12 de Agosto, 2007, 14:17: GladysGeneral

 


Termino este juego y me marcho, pensaba excitado Juan, pero el juego se le resistía, perdía una y otra vez, pero no quería abandonar como un perdedor. Obstinadamente su mano derecha volvía a pedir cartas y de nuevo perdía las opciones de colocarlas en el orden establecido por él mismo para ganar.
    El juego de carta blanca del ordenador suele ser sádico con los adictos, la imagen de las cartas sobre el tapete verde de la pantalla hacen sentir casi la suavidad del terciopelo de una mesa de juego, y en el ir y venir de las cartas se le van yendo las horas a Juan como si de agua sucia por un sifón se tratara.
    Tiene mucho tiempo, eso es lo que le sobra, los familiares cercanos están trabajando más horas de las que debieran, simplemente porque a ellos les gusta, se dice Juan sin ningún remordimiento. Los pocos amigos que tiene, también son gente inquieta que le gusta hacer cosas, como pintar, escribir o rodar pequeños cortometrajes institucionales o para publicidad. Alguna vez y más por insistencia de ellos que por voluntad de Juan le han pedido que haga pequeños papeles de extra, que, desde luego lleva a cabo perfectamente bien, pero que le roban tiempo a su pasatiempo preferido, la carta blanca.
    Una vez terminados los ensayos o las grabaciones corre literalmente hasta su casa y enciende el ordenador.
    No hay internet que se le compare a la emoción de ver desplegadas las cartas sobre la pantalla verde.
    Ese juego de rojas y negras es lo único que disuelve su existencia de la realidad, quien le lima las asperezas de su vida rutinaria y que lo hace feliz, hay que confesarlo de una vez por todas.
    Es un juego menos aburrido que el solitario, pero, al igual que este, tiene que hacerlo solo. Ya una vez lo intentó, eso de jugar en red pero tuvo que dejarlo, no soportaba la torpeza de sus compañeros.
    Vuelve el ordenador a preguntarle si desea barajar.
    Da un golpe suave al ratón y en un segundo se le ofrece de nuevo un abanico maravilloso de figuras.
    Este aquí, el nueve negro sobre el diez rojo...Dios mío, que más puedo hacer, se preguntaba Juan al darse cuenta de que estaba a punto de perder la partida otra vez.
    Ha oscurecido y Juan no se ha dado cuenta, lleva veintidos horas en el ordenador y su cuerpo parece haberlo abandonado; no tiene hambre, ni sed, ni siquiera le apetece fumar... eso sería un buen argumento para luchar contra el tabaco, alcanzó a pensar en una décima de segundo, mientras descubría un ocho rojo camuflado y que estuvo a punto de hacerle perder la jugada.
    Colocó la carta en su sitio y pensó en un record Guinness, montones de horas jugando a la carta blanca y ¿por qué no? Así, de paso ganaría una buena plata, ¡ay! Ese siete negro, que calladito se lo tenía, a ver, a ver, aquí está a buen recaudo.
    La vida debería ser una gran partida de carta blanca, una serie de dificultades, una solución medio escondida pero presente, está ahí de todas maneras, sólo hay que tener el tiempo y la agudeza necesarias para agarrarla al vuelo y aprovecharla, ¡cómo no! Rojito seis, tu aquí estás rebien, nada de malas mañas y este cinco negro, justo aquí y de repente se me ordenan todas como un relámpago... ¡joder! otro juego ganad...
    ¿Qué le pasó a la pantalla? Dios mío qué pasa, por qué no responde, a ver si se bloqueó precisamente ahora.
    Una diminuta luz blanca en medio de la pantalla le parece un mal augurio. Se la queda mirando fijamente y poco a poco el puntito blanco se va haciendo más grande, más grande, más grande y le descubre un inmenso cementerio apenas iluminado por una luna menguante, al fondo los árboles como guardianes silenciosos limitan el espacio entre la vida y la muerte, a su alrededor tumbas, cruces, lápidas con extrañas inscripciones: aquí yace el amor ignorado, en la de más allá, el trabajo productivo, en la otra la amistad que nunca dejó florecer ni madurar, tumbas que son como cartas blancas esperando que un suave click las haga descubrirse en el tablero de la vida.
    Al fondo, un rey gráfico lo mira, vuelve sus ojos a medida que Juan camina entre las tumbas carta como buscando el orden correcto para ganar la partida. No la encuentra, el juego está cerrado.
    Desesperado corre de un lado a otro por entre picas, corazones, tréboles y diamantes símbolos enmarañados de una existencia que poco a poco se le va rebelando como la propia.

