¿ A qué precio, a cambio de qué sacrificio nace la
ciudad ?
Jim Morrison
Calle 37 Carrera 15. 6 y 22 PM. Pasas por
delante de un bus y no hay nada más: si te vas a subir se detiene y si no te lo
echa por encima. Un día, frente a Maxitelas, atropellaron a una muchacha y tú
ibas pasando. Luego viste llegar al novio corriendo y la cara que hacía no se
te va a olvidar “Qué mierda esta vida” piensas y luego “la Quince es una mierda a
cualquier hora del día” y te das cuenta que a lo mejor la mitad de las personas
que tratan de cruzar la calle piensan lo mismo. Gente. Gente india. Gente
indigente. Te volvió a dar la pensadora, Ramón, esa cosa que te lleva a pensar
que tienes un nombre feo, que el mundo no anda bien y los periódicos no ayudan
y los aguacates envueltos en periódico no se dañan y los alemanes mataron a los
judíos y los judíos mataron a los árabes y los árabes mataron a los rehenes y
no encaja la cosa, no tiene sentido y ese vacío y el nombre horrible y ahí
estás Ramón pero cuando estabas con Elizabeth era diferente, ella te metía la
lengua en la oreja y te sacaba las tristezas. Y cuando estaban tristes estaban
tristes los dos. Así cualquiera aguanta. El día en que a Federico lo encerraron
en San Camilo los dos se pusieron tristes. Ella porque Federico era su único
hermano y tú porque lo conocías hace rato. Al principio se les hacía pedacitos
el alma cuando iban a visitarlo los domingos, pero luego se fueron
acostumbrando. Cada mañana, eso decían y ustedes lo vieron a veces, Federico se
paraba en la mitad del patio con un trapo rojo amarrado al cuello como un
superhéroe y decía un discurso. El tema podían ser los poetas, que la
redención, o la pesadez del espíritu. Vainas así. Y en cambio nunca habló de la
salsa que era lo que más le interesaba hasta entonces. Una vez lo escuchaste
hablar de las tarántulas, pero de la salsa no habló nunca ¿Que de la guerra?
Sí, a veces habla de la guerra. Te acuerdas de tu papá. Él fue un héroe de la
guerra y tu mamá te repetía con frecuencia el orgullo que representaba que
llevaras su nombre. En un portarretratos ovalado, junto al teléfono, estaba la
única foto de los tres. Tú acababas de nacer y tu mamá llevaba gafas oscuras y
vestido rojo con blanco. Tu papá, el uniforme militar que llenaba inflando el
pecho. Al fondo un cielo azul claro adornado por la estela de un avión de caza
y en la parte de atrás una nota en la cuál sólo podía leerse bien el “amón”
final de la firma. Entonces y sólo entonces eras feliz de saber que llevabas el
nombre de un héroe de guerra y querías a tu papá aunque en tus recuerdos no
quedara mucho de él. “La foto, sobre todo” le dijiste a Elizabeth “me cuesta
imaginar a mi papá de otra manera” y lo que te costaba era imaginarlo vestido
de otra manera y parado de otra manera y a Elizabeth le decías eso en la fila
de entrada de San Camilo pensando que cada vez visitar a Federico dolía menos.
