Si las historietas no nos
engañan (pienso en Condorito y el pato Donald) los tíos son más importantes que
los padres. Fue por su tía Olivia que el desagradable Cocoliso conoció al
agradable Popeye y su pipa llena de hierba mágica y (esto ya no tiene que ver con historietas)
fue una tía la que le dio a Kurt Cobain los primeros discos de los Beatles y.
Yo me crié con mi madre, pero a la hora de pensar en un personaje de mi familia, pensaría de inmediato en mi tío Hernando.
Vivía la calle 24 abajo de la Caracas en un apartamento
que ocupaba la mitad del sexto y último piso de un edificio en su mayor parte
abandonado. Mi familia lo llamaba “El palomar” y no tenía timbre ni línea
telefónica porque mi tío Hernando había anunciado desde mediados de los 80 que
no tendría teléfono hasta que a Colombia llegaran los teléfonos “unicelulares”,
lo que terminó siendo cierto. La única manera de que mi tío supiera que le
había llegado visita era gritándole desde la calle. Él siempre se asomaba sin camisa justo cuando
el visitante estaba a punto de irse. A veces botaba las llaves, a veces
simplemente decía “No hay nadie”; entonces no había forma de convencerlo de
que abriera la puerta.
En mi familia decían que mi
tío había viajado hasta Perú en autostop y comenzado varias carreras
universitarias. Sus fotos de los setenta lo mostraban de afro y botacampana
como todos. Fue el primero en emigrar de la casa, estuvo afiliado a varias
sociedades místicas comunistas y se casó sin avisar ni invitar a nadie. En los
ochenta, cuando lo visitábamos en El Palomar, sólo conservaba el afro
parcialmente. Los botacampana los había remplazado por ropa que, a petición de
mi abuela le donaban mis tíos. Él aceptaba con gusto con una razón
contundente : Es más fácil recibir ropa que ponerse a escogerla.
Su hija y su esposa vivían
con él en El Palomar. Ella trabajaba en Telecom, él nunca tuvo oficio
remunerado. Salía todas las mañanas a caminar por el centro, por Chapinero o
por la Plaza de
Paloquemao que le quedaba cerca. Llevaba una mochila y en la mochila, pepinos.
Si le daba hambre sacaba un pepino y se lo comía. Sin partirlo, sin echarle
nada, sin dejar de caminar.
De hecho se comía poco en El
Palomar. Mi tío Hernando y su esposa siempre ofrecían galletas de soda untadas
con paté y no importaba qué tanto tiempo tuviera uno para buscar, nunca hallaba
nada diferente a paté y galletas de soda compradas al por mayor. En cambio,
encontraba bolsas plásticas llenas de cascaras de huevo, plátanos olvidados a
su suerte y un cuarto completamente lleno con cajas de pollo asado de la Surtidora de Aves
original de la Calle
22.
Quizás en mi familia se
recuerde sobre todo el detalle de las cajas de pollo, en particular porque,
como ha quedado dicho, a mi tío nunca se lo vio comiendo algo diferente a
pepinos, galletas y paté; yo en cambio
recuerdo que mi tío hablaba por horas, conocía las últimas noticias y era capaz
de relacionarlas con cualquier suceso de la historia colombiana y universal de
los últimos dos siglos, escuchaba a Los Visconti y, claro, a Leonardo Favio,
cantautor argentino (esa es la debilidad familiar) y aunque en su casa no había
libros sino revistas de Vanidades, había leído todo lo que yo no voy a alcanzar
a leer en la vida. Recuerdo que en El Palomar todos los muebles eran de mimbre,
que tuvieron reproductor de discos compactos antes que nosotros y que su hijita
era la envidia de mi hermana porque tenía toda la colección de la Barbie.
Y, claro, me acuerdo del
aguardiente que complementaba la dieta de mi tío Hernando y su esposa. Me
acuerdo de la botella que mi tío Hernando metió camuflada en su mochila a mi
cena de primera comunión y que obligó por parte del restaurante a cobro de
descorche y por parte de la familia a amonestación general con amenaza de
cambios en la repartición de eventuales herencias. Recuerdo el aguardiente de
mi tío Hernando que en cierta forma lo explica y que a nadie más, nunca, he
visto tomar con clase.
Porque llegarían los días en
los que uno se da cuenta que es posible tomar con gente diferente a los tíos y
entonces la familia se vuelve aburrida y por años sería imposible admirar a
alguien del clan.
Con el tiempo, mi tío
Hernando dejó El Palomar, su esposa se jubiló y su hija se casó y vive en
Tokio. Ella sí avisó y la ceremonia fue sencilla. El esposo no es japonés, es
colombiano pero trabaja en Tokio. En la fiesta sirvieron aguardiente y hubo
baile con organetista en vivo. Mi prima de vez en cuando les manda postales, en
todas sale el monte Fuji.
Ahora mi tío y su esposa,
escuchan a Los Visconti y comen paté con galletas de soda en una casa de
niveles en los cerros. Si uno abre un cajón puede encontrar o una cajetilla de
cigarros llena de ceniza o una botella con agua depositada ahí en caso de una
emergencia nuclear, pero por más que busque entre todas las habitaciones de la
casa (y eventualmente dé con una cabeza de pescado abandonada por meses en una
olla) no encontrará la colección de cajas de pollo.
Fui a visitarlo una vez, ya
tiene muchas canas y eso es lo que queda de su afro, pero todavía habla de
todo. Me dijo que en la casa de enfrente vivía Don Chinche. Me asomé muchas
veces y no lo vi por ningún lado.
Por: Ricardo Abdahllah