¿Desea barajar de nuevo?

Por: Gladys

12 de Agosto, 2007, 14:00: Charo GonzálezGeneral



"La impaciencia impide escuchar la pregunta y muchas veces la respuesta está en ella misma."

"Bien puede ser existencia la no presencia, bien puede ser la ausencia potencia de todo ser."

"Enciende la chimenea en el verano de tu vida para que el invierno de ésta permanezca eternamente templado"

"Para cuando empiece ya habremos puesto la mesa de los no invitados para que no falte nadie."

"Somos presencia, amor, reconocimiento y omnipotencia. Constantes principios y eventuales finales. Eterno devenir nutriéndose de la libertad del ser. Somos al ser en nosotros y siendo entre nosotros."

Por: Charo González

12 de Agosto, 2007, 13:45: Fernanda ArguelloGeneral

 

Todo está listo. En mi cartera, bien disimuladas, tengo las prendas de vestir indicadas para la ocasión, el perfume infaltable y el peine, amigo necesario de las chicas después de ciertos momentos. Está todo preparado para una noche diferente.  Falta media hora y ya desfilan por mi mente las típicas preguntas feminoides que denotan los temores naturales frente a una cita: ¿estaré bien vestida?, ¿mi pelo quedó arreglado?, ¿se notará mucho la ropa interior?, ¿me veré muy gorda con este pantalón?, me dijo informal, pero ¿qué es informal para él?, ¿le gustaré así o espera que no le haga caso y me vista como para recibir un Oscar?....

Pasan los minutos y mientras más ropa me pruebo, más dudas me atacan. Al menos el tiempo se va sin darme cuenta, gracias a los nervios que siempre me impiden disfrutar la previa de los momentos que tanto espero. 

Por fin, cinco minutos después de lo debido, salgo corriendo con la misma ropa que tenía hace media hora. Con toda mi feminidad me paro casi en medio de la calle para chiflarle a un taxi que se acerca. Los ojos asombrados del chofer me observan por el retrovisor cuando le indico el destino con mi carita sonriente y haciendo ojitos: “Hola, ¿verdad que ahora te vas a convertir en superman y me vas a llevar volando hasta tal lugar?”. Y cuando está preparado para convertirse en mi héroe, descubre que la mentira tiene patas cortas: “Tengo una cita y llego tarde”. No hay peor forma de confesarle que los treinta guiños que le hice no tenían connotaciones personales en absoluto y fueron lanzados solo para engañarlo.

Masoquistas, si los hay, apaga la radio y abandona el partido de su equipo favorito para preguntarme si voy al encuentro de mi novio.

Pasando por alto los millones de inquietudes que esa simple frase generan en una chica (“Salimos hace dos meses, ¿se supone que es mi novio?, pero él nunca me dijo tal cosa... y cuando yo dije aquello él no respondió lo otro...”), mi mente no entiende qué es lo que pretende. Soy capaz de matar sus ilusiones sutilmente, pero este “Si” que me obliga a disparar es la última puñalada.

 

En fin, él se la buscó. Una vez enterradas sus esperanzas, amaga al botón de la radio pero no la prende (solo porque sería muy obvio que su interés hacia mi tenía una sola dirección), y con la evidente intención de sacarme de encima, aprieta el acelerador y me hace llegar a tiempo. Después de tirarme el vuelto, en un último rapto de lucidez varonil gira, me mira y con lo que intenta ser una expresión pícara en los ojos larga un “Suerte”, superando las ganas de asegurarme que con él la hubiera tenido.

