
Una revisión
del marco conceptual del enfrentamiento guerrilla - Estado, desde su visión más
abstracta, nos es suficiente para trazar una ruta segura hacia su exterminio.
Basta con reconocer sus motivaciones históricas, emergidas en un contexto social caótico y un marco político
caracterizado por restricciones de inclusión e infortunados direccionamientos administrativos. Desde esa
visión, científica, si se quiere, la guerrilla es un actor político que se alza
en armas en contra de un Estado que le es ilegítimo en respuesta a la
incapacidad de este último para construir el modelo de sociedad que ha idealizado.
Así, basta con producir un redireccionamiento político desde la
institucionalidad y bajo las condiciones constitucionales requeridas capaces de
responder a dichas reivindicaciones sociales, lo que destruiría su plataforma.
El conflicto colombiano, cuyas particularidades se distancian de un marco
teórico apreciable en la praxis, merece otras consideraciones, que impiden
vislumbrar soluciones a partir de esta concepción teórica. La lucha
armada en Colombia ha sufrido diversas transformaciones que han afectado, desde
sus motivaciones hasta sus mecanismos de operación. Si en principio su objetivo
era meramente defensivo, una acción contestataria en contra de la agresión del
Estado y otros actores violentos emergentes (bajo la lógica del enfrentamiento
bipartidista), los intereses de su lucha fueron adquiriendo matices ideológicos
mucho más precisos y distintos a los precedentes, en virtud a demandas sociales
adicionales que surgían en su propio nicho. Esto les llevó a adoptar una plataforma política a través de
la cual pasarían de la defensa al ataque frontal en contra del poder
establecido y en pro de su toma. Hasta
mediados de los años ochenta, la lucha armada mantuvo una clara proclama de
humanización que permaneció por encima
de los propósitos militares, pero, desde entonces, han aparecido nuevos
elementos que, como el narcotráfico, transformaron las condiciones de su
existencia. El Estado, por
su parte, no ha sido capaz de atender a las demandas sociales que convocan a la
subversión, aún contando con los mecanismos constitucionales que le permiten
hacerlo desde la institucionalidad. En ninguno de los tres momentos se tejió
una propuesta estatal eficaz en la tarea de
combatir esos dramatismos sociales como razón de ser de la lucha armada,
y se eligió la vía militar como único vehículo para atacarla. En un
principio, el Estado se mostró incapaz de atacar el problema políticamente, debido a que éste mismo fue
partícipe y patrocinador de la guerra bipartidista; en el segundo momento,
cuando las acciones guerrilleras se dirigían tanto a elites de uno como de otro partido, el
Estado se encontraba en manos de ambas fuerzas que, coaligadas, se preocuparon
más por mantener el reparto del poder que por atender la hecatombe social
producida en el país; con la aparición del narcotráfico todas esas
problemáticas se ahondaron, luego de que sus suntuosos capitales se filtraron
en todo el aparato Estatal, en los grupos económicos y hasta en las
organizaciones guerrilleras, provocando un nuevo distanciamiento entre la
praxis del conflicto y su conceptualización. Hoy, esta
confrontación encuentra a dos actores teóricamente carentes de legitimidad. Por
un lado, existe un Estado que se ha visto sometido por la acción de fuerzas
beligerantes e ilegales que degeneran el funcionamiento de toda su estructura,
restándole cada vez más la capacidad de representar los intereses de sus
ciudadanos. Mientras tanto, encontramos una guerrilla que, impotente en el
sostenimiento de un movimiento de base capaz de solidificar las condiciones
revolucionarias, ha hecho prevalecer objetivos militares sobre su propósito
político, cayendo en algunos de los actos misantrópicos que atacó desde su
origen. Un
sometimiento de la subversión a corto plazo se hace casi impensable, teniendo
en cuenta las visibles carencias del Estado para cortar sus raíces, ya sea
desde el consenso que exige un trato político del asunto o desde la posición
militarista que siempre ha planteado. Incluso si ese panorama político fuese
depurado y el Estado lograse reivindicar la originaria causa altruista de las
guerrillas, queda en entredicho que estas dejen de operar, teniendo en cuenta
los intereses surgidos en el camino, que hoy parecen imponerse sobre la
plataforma que les vio nacer.
Por Giovanni González Arango
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