
Voy por la calle en que nací, rodeando la catedral. Es de
noche, ya se prendieron las luces y un viento de lluvia silba y sacude las
copas de los árboles. Cuando llego al frente de la iglesia, me encuentro con
una escena horrible: cientos de palomas colipavas blancas tapizan la vereda,
ensangrentadas y agonizantes. Quisiera ayudarlas, pero son demasiadas y no sé
qué hacer. Cruzo la calle y me encuentro en la plaza; hay una ronda de gente
sentada en el piso, están escuchando a un hombre que lleva una túnica y se
parece un poco a Jesús. El hombre me
hace señas para que me acerque, y me siento con ellos. Dice que las cosas
pueden verse bien por fuera, pero estar podridas por dentro, me recuerda los
sermones de mi escuela. Mientras habla, toma una sandía lustrosa, y la parte al
medio con un machete. Apenas la fruta se abre, miles de hormigas gigantes
brotan de su interior, parecen multiplicarse a medida que van saliendo, y se
diseminan por toda la plaza. Cruzan la calle en hordas, atacan a las palomas
moribundas y se las comen. Entonces lo sé: es el fin, el Apocalipsis. Me
refugio en la catedral aunque, por dentro, es la capilla de mi escuela. Están
dando una misa, y me quedo quieta en un banco sin hacer ruido. Me siento a
salvo, hasta que un hombre de la primera fila se levanta de golpe, toma un
candelabro y le parte la cabeza a una anciana con violencia animal. En cuestión
de segundos, la gente se divide en dos bandos: los locos y los cuerdos, y se
trenzan en una batalla feroz. Se desata un caos, vuelan cosas por todas partes,
muchos caen entre los bancos, fulminados. Sé que esto está pasando en todo el
planeta. Yo estoy con los cuerdos, y peleo por mi vida. Recurro a mis viejas
clases de taekwondo, y también uso un candelabro. Pero mi grupo va menguando
rápidamente, al tiempo que el bando enemigo crece: los cuerdos se transforman
en psicópatas asesinos y se pasan al otro lado. Nos rodean, el ataque es
despiadado. No podremos resistir mucho, sé que es una lucha estéril, pero no me
resigno y sigo peleando. Ya casi todos los míos se pasaron al otro bando, o
están muertos. Siento mi propia muerte inminente. Duele, duele mucho dejar la
vida, la pena me desgarra. Lucho con todas mis fuerzas, aunque es sólo por
furia, por impotencia, no puedo ganar,
me quedé sola. Sólo mi madre está a mi lado, muy joven y vestida con la ropa
que usaba cuando yo era niña. No pelea, sólo llora. Nunca antes se lo dije,
pero me sale del alma: “Te quiero mucho, mamita”. Es lo último que digo.
Por: Nofret
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