
Nunca me siento tan
destrozada como entre dos picos de borrachera; sí, eso debe ser lo peor, aquel
momento en que se experimenta al mismo tiempo la completa conciencia
remordimiento completo. Ahí es donde puede llegar el sueño, el vomito o un nuevo trago. El nuevo trago es lo mejor,
porque el sueño suele venir envuelto en visiones que deliciosamente analizaría
si las pudiera simplemente ver sin estar dentro de ellas, pero que son vívidas
y reales y es imposible pensarlas. Sólo se puede sufrirlas. El vomito era un
alivio en otros tiempos, cuando representaba la liviandad y la detención de los
giros del mundo, pero ahora duele como si no sólo el contenido del estómago
saliera por la boca sino también el estómago se saliera. Además el mundo ya no
gira nunca y ya no siento mareos, sólo ese temblor terrible que incluso la
primera vez me pareció gracioso “Mira, estoy llegando al delirium tremens” le dije a mi prima, la que vive conmigo, o más bien la que me da posada. A ella no le
hizo gracia. “Zelanda”, me dijo “el trago te va a acabar de joder. Vas a
terminar como Harold”. Dicen que Harold
está llevado, que está viviendo en la
Calle del Muro que es la peor calle de Santa Marta y que para
fumar enciende las colillas que encuentra en la calle. Yo no lo he visto. Incluso a veces he pasado por ahí en taxi, he mirado y no lo
he visto. Pero ya varias personas me han dicho o sea que debe ser medio cierto.
Si Harold está viviendo allá debe también estar metiendo mucho. Tenaz, pero no creo que yo llegué a terminar
en la Calle del
Muro. No creo, sinceramente. Aunque sí he metido, pero
sólo un par de veces. Ni comparación a lo que he tomado. Y coca sólo una vez, la misma noche que
regresé a Santa Marta y pasé por el hotel donde Harold tocaba en otro tiempo.
Esperé a la salida a Carreño, uno de sus compañeros de orquesta, y él se
emocionó de verme. Caminamos por la playa y nos sentamos a tomar cerveza frente
a la Gobernación.
Cuando lo conocí él no metía, pero demostró maestría al
servir un cuartico de tubo, inhalarlo y pasarme otro cuartico. Me preguntó si
yo había metido coca en Estados Unidos (con la pinta de Johnny B., supongo que
Carreño se imaginaba que nos la pasábamos metiendo). Le dije que sí, pero era
mentira porque Johnny B. sólo metía marihuana. Me acerqué la mano a la nariz y
chupé como él había hecho. Se me vino la sangre, pero antes la boca me supo a
mierda y se me secó la lengua. Sólo entonces, sin que yo preguntara, me habló
de Harold. Dijo que había salido de pelea con todos y ya no tocaba con ellos.
Que la gringa que se había traído a vivir lo había dejado al mes. Que estaba
jodido. Que vivía en la calle.
Lo de la calle era nuevo
para mí, pero que ya no tocaba con ellos ya lo había notado. Cuando llegué esa
noche al hotel, la orquesta estaba tocando y, aunque la mayoría de los músicos eran los mismos que
dos años atrás, no tuve ni que buscar a Harold para darme cuenta que no estaba.
Él siempre destacaba. Era el más alto de todos y no sólo eso, tenía porte. El
tipo que ocupaba su puesto también era alto pero flacuchento y encorvado. Toda
la orquesta se veía miserable sin él. Ningún empresario que pasara por ahí
volvería a llevarlos a una gira por los Estados Unidos. Aunque para qué gira si uno
regresa en las mismas. Así sea tarde
como yo, pero regresa en las mismas. Y sí uno se demora peor, porque, a pesar
de la cara de alegría que iba haciendo el día que me por fin me largué, salir
de Fayetteville no fue fácil. Ni siquiera a los latinos del pueblo les caía
bien y si tuve que vender las dos guitarras que Johnny había dejado en la casa
fue porque ni siquiera ellos me ayudaron para el pasaje de regreso. Le pedí
dinero a todo mundo, al fin y al cabo no pensaba a volver. Incluso al tipo que
me vendía el trago y a una rumana que de vez en cuando tomaba conmigo. Ella era
amable, tal vez era la única persona que, no sólo prestado, me hubiera regalado
el dinero; pero había perdido su trabajo dos semanas antes y no podía
disponer de sus ahorros. Sólo a ella, en la misma semana en que perdió su
trabajo, le conté que mi intención era largarme. Sólo a ella, si me hubiera
prestado el dinero, me habría importado pagárselo. Éramos buenas amigas;
llevaba años viviendo en Fayetteville y tenía dos hijos. Su esposo había muerto
cuando tuvo la brillante idea de viajar a Rumania para ayudar a las guerrillas.