Me bajo del auto, por supuesto a media cuadra del punto de encuentro (a ver si cree que estoy tan ansiosa por llegar como para tomarme un taxi). Camino apresurada hasta que lo veo, y éste es el momento en que las chicas debemos ponernos en pose: inspiro profundo, camino lento con pasos largos y lentos intentando imitar un deslizamiento felino con mi cuerpo (estoy segura de que ningún hombre lograría coordinar toda esa serie de complejos movimientos musculares) y fijo la vista en sus ojos, como si quisiera hipnotizarlo (al fin y al cabo...)

Me acerco, me sonríe y ya todo pasa de pronto. Nos buscamos, nos encontramos. Los dos sabemos a qué vinimos. Doy tantos besos que me mareo. Las ganas vencen la indecisión y elegimos dónde. Ya no puedo arrepentirme. Como dicen ellos, estoy de visitante y tendré que jugar su juego.  Le pido un instante para sorprenderlo y me pongo la ropa especial que traje en mi cartera. Cuando me ve, siento que por un instante logré mi objetivo: deja todo lo que está haciendo para abrir la boca sin emitir sonido alguno. Dicen que soy una pequeña cajita de Pandora y él acaba de descubrirlo.

 

Empieza el partido y su boca me dirige. Me ubica en la posición que más le gusta, me lleva, me trae. “Movete” exige, “Es Tuya”, promete. Me jura y perjura que nunca en su vida estuvo así con una mujer.  Jamás en sus años de larga experiencia en el tema (la va de agrandado) ninguna felina mujer, femenina, fatal, pasional lo hizo sentir como yo en esta noche especial.  “Me seguís sorprendiendo”. Es la frase más linda que me dijo esta noche. Todavía retumba en mi cabeza. Aún ahora escucho su voz, es él, si. Con su pecho descubierto, el corazón agitado, la transpiración corriendo, el pelo despeinado y.... la vincha de jugar al fútbol.

“Bien, Fer! Pensé que ibas a jugar peor. Pero te la bancaste. Lástima que perdimos por un gol. Ese penal que le tiraste a los pajaritos...Pero no importa, no fue tu culpa. Ahora sacate la camiseta del rojo que vamo´a tomar algo al quiosquito de la vuelta. Venís? Ah! Y si querés seguir usando polleras, la próxima vez traete rodilleras. Vamos Chicos!”.

 

Fue una noche especial, cuando cumplí mi sueño de jugar al fútbol.....

 

Por: Lornafer

 


12 de Agosto, 2007, 13:29: Ricardo AbdahllahGeneral

 

 

