podemos recordar...”. Los autos empezaron a moverse, el pie derecho de Berta cumplió su cometido y en un segundo los chicos desaparecieron, ahora se detuvo frente a una mujer sola en su vehículo, se miraron, la mujer le hizo una seña a Berta de desesperación por el tráfico; Berta asintió y le hizo un gesto de resignación, otra vez el acelerador y de nuevo la canción: “... seré en tu vida lo mejor...”, miró Berta por el retrovisor, la mujer contestó con los ojos y con su voz:

“... de la neblina del ayer, cuando me llegues a olvidar...”. El tráfico en ese momento se hizo más rápido y Berta prestó atención al vehículo abandonando a la mujer que con lágrimas en los ojos susurraba: “... como es mejor el verso aquél que no podemos recordar...”.

En ese momento el tráfico se deslizaba como por un tobogán: a la derecha las montañas, a la izquierda una hilera de casitas estilo años cincuenta, los árboles pasaban veloces ante la mirada húmeda de la mujer y la indiferencia del hombre a su lado.

    -       En la cincuenta y dos bajamos a la trece por favor – dijo de prontola mujer con un tono extraño en la voz -.

Berta la miró por el retrovisor pero ella volvió al paisaje y a la monótona acción de acariciar la mano del marido. Berta aceleró y se empezó a sentir un poco mejor, ya estaban cerca de la dirección indicada, ese par se bajarían y ella podría irse a su casa, darse una buena ducha y a lo mejor llamar a alguna amiga e irse de juerga; sí eso sería lo que haría, una buena discoteca, salsita para contentar el cuerpo y unos aguardiénticos para pasar el mal rato que éstos dos le...

     - Por aquí puede dejarnos – indicó la mujer mientras buscaba en su cartera el monedero -.

Berta empezó a frenar  – ¿Por aquí le parece bien? – Preguntó a la mujer.

    -       Ay, me va tener que perdonar, pero no llevo suelto, tendré que buscar un cajero automático – dijo la mujer –

    -        Mierda – pensó Berta, pero la miró resignada – y en voz alta añadió: lo mejor va a ser que me parquee un poquito más adelante. Ah, allí hay un cajero, vaya que la espero.

La mujer la miró con pánico, los labios le temblaban y se quedó como paralizada, Berta al verla tampoco supo que hacer por unos instantes, pero reaccionando casi le ordenó que se bajara, que no tenía todo el día para esperarla.

La mujer se bajó, la miró un par de veces hasta quedar de frente al cajero, introdujo la tarjeta e hizo el ademán de teclear la clave; esperó unos instantes y la máquina le devolvió la tarjeta. Volvió donde Berta, le explicó el inconveniente y presurosa se dirigió a la esquina, miró un par de veces hacía el taxi y desapareció.

Las montañas empezaron a perder su contorno, el cielo parecía dispuesto a ofrecer el mejor de sus espectáculos, las nubes se apartaron un poco dejando que el sol agonizara dignamente, que tiñera de naranja la incipiente noche mientras al lado de Berta las luces se encendían y la ciudad se preparaba para el descanso. Berta miró al hombre sentado y silencioso tras ella, a él la noche también le había llegado, en sus mejillas se aparecían y desaparecían las luces de la ciudad temblando en una lágrima que no se decidía a abandonar sus fríos ojos. Y la mujer no aparecía.

 

 

          Una luz en la ventana del cuarto de la izquierda logró sacar a Berta de sus recuerdos, una silueta femenina recortada sobre la cortina iba y venía como buscando algo, entonces supo que tenía que hacerlo, supo que debía caminar, que no debía pensar en nada, simplemente subir la escalinata del andén, abrir el portal, tomar el ascensor... - ¡Dios mío! – estoy empapada, pensó Berta.

Efectivamente, las botas de sus pantalones estaban húmedas hasta las rodillas, la tela era más oscura que en la parte superior, el cuero de sus botas había perdido el lustre, la camisa estaba arrugada y el pelo erizado como si hubiese metido los dedos en un enchufe. Se miró en el cristal del portal y no se gustó, tal vez debería irse, tal vez debería dejar para otro día lo que... no, tenía que hacerlo, era ahora o nunca.

 

          La luz en la ventana de la izquierda recortó la silueta de una mujer sobre la cortina ondeante, una mujer que cantaba en voz alta desentonando con todas sus ganas, una garganta que se expandía como si estrenara músculos, unas manos que se alzaban siguiendo un ritmo espontáneo, unos pies desnudos, ligeros y danzantes dibujaban sobre la alfombra las huellas de una Tina Turner en concierto en el Madison Square Garden. Porque a ella le hubiera gustado ser como Tina Turner, en su juventud soñaba con ser una famosa cantante de rock, imaginaba los conciertos, las silbatinas de la gente, ese océano de ojitos titilantes bailando al ritmo de su música, y ella vomitando todas sus ganas sobre el público, entregándose a esos miles de amantes simultáneos, enloqueciendo con ellos y con el ritmo, estallando en la noche, reventando el corazón, arrancando estrellas; pero había conocido a Diego.

La mujer se detuvo un momento en su danza, estiró los brazos, fijó los ojos en la punta de sus dedos, en esos dedos que desde muy pequeña, pensó, que estaban destinados a coger las estrellas y se vio con treinta años menos guardando sus sueños en un cajón para que no estorbaran los sueños del marido. Sin embargo no podía alegar nada en su favor, la culpa fue enteramente suya, la culpa era de ese carácter blandengue que se iba escudando en pretextos para no arriesgar, para no mostrarse, para no definirse... la mujer sonrió mirándose al espejo y retadoramente le reprochó a su imagen: “¿por qué la fuerza nos llega cuando no la necesitamos?”- sonó el timbre -. ¿Quién podrá ser a estas horas?.

La mujer continuó mirándose al espejo y se alzó de hombros “que se vayan. ¡No quiero ver a nadie!”. Debe ser la vecina pensó, a lo mejor necesita... - otra vez el timbre -. No, no voy a abrir. - de nuevo el timbre, esta vez con mayor fuerza -. Tendré que hacerlo, lo mejor va a ser que le abra y la despida prontito, le diré que estoy agotada, que he tenido un día pésimo y necesito descansar porque mañana... ¿ah, qué carajo?, ¿Por qué tengo que dar explicaciones? Hace noventa días que soy libre, LIBRE por fin y para siempre. Abriré la puerta y la despediré pronto, le haré el favor que quiere y listo. Tampoco debe una enemistarse con los vecinos.

Se encaminó a la puerta y abrió con cierta brusquedad.

 

Berta temblaba convulsivamente, su cuerpo parecía atacado por millones de hormigas carnívoras, sin embargo, al abrirse la puerta empujó a Diego hacía dentro y huyendo escaleras abajo le gritó a la mujer: “Ahí se lo devuelvo”.

Por: Gladys