Marzo del 2008
- Nunca nos han presentado. - ¿Cón quién hablo? - Contigo mismo." Por: Charo González |
¿Qué les pasa a los hombres? Artículo publicado en el País, el domingo 2 de marzo de 2008, firmado por Soledad Gallego Díaz. Dice Soledad: “si 340 mujeres hubiera matado a sus parejas en menos de 5 años habría muchos grupos femeninos buscando soluciones” Y expone su teoría en la que plantea lo que harían las mujeres en caso de ser ellas las autoras de la violencia de género y a qué métodos recurrirían para erradicar ese problema. Ahí está el quid del asunto, para ellas es un problema generalizado, para ellos, solamente “casos aislados” en mi opinión es esa diferencia conceptual la que impide unificar acciones que resulten verdaderamente efectivas y lo más importante, que sean a largo plazo. Pero no se trata de lo que harían ellas o ellos, no es un problema de un solo bando, es un problema de educación desde el nacimiento, momento en que la familia es vital para los nuevos seres humanos que inician su recorrido por el mundo, ahí debe estar el germen oculto que convierte a los hombres en maltratadores. En ese principio de formación debe existir algo que se tuerce y se queda latente hasta que son adultos. Pero ¿quien, al ver el rostro de un bebé de seis meses, puede imaginar siquiera que en su mayoría de edad se convierta en un monstruo maltratador? Nadie. No podemos prever como responderá ese bebé ante el rechazo de una mujer, ante el desengaño de un amor, ante la falta de recursos, ante una situación de paro prolongado, y no podemos hacerlo porque la vida no tiene guión predeterminado. Por eso es a la familia a quien corresponde buscar soluciones, el padre y la madre, de común acuerdo y responsabilidad, son quienes forman a esos seres humanos, por tanto son ellos los forjadores de la personalidad de ese niño. Ojo, que ahí empiezan las dificultades, ¿Qué tipo de familia tendrán esos bebés? Sin duda no será la misma de los abuelos o padres y no puede serlo porque esta generación de padres vive en un mundo diferente, lo cual es un reto para quien se enfrente a engendrar hijos, pues ya el ser humano es consciente, quizás más que en épocas anteriores, de que el mundo que vive él, no será el mismo para su hijo, así qué habría que reflexionar no solo sobre el mundo que ellos heredaran, sino la manera en que los hijos se adapten a éste. L.D. |
- Disculpe señor, ¿usted trabaja aquí? - Si señora... - Entonces, ¡abra la puerta que yo me quedo! - Señora, señora, espere – gritó el enfermero mientras corría detrás de la mujer, al tiempo que sus ojos buscaban afanosamente a alguien que pudiera ayudarlo a detener a esa tromba de mujer que se iba adentrando por los pasillos del asilo y que no hacía caso de sus atropelladas palabras, que tan pronto eran razones lógicas del por qué ella no debía estar allí y por otro lado, su propia conciencia y sentido del deber que le reprochaban el haber sido tan insensato al abrir la puerta de esa manera tan infantil. El sentimiento de inutilidad era demasiado abrumador, aquel remolino de faldas se escabullía de su alcance con una facilidad insultante hasta que la perdió de vista y se quedó en medio del pasillo con las manos a lo largo de su cuerpo, mirando al frente con la misma ausencia de expresión que los internos a su cuidado. En ese estado lo encontró Manuel, quien se aproximaba abstraído, leyendo unos informes médicos y de no ser por un reflejo inconsciente, hubiera chocado con él. Manuel lo sacudió, lo zarandeó hasta que poco a poco Jairo fue recobrando el sentido de la realidad, sin embargo no se atrevía a confesarle a su compañero que había sido arroyado por una mujer que exigía de buenas a primeras ser recluida dentro del establecimiento y que en esos precisos momentos estaría ya confundida con los enajenados del ala sur. Manuel al notar la palidez que cubría el rostro de Jairo lo condujo suavemente hasta el consultorio del Doctor, lo acomodó en una silla y lo obligó a beber un poco de agua, al tiempo que lo interrogaba acerca de lo que le había sucedido. - No sé, balbuceó Jairo, fue una especie de mareo, pero creo que ya estoy bien. Si no le importa me voy a quedar un rato más y luego lo ayudo