Llegaban los domingos temprano y mientras hacían fila Elizabeth y tú comían
raspados. No eran tan ricos como los del parque de Girón pero servían. Había
que comprarlos en la fila de enfrente, donde la gente esperaba para la visita
dominical a la cárcel. Un domingo eran hombres y el domingo siguiente eran
mujeres y niños que corrían de un lado a otro. Piensas que dos cuadras arriba y
dos cuadras abajo había cementerios y que en el domingo de sol, cárcel y
manicomio también había gente que visitaba sus muertos. Domingos de sol y
cementerio. De cárcel y raspado. De niños y manicomio y nadie tiene la culpa de
tanta gente en las fila. Una de las últimas cosas que el Federico de antes
había hecho había sido una fila. Pagó una botella de ron y una bolsa pequeña de
papas fritas en la caja tres del Ley Cabecera. La cajera tenía un pañuelo en
rojo que una compañera le había regalado en Estados Unidos, pero nadie pudo
probar una conexión entre ese pañuelo y el hecho de que apenas al salir
Federico se pusiera a gritar en los parqueaderos que quería ser un Superman
latino y feliz. La familia lo tuvo un tiempo en la clínica San Pablo y tú lo
visitaste el último día antes de que lo trasladaran a San Camilo. Recuerdas la
cara de Elizabeth el día del traslado, en taxi, sin ningún escándalo y si te lo
preguntaran (“¿pero quién va a preguntarme?” te preguntas) dirías que Elizabeth
desde entonces siempre miró a Federico de la misma manera y te parece que no
era el mismo, que no había casi nada que uniera al Federico que desde el jueves
iba a bailar a Calisón e impresionaba a la colonia tulueña con sus
conocimientos de salsa con el que ahora cuando iban a visitarlo se quejaba de
que no lo dejaban poner música. Domingos de sol. Domingos sin salsa.
Elizabeth en cambio era rockera, cada vez
que se emborrachaba se alocaba gritando “Pónganme niu blod yoin tis er”. No era buena para el inglés, pero tú y ella
pasaban buenos momentos y a veces en su casa se combinaban batería y timbales y
así pasaban noches completas y de noche en noche pasaban los días. Pasas la Quince sin utilizar el
puente metálico. La gente sale de Sanandresito Centro. Como el edificio parece
un panal enorme, las personas que salen parecen abejitas con contrabando y se
suben a los buses que pasan perezosos, pitando de norte a sur, de sur a norte,
de occidente a oriente y viceversa. La quince es una mierda a cualquier hora
del día. Pero no de la noche, claro, porque está esa noche que te fuiste a
caminar la 15 con Fercho Barajas por la época en que tenía la obsesión de
acostarse con dos mujeres al tiempo. Le encantaba la portada del Bloody Kisses.
Un día te invitó a buscar en los bares de la 15 a dos mujeres. Andrea
Camila, la novia de Fercho, nunca se enteró. Doce de la noche, una rubia y una
morena. Tan lindas que parecían de un bar de Cabecera. No les dijeron sus
nombres; es decir, dijeron cualquier cosa “Estrella y Esmeralda”, “Libertad y
Desafío” o “Anyi y Yuli”. Nunca supiste lo que pasó entre ellos. Fercho dijo
que luego te contaba y se metió al cuarto con las dos mujeres y una garrafa de
vino. Te quedaste hablando con otra de las peladas del lugar. Se llamaba Marcela
y tenía piercing en la nariz. Te pareció que el nombre era real y el piercing
de mentiras. Tomaron ron con coca cola, todo a la cuenta de Fercho. Y ella que
vamos para el cuarto y tú que no, que querías era hablar y ella insistió y el
ron con coca cola, y ante tanta insistencia entraste al cuarto. Y mientras
cruzabas la puerta te imaginabas que iba a ser pura lujuria, que te iba a hacer
un montón de cosas que no creías posibles, y al final ella era torpe hasta la
ternura. Cuando salieron, Fernando ya se había ido. Luego siempre te decía que
después te contaba, que después hablaban y llegó el día en que se mató Andrea
Camila y Fercho no volvió a hablar con nadie. La última vez lo viste por los
lados del Parque Centenario diciendo “El miedo siempre triunfa”.