No combatió ni un sólo día, murió en el camino en un accidente de tren y el
gobierno de Ceausescu cayó sin su ayuda. Desde entonces tomaba y era la ebria
del pueblo, hasta que yo llegué y empecé a tomar con ella. Sola
también, pero muchas veces con ella. Se llamaba Helena o Elena y creo que para
ella yo era Zelanda o Selanda o tal vez Celanda. Tomaba lo que fuera. Le iba a
hacer falta pero igual tenía que irme. Tenía que irme porque yo sabía que en una de sus giras Johnny B. no
iba a volver y si él no volvía yo no
podría seguir soportando Fayetteville. Yo sabía cómo eran esas giras, yo
sabía que aunque había perdido casi todos los dientes de enfrente en
peleas y se le veían los huecos, él era capaz de sacar una sonrisa a labio
puro. Estaba de gira en el norte de California y luego iría a San Francisco. El
día que se fue dijo que buscaría trabajo en Frisco y volvería por mí. Pero lo
mismo había dicho cuando estuvo en Baton Rouge y en Kentucky y cuando duró dos
meses tocando con su banda en cuanto café los dejara tocar en Nueva York. Fue durante esa gira cuando
por primera vez compré una botella y me la tomé sola. “En Fayetteville, Georgia
perdí a Harold, en Fayetteville conocí a Johnny y en Fayetteville me voy a
volver alcohólica” pensé y aunque era un chiste tenía razón. En Fayetteville
cualquiera se vuelve alcohólico. En medio de la quietud calurosa de un mediodía
que dura todo el día no hay otro camino. En ese largo mediodía el aire asfixia
como si uno todo el tiempo respirara frente a una hoguera. Y si uno está solo
pues bebe. “Voy a terminar como la rusa esa” pensé, también en chiste, mientras
servía la primera copa. Y no era rusa sino rumana, pero en el fondo da lo
mismo. El vino que me tomé era californiano y también da lo mismo. En la única
licorera grande de Fayetteville los vinos estaban organizados por países y
regiones, pero yo escogí ese porque el nombre me recordó una canción. Había
salido de la casa con ganas de tomar vino, quizás porque antes me había tomado
cuatro cervezas. Las cuatro que quedaban del twelve pack que Johnny compró la
noche antes de que se fuera de gira. Esa noche tomamos las otras
ocho y también fumamos un poco. Cuando Johnny estaba en casa todo marchaba
bien. Llevábamos un año juntos y ya hablábamos de hijos, lo que de paso me
serviría para legalizar mi situación y poder trabajar en algo. Johnny sólo
decía que tan pronto tuviera un contrato fijo lo haríamos. Yo le decía que por
supuesto, que iba a llegar el gran día, que esperaba con paciencia. Yo estaba
feliz aunque en la mañana habíamos medio peleado. Se levantó tarde y me habló
emocionado de Nueva York, a donde nunca habíamos ido. También mencionó otra
cantidad de pueblos. “Irónico” le dije casi
regañándolo “Empecé a ser tu amante cuando Harold me dejó tirada en
Fayetteville por irse de gira y ahora tú haces lo mismo. Mala hora en la que me
dio por enamorarme de músicos con talento”. La frase no me salió a la ligera,
llevaba tiempo pensándolo, dándole vueltas. Qué hacía yo atrapada en
Fayetteville, el pueblo más aburrido que conocí en mi vida. Por qué me había
quedado con Johnny B. si Harold era más hermoso, tenía los dientes completos y
no fumaba marihuana (no que a mí no me gustara la marihuana sino que uno crece
con la idea de que una persona que no fuma marihuana es mejor que una que sí).
Pero el que regresó fue Johnny. Me dijo que Harold se devolvía para Colombia
con una gringa, que ya había terminado la gira y que no iba a recogerme. Yo lo sabía, o me lo
suponía. El día en que de entre todos los músicos de todos los grupos invitados
al “Fayetteville World Music Festival”
los organizadores sacaron una orquesta de Jazz Latino. Harold no sabía
qué putas era el Jazz pero se le hacía que podía tocarlo. Johnny B, era el
bajista, ya me lo habían presentado. Era de California y no tenía dientes.