con los informes. - Hombre, por eso no se preocupe, repuso Manuel, lo importante es que se tranquilice; esos mareos no son nada buenos. ¿Sería que algo le sentó mal? ¿Qué comió? - El almuerzo del hospital. Debe ser más bien cansancio, esta semana ha sido dura. Menos mal que hoy es viernes. - Bueno, lo mejor sería que lo viera un médico, aunque fuera el doctor Agudelo, ya sé que es siquiatra, pero estudió medicina ¿o no? - Supongo que sí, pero creo que pediré una cita el lunes e iré al seguro. - Bueno, si necesita algo llámeme. Mientras Manuel salía de la habitación, Jairo cerró los ojos fuertemente esperando que al abrirlos su situación en el hospital fuera la misma de siempre, con sus enfermos ya conocidos y sin ese peso extraño que le oprimía el estómago. Jairo se llevó las palmas de las manos a los ojos y ayudó a sus párpados para que la oscuridad fuera total, sintió el frío de éstas, la humedad se le prendió a las pestañas, pero aunque su visión le negaba la luz, su cerebro iluminaba la escena como si la estuviera viviendo de nuevo: un atardecer rojizo, a lo lejos las montañas desdibujándose por los efectos de la luz solar, una luz que llegaba hasta ellas tamizada por una delgada cortina de nubes; un maravilloso escenario donde su espíritu bailaba totalmente desinhibido al compás de acordes celestiales, su cuerpo y su mente eran una sola materia fundida con los tonos del atardecer; aunque tenía la certeza de que la parte sólida de su cuerpo lo contemplaba tras el cristal de la puerta; entre esa parte sólida y el Jairo que bailaba en el horizonte, estaba el jardín que bordea el edificio principal del asilo con sus enormes eucaliptos de plata, la piedra menuda que rellena el tramo de calle derivada de la lejana carretera principal, y él, en su arrobamiento se atrevió a infringir las normas, decidió que un atardecer así debería oler a inmensidad, a cosas profundas, definitivas, por eso entreabrió la puerta dejando penetrar el olor de la tarde, para paliar un poco los humos a desinfectante del asilo, fue en ese momento, justo mientras aspiraba el olor a eucalipto, cuando de repente una mujer mayor, aunque no precisamente anciana, se le echó encima preguntándole si trabajaba ahí; lo que sucedió inmediatamente después pierde claridad en su mente, pues los recuerdos, sumados a las evocaciones dan a la realidad carices tan diversos que uno llega a dudar si alguna vez existieron. Cómo saber si aquella mujer entró de verdad a la clínica dejándole en las fosas nasales un olor a jazmines, que le dibujaron en su mente un cementerio, cómo saber si ese escalofrío que recorrió sus entrañas fue provocado por el roce de esa piel y cómo además, poder estar seguro de que esos ojos no lo habían traspasado como un cuchillo caliente atraviesa la mantequilla. No, de eso estaba plenamente seguro, ya podrían cortarle la cabeza, someterlo a torturas, a humillaciones, a vejaciones de cualquier índole, nada lo haría cambiar de opinión, esa tarde había sido definitiva en su vida, por eso le daba miedo buscar a la mujer, esa presencia no merecía un desarrollo de acontecimientos tradicional, como llamar a los enfermeros, a los vigilantes, o a la policía y requisar vulgarmente cada centímetro del asilo hasta dar con ella para luego echarla de allí impunemente. Todas las cosas que nos suceden de forma inesperada e insólita deben desaparecer de la misma manera, es la única posibilidad de que la vida no se nos vuelva un trapo ajado entre las manos sudorosas; por eso no iba a avisar a nadie de la presencia de aquella mujer, se quedaría cumpliendo sus obligaciones de siempre, repitiendo el mismo rol que había desempeñado desde que empezó a trabajar en el asilo, no dejaría que nadie se diera cuenta del fundamental cambio que se había operado en su vida; sin embargo la buscaría, por supuesto que sí, la encontraría y ya vería lo que pasaría, siempre y cuando fuera a su manera. Con ese propósito salió del despacho, se dirigió al baño, quería comprobar si su rostro había cambiado, o si algo en su expresión delataba esas nuevas emociones que lo embargaban; con este propósito entró mirando receloso a lado y lado del pasillo, cerró pasando el pestillo, se acercó hasta