
Yo apenas era
un escuincle que, desde muy tempranito, empezaba a sentir todas las pinches
cabronadas de la vida. Corría el año de 1968 y todos los chavos empezaban a
gustar del rock and roll, la canción social, el hippismo y el marxismo. El
ambiente en el DF no era tan chido por esos días, sobre todo, entre los
estudiantes, que marchaban en contra del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, un
güey de los más conservadores del PRI.
Mediaba
septiembre. Yo vivía en el departamento de mi tía y me causaba reteharta
curiosidad lo que hacían y decían mis primos, cuando se reunían con su reguero
de cuates barbudos y de cabello largo. Me parecían muy padres todas sus
discusiones sobre las formas de lucha, la movilización, la conciencia de clase
y muchos otros temas que, luego luego, me hicieron unirme a ellos.
Recuerdo que
mi tía le rezaba todas las noches a la Virgencita de Guadalupe haber si mis
primos “enderezaban el camino” y dejaban esas ideas “infernales” del comunismo.
A mí me parecía que eso que ella llamaba infernal era lo más cristiano que en
toda la pinche vida había escuchado, pero no decía nada por no encabronar a
nadie, pues si se lo decía a mi tía me castigaría por “hereje” y si se lo decía
a mis primos me dirían que estaba alienado por conductas “proburguesas” que
jodían nuestros intereses de clase.
Llevaba muy
poco asistiendo a las reuniones que mis primos y sus cuates realizaban cuando
salió lo de la marcha. Sería mi primera incursión como activista y estaba
reteemocionado. Tuve un pedo muy fuerte con mi tía, para que me dejara ir, pero
al fin me fui con ellos. No iban tantos chavos como yo imaginé, pero parece que
estábamos los que debíamos estar. Me cae que estaba retenervioso por los
pinches azules, que apenas nos veían cómo andábamos y, luego luego, se fueron
encima de nosotros y pusieron como camote a más de un güerito. Tanto fue así
que a uno de nosotros lo mandaron al hospital; esos cabrones le rompieron la
madre a nuestro cuate, hasta que lo chingaron. Nuestro cuate, más bien, el
cuate de mis primos, no aguantó la refreguera
y se nos murió.
Las cosas se
iban poniendo más feas con el pasar de los días, mientras yo me iba apasionando
más por todo lo que mis primos y sus cuates, que ya eran los míos también,
hacían. Ellos pensaban que yo me les iba chiviar por lo de la marcha y el
muertito que nos dejaron esos pinches pelados. Pero nada, yo no me iba rajar,
al contrario, estaba más interesado que nunca en seguir con ellos. Todos vieron
que yo no era ningún rajón y fueron tan buena honda conmigo que me invitaron a
participar de la marcha en La plaza de las tres culturas, en Tlatelolco.
Cuando llegamos
todo se sentía muy padre. Había un reguerotote de chavos con pancartas en
contra de Díaz, de los pinches gringos y de las olimpiadas. Entonábamos
canciones al Che, a ocho días de que cumpliera el año muerto, escribíamos
grafittis en las peredes, repartíamos panfletos y, en fin, demostrábamos, como
nos era posible, toda nuestra bronca. La neta que me sentía muy chido ese día.
Por supuesto
que esperábamos la respuesta de nuestros carnales, los azules, pero nunca nos
imaginamos que iban a reaccionar de la manera como lo hicieron. Estos cabrones
se aparecieron en la plaza como hijos de su chinga madre, con sus tanques,
camiones y todo su mugre aparataje, para reventarnos a tiros. Así, de un
momento a otro, se armó la bronca; todos corríamos despavoridos para salvar el
pellejo, huyéndole a sus pendejas balas, sus gases, sus granadas. Todo el
centro del DF era una campo de batalla; ráfagas, explosiones, llantos, gemidos,
sangre, muerte, drama y terror. Todo era caos.
Corríamos y
corríamos sin un rumbo fijo, buscando un refugio y sin saber dónde hallarlo;
parecía que todos viniéramos de afuera y que no conociéramos la ciudad; todo
era producto de la angustia, del drama, pues no se sabía a qué hora te iban a
partir de un balazo. Como los demás, me sentía desorientado y no se me ocurría
adónde cuernos resguardarme del condenado ataque. Al fin, vi que unos chavos
empezaron a entrar a un edifico y hacia allí me dirigí, tan velozmente como
pude. De pronto, sentí como un fogonazo, algo que me atravesó todo el cuerpo,
quemándome las entrañas. Caí al suelo, sin poder moverme ni decir una pinche
palabrota.
Como que me
desmayé o algo parecido, porque, después de eso, recuerdo que estaba en un
departamento con todos los vidrios quebrados, donde decenas de chavos se escondían
de las ráfagas de metralla.
No sé cuánto
tiempo pasó desde ese momento, pero el caso es que lo siguiente de lo que
recuerdo es que estaba tirado en una camilla como de hospital, donde unas
enfermeras muy chulas me estaban atendiendo. Al principio estaba reteadolorido,
pero, poco a poco, me fui componiendo hasta que casi casi estaba recuperado. Lo
único malo era que no sentía las pendejas piernas y no las podía mover. Yo,
viendo que pasaban los días y yo nada que caminaba, me encabroné y le dije al doc
que por qué me estaba pasando eso. Entonces, este güey me dijo que yo no
volvería a caminar nunca más. Ahí me entró la chillona, parecía una escuincla
babosa a la que le quitaron su muñeca. Era como si, de repente, se me hubiera
acabado la vida.
Retegacho
recordar qué mala honda fue todo eso, pero más gacho todavía soportar este
encierro al que me han condenado estos pelados militares ¡hijos de su puerca
madre!. Tenía 15 años cuando lo de Tlatelolco, cuando imaginé, como muchos de
mis cuates, que el DF sería como La Habana y que toda América Latina se
contagiaría con los mensajes buena honda de Sandino, Farabundo Martí y el Che
Guevara. Qué tiempos chidos los que auguraba en esa época.
Hoy, a mis 40
años de edad, no sólo no pude hacer nada para que la sociedad justa por la que
empezaba a luchar fuera una realidad, tampoco pude ser culpable de que eso no
hubiera sucedido; no puedo sentirme fracasado ni aliviado de que esos
propósitos no se hubieran cumplido y no pude hacer parte de ninguno de los
procesos que lo impidieron. Todo fue un imposible y todo fue negado para mí,
porque, desde que esa bala atravesó mi espina dorsal, mi vida y mi mundo fueron
una realidad paralela a la que han vivido todos ustedes.
Me despido,
desde no sé qué lugar de la tierra, rogando para que estos pinches militarse no
me cachen y pueda compartirles mi amargo, pero padre relato. Por Giovanni
González Arango
|