Todos los miércoles le decías a Elizabeth
que querías ir solo a las películas de la Casa
Sur y visitabas a Marcela. Nunca volvieron a entrar a su
cuarto, es decir, a ningún cuarto. Tomaban ron con coca cola y fumaban bareta a
la vuelta de la esquina. La yerba de puta es buena yerba. ¿La hierba de puta es
buena hierba ?. Noches de miércoles y hierba y ron con coca cola. Jueves
de cerveza con Elizabeth en Sueños de Pan. Viernes con los amigos en el
Gabiente, sábados de Moscato en Las Palmas. Domingos de San Camilo. Cuando iban
a visitar a Federico hablabas con los otros locos. Tu teoría iba por el lado de
los porcentajes, de que se está tanto por ciento cuerdo y tanto por ciento loco
y a partir de cierto límite todo mundo notaba que habías cambiado de lado. Eso
le había pasado a Federico, también a Eduardo Acevedo. Esa es la conclusión que
sacaste. Con Elizabeth y Federico a veces jugaban a inventar obras de teatro.
El público era el loco Ricardo. El loco Ricardo que tenía las rastas más
bacanas de Bucaramanga y se paraba a insultar a los transeúntes de la calle
36.36 con 21, Lotería de Santander. 36
con 20, Club del Comercio. 36 con 19, la fuente del Parque Santander, donde el
loco Ricardo se bañaba cuando se sentía muy acalorado. 36 con, 18, 17, 16. Treinta
y seis con quince, donde ahora estas parado, s e i s y v e
n t i t r é s m i- n u - t o s d e
l a † a r - de . La quince es una
mierda a cualquier hora del día. Graffiti a la izquierda: “Si no actuamos
ahora, no esperemos nada más tarde”. Cruzas la calle otra vez y te preguntas
qué diablos haces ahí. Un domingo, te pusiste a hablar con el loco Ricardo. Ya
no tenía rastas ni insultaba a la gente. Te contó del día en que lo calvearon y
tú de la vez que fueron con Elizabeth a un motel de la antigua carretera a
Floridablanca y luego de jugar en la bañera leyeron poemas hasta la madrugada.
“¿Le contaste eso?” te dijo Elizabeth
pero te lo dijo sonriendo.
“Me inspira confianza el loco Ricardo”
dijiste.
Al lado del semáforo venden mango con
sal. Mango con el humo de todos los carros del día. Mango. Mango. Mango.
¿Podredumbre y corrupción, todo es caos en la nación?. Quinientos pesos la
bolsita. Negocias por tres cincuenta. Retacar es indispensable en estos días.
Tratas de recordar un café cercano donde puedas tomar un Tall Mocha Frapuccino
o un Té Pennyroyal que te destile la vida que llevas adentro. Las calles no
tienen nombre. Caminas temeroso entre concreto y polvo. Un diablo pintado en la
pared. 6:24. 6:25 Verificas que todavía tengas la billetera en el bolsillo del
pantalón. Federico se voló de San Camilo y Elizabeth no tenía motivos para
regresar los domingos, pero seguiste visitando al loco Ricardo. Ya no estaba
tan calvo. Te contaba sus cosas y tú las tuyas. Le contaste que perdiste a
Elizabeth cuando se enteró de que todos los miércoles en lugar de ir a ver
películas a la Casa Sur te
encontrabas con una prostituta y que no te creyó que nunca había pasado nada.
Un día llegó a tu casa un sobrecito con las cenizas de todas las flores que le
habías regalado y ya. Luego te la encontrabas en los bares pidiendo a gritos niu blod yoin tis er y no te
determinaba. Después de que Elizabeth te dejó seguiste visitando a Marcela.
Fumaban bareta a la vuelta de la esquina, tomaban ron con coca cola y no, nunca
más se volvieron a meter al cuarto. Le contabas al loco Ricardo que estabas
orgulloso de tu papá que fue héroe de la guerra y él te contaba que había sido
militar también, pero no héroe, qué va héroe, me echaron antes de ir a la
guerra. Te contaba de sus días en San Camilo. La rutina lo estaba volviendo
loco. Hablaban toda la mañana del domingo. Domingos con el loco Ricardo.
