
A
Valentina Cardona y Julián Prado, compañeros de viaje,
Parte
I La recepcionista del pequeño
hotel de carretera era una joven innegablemente hispana. Nos vio entrar y
siguió hablando por teléfono. Ni Valentina ni yo quisimos interrumpirla. Ella
se puso a mirar los mapas de carreteras pegados en la pared y yo serví un café.
Estaba frío pero lo necesitaba. Cuando Valentina, tras leer una y otra vez
nombres y nombres de pueblos y comentar que algunos le parecían graciosos, se
recostó aburrida contra la puerta, decidí llamar la atención de la
empleada. Carraspeé suavemente para no ser descortés. Ella dejó de hablar
un instante y me miró a los ojos. “Ahora te llamo de pa’ atrás” dijo a su
interlocutora en perfecto spanglish, y luego preguntó “qué desean” . Era obvio
pero traté de no hacer énfasis en que era obvio “Queremos una habitación”
“Cuarenta dólares. ¿Primer piso o segundo ?” . Como al parecer no había
ninguna diferencia de precios elegí primero y miré a Valentina, que había
encendido un cigarrillo, pidiéndole aprobación. No le importaba, estaba en su
estado típico de los últimos días, pensando en su amante polaco, mirando la
autopista, esperando que apareciera.
“Primero” confirmé y la joven alcanzó una llave con un llavero
gigantesco de aluminio. “¿Cuántos días?’” “No sé,” dije “quizás tres o cuatro”.
Valentina me interrumpió “Dile que no sabemos, que pueden ser más”. La empleada
no se molestó en pedir un depósito. El cuarto quedaba en la parte de atrás del
hotel, es decir, con vista hacia la
carretera por la que habíamos venido. Era ideal para Valentina. Estacioné el
viejo Subaru frente a la puerta de la habitación y le dije a Valentina que iría
a buscar algo de comer, que si quería podría traer algunas cervezas. Dijo que
no, que para mí trajera lo que quisiera pero que ella no bebería hasta que
Jakub apareciera buscándola . A mí me daba lo mismo, yo
sabía que Jakub no iba a seguirla, que su fuga fingida conmigo, que le había
anunciado al polaco en una carta, le importaba muy poco. Un muchacho mexicano
en bicicleta me guió hasta una tienda cercana donde atendía un árabe. Compré
pan y pasabocas. Cuando regresé, Valentina se había quedado dormida en las
escaleras. La levanté con cuidado y la llevé hasta la cama. Le desamarré los
zapatos y me quité la camisa; los dos dormimos profundamente y sólo hasta que
el aire de la madrugada se hizo demasiado frío decidí levantarme y cerrar la
puerta. Por supuesto, las cosas
hubieran podido ser de otra manera. Yo podría haberme enamorado de Valentina y
huir con ella. Es más, ni siquiera huir, le habría dicho a Jakub que la dejara
en paz y habríamos renunciado a su bar. De seguro a Valentina, la mejor voz
femenina de todo San Francisco cuando se trataba de cantar canciones de Beatles,
le habrían dado trabajo en cualquier café de Columbus Street. Pero no hice
nada, cuando comenzaba a enamorarme de Valentina conocí a una autostopista de
Portland y me enredé con ella hasta que me abandonó. Cuando Valentina me dijo
que el plan perfecto para reconquistar a Jakub era pretender que se fugaba
conmigo y dejar abandonado como por casualidad un mapa de nuestra ruta, no le
dije que el plan era verticalmente estúpido y a él no le importaría un comino.
Al contrario, acepté. Desde entonces parábamos en cada pueblo a esperar que
apareciera el Ford 55 de Jakub. Así
habíamos llegado hasta Merced y yo tenía la certeza de que seguiríamos a
Fresno y a San Diego y así hasta que los States se acabaran por el Sur y Valentina
admitiera su derrota. A la mañana siguiente
Valentina estaba desayunando en las escaleras exteriores que llevaban al
segundo piso, había comprado café y cheeseburguers en un McDonald’s que yo no
había visto el día anterior y quedaba cruzando la autopista. Para mí había
llevado una hamburguesa de pollo. Me senté a su lado y comí sin decirle nada,
sólo mirándola mirar la carretera. Había pasado antes y sabía que sería inútil
tratar de disuadirla, así que fui a la piscina, nadé un rato en el agua
estancada y luego salí a caminar por las calles de Merced, un pueblo de
carretera donde no había absolutamente nada para hacer excepto, quizás,
quejarse por el insoportable calor. De arriba a abajo cruzaban niños mexicanos
tratando de venderle a los turistas mapas de Yosemite Valley, que en todo caso
quedaba lejos, pero los turistas, casi todos pensionados viajando en casas
rodantes, les regalaban billetes sin pedir nada. Tal vez no comprendían. Me
senté por horas en la carrilera sin que pasara ningún tren, no quería regresar
y ver a Valentina sentada mirando la autopista. Al final de la tarde ella
continuaba ahí, con las rodillas contra el pecho. Estuve a punto de decirle “No
va volver” pero dije “Canta” Ella no salió de su silencio. Le insistí, le dije
que cantara alguna canción de Beatles como hacía en el bar pero ella dijo que
no, que todas las canciones de Beatles estaban en los discos que Jakub le había
regalado, que ella le había prometido que nunca iba a cantar para nadie más.
