Ante la
inmensa conmoción que para el país ha traído el hallazgo de la verdad, no
podría este humilde servidor conformarse con la simple noticia, mucho menos si
se advierte el objeto de esta profesión, que pareciera convertirnos en sus
persecutores. Era, pues, nuestra ineludible tarea enfrentarnos a la reveladora
noticia. Así, un equipo
de reporteros y yo decidimos emprender la marcha hacia Jerusalem, en busca del
“heroico” descubridor. José de Arimatea era quien, en ese entonces, merecía
tanta atención y no podía atribuírsele menos, siendo poseedor de tan preciado
tesoro. Esperaba
encontrarme con el más suntuoso relato y transportarme, con él, por los más
alucinantes lugares; allí donde el día y la noche, simultáneamente, aparecieran,
abrigando los besos y caricias que el sol le brindase a la luna.
Premonitoriamente, vislumbraba diversidad, amplitud, un mundo lleno de
contrariedades, pero igualmente equilibrado, donde el sí y el no se tomasen de
la mano y la divergencia adquiriese visos de complementariedad. La decepción
fue crasa, pues el hallazgo, muy lejos de lo que prometía, resultó ser
aterrador. Jamás esperé encontrarme con un discurso más retardatario,
totalitarista y reduccionista como el ofrecido por José de Arimatea. Sus
punzantes aseveraciones hacían de la verdad el más estrecho y excluyente camino
que, según él mismo, no recibiría a más que unos cuantos “privilegiados”,
condenando a los más crueles padecimientos a quienes no alcanzasen la
mencionada “fortuna”. Sus palabras fueron humillantes, completamente
desgarradoras y, debo decirlo, desde todo punto de vista, desdeñables. Era
sorprendente cómo este hombre encontraba glorioso su descubrimiento, aún cuando
retratase sus represivos alcances. Osó señalar a la humanidad entera como
pecaminosa y, por tanto, merecedora de los más dolorosos castigos, con un
convencimiento tal que ni el cinismo hubiese podido yo atribuirle; -esa es la
verdad- puntualizaba José de Arimatea, ante cada una de sus escalofriantes
afirmaciones, en tanto que yo no abandonaba mi estado de estupefacción. Aunque lo
pareciesen, ya lo había dicho, no podía calificar de cínicas las palabras de
aquel hombre, pues me parecía un poco presuroso. Pensé que había algo más de
fondo y que mi tarea era hacer una investigación un poco más exhaustiva, ya no
inspirado en la noticia sino interesado en conocer el origen de sus matices.
Fue así como averigüé el pasado del aparente predicador y encontré que él, como
yo, había dedicado gran parte de su vida
a la búsqueda de la verdad. Descubrí que el noble Jesús, recientemente
condenado por algunos judíos, fue quien más influyó en lo que éste aseguraba
era el hallazgo de la verdad, y había sido su enseñanza a la que José concedía
el inconmensurable rótulo. Al final, comprendí
que la visión altruista del nazareno Jesús había sido tergiversada por
numerosos patricios que, en su afán por acrecentar su poder, recurrieron a su
discurso, reconstruyéndolo a su acomodo. Vislumbraron su poder disuasivo y fue
entonces cuando acudieron a José de Arimatea, el más conocido persecutor de la
verdad del que se tuviera noticia en Jerusalem, así como el más convencido de
los seguidores de Jesús. ¿Qué podría ser más grandioso para un ferviente
admirador de Jesús y que anhelaba la verdad, sino encontrar en sus palabras una
única “verdad”? Por supuesto, fue a la voz de esta concepción, estratégicamente
expuesta por tales patricios, la que llevó a José de Arimatea a autoconcederse
el mentado descubrimiento. Difícilmente
superables los logros obtenidos al culminar este relato, pues de él obtuve una
importante enseñanza que, me parece, podría ser útil también para los lectores.
Lo que pude concluir de la rica historia es que mi tarea y la de mis colegas no
es internarse en la búsqueda de la verdad sino ofrecer las diferentes
perspectivas que de los hechos puedan surgir, sin causar ni respaldar riña
alguna, respecto de la misma. Lo único aseverable aquí es que la verdad sigue
siendo una quimera y que si esta respaldase la exclusión y los totalitarismos,
no sería digna de ser alcanzada sino atacada. ¿Cómo calficar entonces el
descubrimiento expresado a través de estas línes? ¡Júzguenlo ustedes!
Por Pilatos
(Giovanni González Arango
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