Johnny me miraba a mí y Harold miraba a una de las coristas. Era gringa y
bonita, la única de todos los seleccionados que había estudiado música en la
universidad. Eso lo dijeron el último día del festival, que de todas las
orquestas iban a sacar músicos para hacer una orquesta de jazz latino para una
gira de un mes. Cuando nombraron a Harold yo lo besé, antes estábamos abrazados
con todos los de la orquesta. A Johnny y a la corista ya los habían nombrado. A
ningún otro de la orquesta, ni siquiera a Carreño que era el que más tiempo
llevaba, lo llamaron. Fue un final emocionante
para un festival emocionante. La orquesta de Harold había tocado el día
anterior y ya todos estábamos borrachos. Y lo mismo el día anterior y lo mismo el día anterior y en una de esas
borracheras conocí a Johnny y me pareció buen tipo. Y sí era buen tipo. Lo fue
por un tiempo. Qué iba yo a saber qué camino tomarían las cosas. Era sólo rumba
y nos encantaba Fayetteville. Nos encantó desde el
principio, desde el primer día que llegamos.
A pesar del calor y de que nos dijeron que no llovía nunca y que el
pueblo sólo se sentía vivo durante los cuatro días que duraba el Festival. Esa
primera noche le dije a Harold que me gustaría quedarme a vivir en
Fayetteville. Pero no sé si era en serio,
yo estaba feliz de viajar con él y le hubiera dicho la misma bobada en
cualquier lugar del mundo. No, ni siquiera viajar. Era el hecho de estar con
él, de que me miraran y dijeran que yo
estaba con el tipo más pinta del festival. Era el hecho de que en Santa Marta
decían lo mismo y a pesar de eso la gente nos quería. Tanto que el gerente del
hotel no dudó en regalarme uno de los cuatro cupos que sobraron cuando a toda
la orquesta le salió viaje a un festival en Estados Unidos. La razón era clara,
uno de los promotores del festival había pasado una temporada en Santa Marta y
se había enamorado de la orquesta. Ahora los invitaba a Fayetteville. Nadie, ni
siquiera el gerente, sabía dónde quedaba Fayetteville, tocó buscar en unos
libros. El gerente dijo que quedaba en Georgia. Nadie sabía dónde quedaba
Georgia. El gerente llamó a una agencia de viajes y luego a otra y luego a otra
hasta que le dijeron que quedaba cerca de Miami. Pues no tan cerca, pero más o
menos. El viaje de toda la orquesta debía costar mucho dinero, pero el Festival
lo pagaba todo. Hasta los acompañantes. Harold se había enterado
desde antes y me había dicho que me tenía una sorpresa. El gerente del hotel
habló con él antes de anunciárselo al resto. Y eso que Carreño era el más
veterano. Pero Harold era el fundamental. Los de los cupos extras estaba
arreglado. Harold y yo llevábamos un año saliendo y dos meses viviendo juntos
y como yo no estaba trabajando siempre
iba a verlo a los ensayos. Siempre desde
el día en que le dije a mi prima que me iba porque Harold me había invitado a
vivir con él. Mi prima estaba un poco ebria cuando se lo dije pero me felicitó.
Ella se embriaga con dos cervezas, pero se tomó una tercera conmigo. Le conté
todo con detalles. Le conté que me dijo que si me quería ir a vivir y yo le
dije que sí. Así de simple porque los momentos cumbres son momentos simples.
Antes de que me lo dijera habíamos tomado champaña y me sentí un poco mareada.
En esos días me mareaba un poco con el trago, pero su propuesta me quitó el
mareo. Pero lo veía venir, lo veía venir desde la primera noche que pasamos
juntos. Antes de que me desnudara le dije a Harold que nunca íbamos a
abandonarnos, que íbamos a estar juntos toda la vida. Yo sólo confirmaba lo que
él había dicho cuando entramos al cuarto alumbrado con una lámpara de kerosene
en el hotelucho cerca a la playa. “Nunca te voy a abandonar” dijo “Siempre
vamos a estar juntos”. Y yo le
creí. No estoy segura pero creo que le creí. Creo que le creí porque había
estado esperando que dijera esas palabras desde la primera vez que hablamos. O
tal vez desde antes, desde la noche de mi baile de despedida del colegio,
cuando al terminar una canción me quedé mirando a los ojos al músico más hermoso
de la orquesta.
Por: Ricardo Abdahllah
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