“Es absurdo” pensé “todas las noches cantaba para todo el público del bar” pero
lo que dije fue que iría a buscar comida. Intenté encontrar un restaurante
chino pero terminé de nuevo en la tienda del árabe. Le llevé sandwichs a
Valentina y me agradeció, pero comió despacio y sin ganas. Al cuarto del lado
habían llegado cuatro backpackers, la empleada dijo que se veían muchos
backpackers al final del verano, sobe todo europeos del este que después de
trabajar en los resorts de las montañas, recorrían California por tierra antes
de regresar a casa. Hicieron mucho ruido y uno de ellos me preguntó dónde podía
comprar vino. Lo llevé hasta la tienda. De regreso quiso saber quién era la
mujer que me acompañaba y le dije que se llamaba Valentina y tenía una voz
celestial pero nunca volvería a cantar. Me preguntó si estaba enferma y estuve
a punto de contestarle que estaba enferma de amor pero me pareció una frase que
igual sonaba simple en español y en inglés y lo que le dije fue que no, que
estaba deprimida por un hijo de puta. Eso no era cierto, Jakub era
un excelente tipo que sabía de música y de cuando en cuando contaba historias
de su abuelo que había sido un escritor frustrado que conocía medio mundo.
Simplemente se había aburrido de Valentina como en general la gente se aburre
de la gente y eso no convertía al polaco en un hijo de puta. Valentina se había
aburrido de muchas personas antes y algún día se aburriría de mí y de Jakub y
de todo. Conocí el pueblo en dos o
tres días, pero Valentina no se movió del hotel. Yo regresaba por las tardes y la encontraba
siempre sentada en la escalera, sosteniendo su cabeza con las manos, mirando la
autopista interminable. Me quedaba con ella un rato y luego salía a buscar
cualquier cosa de comer. No tenía nada qué decirle, o no era capaz. O no fui
capaz hasta el día en que la encontré llorando más que nunca. Había regresado
temprano porque las nubes anunciaban lluvia. Ella estaba tendida boca
abajo en la cama. En el televisor, creo que ella por primera vez lo había
encendido, pasaban noticias. Yo no me sentía bien del todo bien, lo reconozco,
había comprado una botella de whisky Jack Daniel’s en la tienda del árabe y la
había bebido a grandes tragos, pero usualmente el “Jackie from Tennessee” me
ponía de buen humor. Incluso compré un 24 pack de Budweiser para intentar
beberlo con Valentina. Si Valentina hubiera estado feliz como era antes,
hubiéramos bebido cerveza y en la madrugada le habría propuesto que nos
casáramos. Si hubiera encontrado a Valentina pensando en los Beatles en lugar
de su polaco, le habría prometido tres cuartos de lo que me quedaba de vida. Pero lo que hice fue tomarla
por el cabello y sin escuchar sus gritos hacer que me mirara. Por mi cabeza pasaban las más crueles
razones, razones de sangre hirviente. Más aún, inventé cosas sobre Jakub y
llegué a gritarle que tenía por costumbre seducir a las empleadas del bar y le
dije diez mil otras mentiras que en el instante juré como ciertas. Se lo dije
todo, mientras la abofeteaba una y otra vez, luego la arrojé contra el suelo y
me recosté exhausto contra un rincón. Encendí un cigarrillo mientras Valentina
siguió llorando sin hablar. Aún fui más cruel y le dije lo que había pensado
“Valentina, si no hubieras llorado hoy por él…” Una imagen en el televisor
me cortó la frase. George Harrison había muerto en un hospital de Los Angeles.
Comprendí. Estaba claro, Valentina tenía un nuevo motivo para llorar y ese
motivo no la obligaba a mirar la autopista. Supe que dejaríamos de esperar a
Jakub y cambiaríamos nuestra ruta para que nunca nos encontrara. Y nunca nos
encontraría. Valentina me miró desde atrás de sus ojos manchados de lágrimas
rogando una disculpa, pero como no todos los días muere un Beatle lo que hice
fue inclinar mi cabeza y llorar sin entender muy bien por qué. Desperté en la madrugada y a
duras penas pude sostenerme en pie para quitarme la ropa y llegar a la cama.
Valentina estaba afuera, cantaba a toda voz y cada cierto tiempo arrojaba las
latas de cerveza vacías contra el pavimento. Cuando escuchó mis movimientos
preguntó si estaba despierto “Creo” contesté. “Descansa. Mañana a primera hora
nos vamos a cualquier lugar donde Jakub no nos encuentre. Hay miles de lugares
así” Pensé decirle que ya lo sabía pero
no le dije nada. Creo que ella siguió cantando toda la noche y me hubiera
gustado escucharla toda la noche cantándole Let it be al desierto del sur y a
las montañas del norte, pero lentamente volví a quedarme dormido.
Por: Ricardo Abdahllah
Nota: Por razones de espacio, la próxima semana publicaremos la segunda parte.
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