A Valentina Cardona y Julián Prado, compañeros de viaje,

 Parte  I
La recepcionista del pequeño hotel de carretera era una joven innegablemente hispana. Nos vio entrar y siguió hablando por teléfono. Ni Valentina ni yo quisimos interrumpirla. Ella se puso a mirar los mapas de carreteras pegados en la pared y yo serví un café. Estaba frío pero lo necesitaba. Cuando Valentina, tras leer una y otra vez nombres y nombres de pueblos y comentar que algunos le parecían graciosos, se recostó aburrida contra la puerta, decidí llamar la atención de la empleada.  Carraspeé suavemente para no ser descortés. Ella dejó de hablar un instante y me miró a los ojos. “Ahora te llamo de pa’ atrás” dijo a su interlocutora en perfecto spanglish, y luego preguntó “qué desean” . Era obvio pero traté de no hacer énfasis en que era obvio “Queremos una habitación” “Cuarenta dólares. ¿Primer piso o segundo ?” . Como al parecer no había ninguna diferencia de precios elegí primero y miré a Valentina, que había encendido un cigarrillo, pidiéndole aprobación. No le importaba, estaba en su estado típico de los últimos días, pensando en su amante polaco, mirando la autopista, esperando que apareciera.  “Primero” confirmé y la joven alcanzó una llave con un llavero gigantesco de aluminio. “¿Cuántos días?’” “No sé,” dije “quizás tres o cuatro”. Valentina me interrumpió “Dile que no sabemos, que pueden ser más”. La empleada no se molestó en pedir un depósito. El cuarto quedaba en la parte de atrás del hotel, es decir, con vista hacia  la carretera por la que habíamos venido. Era ideal para Valentina. Estacioné el viejo Subaru frente a la puerta de la habitación y le dije a Valentina que iría a buscar algo de comer, que si quería podría traer algunas cervezas. Dijo que no, que para mí trajera lo que quisiera pero que ella no bebería hasta que Jakub apareciera buscándola .
A mí me daba lo mismo, yo sabía que Jakub no iba a seguirla, que su fuga fingida conmigo, que le había anunciado al polaco en una carta, le importaba muy poco. Un muchacho mexicano en bicicleta me guió hasta una tienda cercana donde atendía un árabe. Compré pan y pasabocas. Cuando regresé, Valentina se había quedado dormida en las escaleras. La levanté con cuidado y la llevé hasta la cama. Le desamarré los zapatos y me quité la camisa; los dos dormimos profundamente y sólo hasta que el aire de la madrugada se hizo demasiado frío decidí levantarme y cerrar la puerta.
Por supuesto, las cosas hubieran podido ser de otra manera. Yo podría haberme enamorado de Valentina y huir con ella. Es más, ni siquiera huir, le habría dicho a Jakub que la dejara en paz y habríamos renunciado a su bar. De seguro a Valentina, la mejor voz femenina de todo San Francisco cuando se trataba de cantar canciones de Beatles, le habrían dado trabajo en cualquier café de Columbus Street. Pero no hice nada, cuando comenzaba a enamorarme de Valentina conocí a una autostopista de Portland y me enredé con ella hasta que me abandonó. Cuando Valentina me dijo que el plan perfecto para reconquistar a Jakub era pretender que se fugaba conmigo y dejar abandonado como por casualidad un mapa de nuestra ruta, no le dije que el plan era verticalmente estúpido y a él no le importaría un comino. Al contrario, acepté. Desde entonces parábamos en cada pueblo a esperar que apareciera el Ford 55 de Jakub. Así  habíamos llegado hasta Merced y yo tenía la certeza de que seguiríamos a Fresno y a San Diego y así hasta que los States se acabaran por el Sur y Valentina admitiera su derrota.
A la mañana siguiente Valentina estaba desayunando en las escaleras exteriores que llevaban al segundo piso, había comprado café y cheeseburguers en un McDonald’s que yo no había visto el día anterior y quedaba cruzando la autopista. Para mí había llevado una hamburguesa de pollo. Me senté a su lado y comí sin decirle nada, sólo mirándola mirar la carretera. Había pasado antes y sabía que sería inútil tratar de disuadirla, así que fui a la piscina, nadé un rato en el agua estancada y luego salí a caminar por las calles de Merced, un pueblo de carretera donde no había absolutamente nada para hacer excepto, quizás, quejarse por el insoportable calor. De arriba a abajo cruzaban niños mexicanos tratando de venderle a los turistas mapas de Yosemite Valley, que en todo caso quedaba lejos, pero los turistas, casi todos pensionados viajando en casas rodantes, les regalaban billetes sin pedir nada. Tal vez no comprendían. Me senté por horas en la carrilera sin que pasara ningún tren, no quería regresar y ver a Valentina sentada mirando la autopista. Al final de la tarde ella continuaba ahí, con las rodillas contra el pecho. Estuve a punto de decirle “No va volver” pero dije “Canta” Ella no salió de su silencio. Le insistí, le