Domingos sin Elizabeth. Por qué la recuerdas tanto, tú qué eras tan
desprendido, que cambiaste tantas veces de pueblo cuando niño sin volver a ver
a los de antes, que eres tan malo para lo nombres que a veces se te olvida el
tuyo y te ríes con lo que dices “Un tipo con tan mala memoria que tenía anotado
el teléfono de la mamá para preguntarle cómo se llamaba cuando era pequeño” y
orbitas alrededor del semáforo y preguntas la hora. Te sorprendes de la
cantidad de cosas que se te pueden meter en el procesador en un instante.
6:26:07 6:26:08 6:26:09 6:26:10 6:26:11. 6:26:12. 6:26:13. La quince con
treinta y siete. Todo el día piensas cosas pero nada parece satisfacerte. Estás
cansándote de todo. Estás triste y sobre todo estás solo. Primero Elizabeth y
después Marcela. Una noche de bareta y ron con coca cola te dijo que se iba
para Cali. Le dijiste muchas veces que escribiera, que te llamara y nunca más y
debió quedarse en Calí y cómo sería la manera de putiar allá. Luego en ningún
local de la quince ni en ninguna casa de los alrededores del Cine Riviera
encontraste una mujer como ella. Nada. Siempre terminaban en el cuarto después
de dos cervezas. Pensaste agarrar para Cali pero luego te convenciste de que no
la encontrarías.
Si pudieras empezar de nuevo lo harías a
un millón de millas de donde estás. Estabas muy orgulloso de tu padre pero te
hubiera gustado conocerlo más. Así se lo contaste al loco Ricardo. Él te contó
un día porque no había ido a la guerra. Estaba en el ejército y en un retén
había parado dos muchachos. Él tenía rastas, ella una pulsera de caracoles. Le
estaban pidiendo resultados y él los dio y nunca se destapo nada, pero luego
tuvo que tomar pastillas para dormirse porque le volvía la imagen de los dos en
el barranco. Las pastillas funcionaron bien, eso obligo al perico en las
mañanas. Lo echaron porque le encontraron tres tubos de cocaína entre sus
cosas. Ahí comenzó su espiral descendente, el trago sobe todo, hasta que su
esposa lo dejó llevándose al hijo de ambos.
“Y de ellos dos no supe más” te dijo el
loco Ricardo y luego sacó de un bolsillo de su pantalón la única fotografía que
le quedaba de la época. Todo lo que ahora se le había vuelto estómago era pecho
entonces y lucía con orgullo patriota su uniforme militar junto a una mujer de
vestido rojo con blanco y gafas negras alzaba un niño recién nacido. El fondo
era un cielo azul claro adornado por la estela de un avión de caza.
6:27. Caen algunas gotas de llovizna. No
quieres que nadie te diga cómo te sientes porque nadie sabe cómo te sientes. Tu
madre te contó todo, el cambio de nombre acompañado del hecho de agregar
“amón" a la R
de Ricardo que firmaba la foto. No lloró mientras te lo contaba y quizás por
eso te largaste de la casa. Últimamente has vuelto a visitarla. Y bien. Piensas
que es tenaz sentir que uno nació de la nada. Que no hay héroes de la guerra
como en las películas. Que siempre te mintieron, Ricardo Junior. Siempre y el
viejo Ricardo te espera en la casa con sus vestidos perfectamente desordenados.
Ya no mete tanto pero todas las noches se toma una botella de Moscatel de
pasas. Tarde o temprano dejará de beber. Así le ha pasado a casi todos tus amigos.
Piensas en Elizabeth y en Marcela. Las dos, a su manera, eran divinidad y
lujuria. Por ellas te le tirarías a un bus. En realidad te le tirarías a un bus
por muchas razones y no te tirarías por una, porque recuerdas cómo quedó la
muchacha que viste atropellar un día y no quisieras verte así. Entonces das un
paso al frente desde la andén y piensas que la quince es una mierda a cualquier
hora del día y las personas que van para su casa no merecen otro trancón.
Por: Ricardo Abdahllah