Veinticinco menos trece son...
De
la casa vecina le llega el olor a pastel de chocolate. Luís alza la mirada de
sus deberes de matemáticas y se concentra en el olor. La señora Marta debe tener el delantal de
flores rojas, y se estará moviendo de un lado para otro en la cocina. Sus manos
quizás tengan esos guantes gigantescos para no quemarse al abrir el horno.
Ahora mismo debe estar clavando el cuchillo al pastel. Si sale completamente
limpio será el momento justo de sacarlo del horno. Luís
cuenta con los dedos, veinticinco menos trece son: catorce en el dedo meñique,
quince en el anular, diez y seis en el de el corazón, diez y siete en el
índice, diez y ocho en el pulgar. Ahora
cerrará el horno, acercará el pastel a la ventana para que se enfríe… -diez y
nueve en el meñique de la otra mano – se quitará los guantes y mirará orgullosa
el molde con el pastel – veinte – Ya
me quedó mal otra vez. Borra
con el otro extremo del lápiz pero como ha mordido la goma, ya no queda nada
para borrar, en cambio ahora tiene un manchón en la hoja. La arranca con
cuidado para que su mamá no lo vea – veinte uno – y vuelve a poner la resta con
mano firme sobre el papel. Cierra
los ojos, se levanta de la mesa, se acerca al cajón de su mesita de noche, tira
todo lo que hay sobre la cama y empieza a colocar en orden todos sus tesoros:
Un elástico grande, un tornillo que se encontró en la calle, al venir del
colegio… - brillaba tanto - el envoltorio de una chocolatina jet, con la imagen
de una iguana gigante, un escarabajo con todas sus patas. Sus ojos brillaron al
contemplarlo. Era de los más raros que había encontrado en el patio del colegio
y no se lo había mostrado a su amigo Jorge para que no se fuera a sentir mal.
El pobre, jamás había logrado encontrar uno totalmente intacto, siempre le
faltaba una pata, o una antena o tenían la cabeza apachurrada. Jorge debería
dedicarse a otra cosa, por ejemplo a recoger puntillas, eso si que se le da
bien, pero los escarabajos no. Acercó
el escarabajo a la luz de la lámpara, la luz formó haces iridiscentes sobre la
palma de su mano. Tomó una bolsa de plástico y salió al antejardín, caminó
sobre el sendero de piedras, se agachó junto a la ventana de la vecina. El
pastel ya debía estar en su punto porque el olor se había suavizado un poco. Se
irguió lentamente, asomó su cabeza por el marco de la ventana. Allí estaba la
señora Marta con su delantal de flores rojas quitándose los guantes gigantes.
Vio como se contemplaba las manos, un tanto enrojecidas por el calor del horno
y como luego recogía todos los cacharros que estaban esparcidos por la mesa. La
escuchaba cantar. Tenía una linda voz. Luís
se agachó de nuevo y esperó a que terminara la canción. Justo en el momento de
hacerlo gritó: Doce, son doce. Esa palabra lo catapultó a la realidad, los recuerdos de su vecina y el olor de la tarta de chocolate se fueron disipando para dar paso al rostro de su mujer, sentada frente a él, en la cafetería. La escuchaba como de lejos, ella decía que se iba, que la vida de hogar no era para ella, que se asfixiaba en la casa y que odiaba todos esos escarabajos que él coleccionaba. Él le dijo que sí, que estaba bien. - Aquel doce fue la respuesta correcta a su examen de matemáticas, la única materia que aprobó ese año, pero a su mujer no le importaba. Y el pastel de chocolate había perdido de repente el sabor de los recuerdos. Por: Gladys |