dije que cantara alguna canción de Beatles como hacía en el bar pero ella dijo que no, que todas las canciones de Beatles estaban en los discos que Jakub le había regalado, que ella le había prometido que nunca iba a cantar para nadie más. “Es absurdo” pensé “todas las noches cantaba para todo el público del bar” pero lo que dije fue que iría a buscar comida. Intenté encontrar un restaurante chino pero terminé de nuevo en la tienda del árabe. Le llevé sandwichs a Valentina y me agradeció, pero comió despacio y sin ganas. Al cuarto del lado habían llegado cuatro backpackers, la empleada dijo que se veían muchos backpackers al final del verano, sobe todo europeos del este que después de trabajar en los resorts de las montañas, recorrían California por tierra antes de regresar a casa. Hicieron mucho ruido y uno de ellos me preguntó dónde podía comprar vino. Lo llevé hasta la tienda. De regreso quiso saber quién era la mujer que me acompañaba y le dije que se llamaba Valentina y tenía una voz celestial pero nunca volvería a cantar. Me preguntó si estaba enferma y estuve a punto de contestarle que estaba enferma de amor pero me pareció una frase que igual sonaba simple en español y en inglés y lo que le dije fue que no, que estaba deprimida por un hijo de puta.
Eso no era cierto, Jakub era un excelente tipo que sabía de música y de cuando en cuando contaba historias de su abuelo que había sido un escritor frustrado que conocía medio mundo. Simplemente se había aburrido de Valentina como en general la gente se aburre de la gente y eso no convertía al polaco en un hijo de puta. Valentina se había aburrido de muchas personas antes y algún día se aburriría de mí y de Jakub y de todo.
Conocí el pueblo en dos o tres días, pero Valentina no se movió del hotel. Yo  regresaba por las tardes y la encontraba siempre sentada en la escalera, sosteniendo su cabeza con las manos, mirando la autopista interminable. Me quedaba con ella un rato y luego salía a buscar cualquier cosa de comer. No tenía nada qué decirle, o no era capaz. O no fui capaz hasta el día en que la encontré llorando más que nunca. Había regresado temprano porque las nubes anunciaban lluvia.  Ella estaba tendida boca abajo en la cama. En el televisor, creo que ella por primera vez lo había encendido, pasaban noticias. Yo no me sentía bien del todo bien, lo reconozco, había comprado una botella de whisky Jack Daniel’s en la tienda del árabe y la había bebido a grandes tragos, pero usualmente el “Jackie from Tennessee” me ponía de buen humor. Incluso compré un 24 pack de Budweiser para intentar beberlo con Valentina. Si Valentina hubiera estado feliz como era antes, hubiéramos bebido cerveza y en la madrugada le habría propuesto que nos casáramos. Si hubiera encontrado a Valentina pensando en los Beatles en lugar de su polaco, le habría prometido tres cuartos de lo que me quedaba de vida.
Pero lo que hice fue tomarla por el cabello y sin escuchar sus gritos hacer que me mirara.  Por mi cabeza pasaban las más crueles razones, razones de sangre hirviente. Más aún, inventé cosas sobre Jakub y llegué a gritarle que tenía por costumbre seducir a las empleadas del bar y le dije diez mil otras mentiras que en el instante juré como ciertas. Se lo dije todo, mientras la abofeteaba una y otra vez, luego la arrojé contra el suelo y me recosté exhausto contra un rincón. Encendí un cigarrillo mientras Valentina siguió llorando sin hablar. Aún fui más cruel y le dije lo que había pensado “Valentina, si no hubieras llorado hoy por él…”
Una imagen en el televisor me cortó la frase. George Harrison había muerto en un hospital de Los Angeles. Comprendí. Estaba claro, Valentina tenía un nuevo motivo para llorar y ese motivo no la obligaba a mirar la autopista. Supe que dejaríamos de esperar a Jakub y cambiaríamos nuestra ruta para que nunca nos encontrara. Y nunca nos encontraría. Valentina me miró desde atrás de sus ojos manchados de lágrimas rogando una disculpa, pero como no todos los días muere un Beatle lo que hice fue inclinar mi cabeza y llorar sin entender muy bien por qué.
Desperté en la madrugada y a duras penas pude sostenerme en pie para quitarme la ropa y llegar a la cama. Valentina estaba afuera, cantaba a toda voz y cada cierto tiempo arrojaba las latas de cerveza vacías contra el pavimento. Cuando escuchó mis movimientos preguntó si estaba despierto “Creo” contesté. “Descansa. Mañana a primera hora nos vamos a cualquier lugar donde Jakub no nos encuentre. Hay miles de lugares así”  Pensé decirle que ya lo sabía pero no le dije nada. Creo que ella siguió cantando toda la noche y me hubiera gustado escucharla toda la noche cantándole Let it be al desierto del sur y a las montañas del norte, pero lentamente volví a quedarme dormido.

Por: Ricardo Abdahllah

Nota: Por razones de espacio, la próxima semana publicaremos la segunda parte.






12 de Agosto, 2007, 13:21: Te viHablando de...


La sencillez, la pasión, la entrega y el placer no son solo conceptos abstractos, por lo menos quienes asistimos al concierto de Caetano Veloso en Bogotá, podemos dar fe de ello.

Sencillez, porque en su presentación no utilizó grandes despliegues de escenografía, ni costosos montajes, ni efectos especiales. Pasión, porque nadie como él sabe insuflar a sus canciones ese hálito eterno que lleva implícita toda obra artística. Entrega: estuvo más de dos horas conectado con su público derribando las barreras del lenguaje a través de los sentidos y por ultimo placer, porque su voz paseó todas las cotas impuestas por el tono musical, a veces suave, susurrando un poema, otras desgarrada, al describir sentimientos avasalladores, improvisada o destemplada cuando el ritmo musical lo imponía.

Noche de poesía, de placer y de reencuentro con lo mejor que tenemos los seres humanos escondido entre repliegues de absurdas realidades.

Por: Te Vi

 

12 de Agosto, 2007, 13:00: Selváticaminirelatos

Del lado izquierdo de su estómago surge la cabeza sostenida por el intestino grueso. Desde allí toma decisiones importantes, planea formas de vida amables y dicta las órdenes precisas para ponerla en marcha. Incluso llegó a enamorarse y lo más asombroso, fue correspondida y feliz, hasta que alguien le puso un espejo delante.

Por: Selvática

12 de Agosto, 2007, 12:48: ÁgataUn libro para ti


Este domingo 12 de agosto, al leer el diario El Tiempo, me encuentro con una página entera comentando la noticia del próximo lanzamiento de un libro, que además, dadas sus características, promete ser un best seller, CONFESIONES DE UNA PUTA  CARA, en el, él periodista Francisco Celis Albán narra las experiencias de una prostituta de lujo.

Hasta ahí vale, ¿pues quién rinde cuenta a los escritores?

Se supone que sus lectores, quienes están en la obligación de dar o no su apoyo a éstos, sin embargo, llama la atención el éxito de tales publicaciones entre el público colombiano, que en su vida cotidiana no necesita comprar best seller, para enterarse de la débil voluntad de un alto porcentaje de su población para ceder al crimen, - lo ve en sus propios vecinos incluso, hasta en sus propios familiares,  pues a diario convive con la extorsión, la corrupción y la mentira. No necesita de periodistas, ni de editoriales oportunistas que se lo pongan en carátula de lujo.

Me pregunto a ¿qué obedece tal rendición a lo ilegal, al crimen, al asesinato y ese placer morboso en recrearse con los detalles de tales hechos?

Produce escalofrío pensar en las mentes de esos jóvenes que están naciendo en un país como Colombia, un país en el que la gente vende su honor, su prestigio profesional, su familia y hasta sus atributos físicos por la suma que los criminales estimen conveniente. Y no solo no se sienten culpables o arrepentidos, sino orgullosos y satisfechos.

Este libro llegará  alto en el escalón de los más vendidos, muy seguramente un canal de televisión le propondrá al autor vender sus derechos para producirlo, los actores y actrices nacionales o extranjeros esgrimirán sus más variadas y efectivas armas para conseguir el papel mientras los directivos del negocio internacional del entretenimiento harán su agosto produciendo versiones nacionales para los países donde tienen su feudo.

De ética, de moral, de responsabilidad y honor ya no se habla, y menos se practica; no es rentable, no tiene buena imagen, a no ser que a alguien se le ocurra insuflarla con silicona en lugar visible y tentador. Los pocos que aún creen en esos valores vagan por la calle con los ojos desorbitados pensando, con vaga esperanza, en que tal vez ese sea el último libro que se escriba sobre el asunto, en que esa novela sea la última y que pronto llegará el día en que la gente, hombres y mujeres sin silicona, sin autos de lujo, sin lucir ropa o joyas pagadas con el dinero sangriento de los criminales, disfrute plenamente de su vida, de lo que la naturaleza le ofrece y de las creaciones de los poetas o escritores que se atrevan a defender su arte fuera de los cercos creados por los intereses comerciales de las editoriales o los medios de comunicación.

Una sugerencia: No comprarlos sería la respuesta.

Por: Ágata