el espejo, allí vio que su cara seguía siendo la misma, ahí estaban las pálidas mejillas, los ojos verdosos, las cejas pobladas, la misma dureza en la barbilla. Sí, no había cambiado, seguía siendo el Jairo de siempre y así debía permanecer, por lo menos hasta la noche, cuando todos se fueran y él se quedara resguardando su territorio, por delante tenía más de ocho horas para determinar que camino seguir. Salió del baño, se encaminó a la primera sala, revisó los historiales de cada enfermo, consultó los horarios de las medicinas, tomó la tensión a quien debía tomársela y de paso, disimuladamente examinaba los cuartos, abría los armarios, registraba los baños, mientras su voz daba explicaciones que nadie le había pedido; frases como: este baño necesita una buena mano de desinfectante, o le arreglo la cama, o déjeme alcanzarle las zapatillas, servían de escudos para su búsqueda incógnita; los enfermos lo miraban, algunos se sonreían, otros ni lo escuchaban, actuaban como siempre, pero Jairo veía en ellos sonrisas ladinas, miradas furtivas y un cierto aire de burla empezaba a molestarle pero no sabía muy bien como sacárselo de encima. En ese recorrido por sus rutinas sanitarias se le fue lo que quedaba de la mañana y pronto oyó el silbato para almorzar. Un sudor frío empezó a recorrerle la espalda, una desazón en el estómago le impidió tragar la comida. Se excusó con sus compañeros alegando tener trabajo atrasado y se refugió en el despacho. Desde la ventana Jairo contemplaba el jardín sin verlo, su mente se había quedado congelada en un lugar inaccesible para su entendimiento, parecía como sí se le hubiera separado del cuerpo para convertirse en un ente ajeno a su ser; no pensaba en nada, no recordaba nada, simplemente se había quedado rígido ante la ventana sin saber qué hacer, como si de un momento a otro hubiera aparecido en una tierra extraña donde nada de lo que le rodeaba tenía nombre, o recuerdo, u olor conocidos. Y, sin embargo la vida en el asilo transcurría ajena al estado cataléptico en que se encontraba Jairo, los enfermos iban y venían por el parque vigilados por Manuel, quien desde lejos no perdía de vista ninguno de sus movimientos. Algunos vagaban solos, cabizbajos contando los pasos sobre las lozas de los caminos laterales, otros avanzaban en grupo pero sin hablarse, eran como una manada de leones que busca la compañía de los de su casta para atravesar ciertos parajes de su territorio, y una vez salvada la dificultad, se separan sin decirse adiós, sin darse las gracias por esa especie de solidaridad de género, cada cual sigue su camino sin siquiera recordar que hace apenas unos instantes había necesitado de los demás; otros, los menos jugaban o por lo menos aparentaban jugar al ajedrez o al dominó, pero entre jugada y jugada podía pasar toda una eternidad, hasta que uno de los dos, quien menos paciencia tuviera se levantaba de la mesa protestando y haciendo saltar las fichas por los aires. Más o menos ese era el escenario, ellos, los actores que diariamente representaban las rutinas del asilo; los demás, los considerados peligrosos o definitivamente descartados de toda posibilidad de curación se hallaban encerrados en sus celdas o eternamente sujetos a sus camisas de fuerza mientras los días pasaban, mientras la vida se agotaba. Así, y tal vez precisamente por eso, Jairo recurría a esas huidas del presente, siempre lo había hecho, desde que tiene memoria y nunca podría precisar en qué momento empezó a ser consciente de aquellos raptos. Quizás todo comenzó cuando llegó su hermano, o cuando su madre desaparecía al llegar el padre a casa, - ese sería un gran reto para cualquier psicoanalista – pero a él no le importaba saber cuando había empezado a escaparse y mucho menos los motivos que causaban esos raptos de la realidad, en el fondo de su alma estaba muy contento de ser así, lo consideraba una cualidad más que un defecto; allá los otros que desperdiciaban su tiempo tratando de averiguar los por qués del comportamiento humano, los que se enredaban en largas y tediosas teorías acerca del ser y del no ser, sin embargo, más idiotas eran aquellos que se gastaban su dinero sentándose en un sillón para contar sus cosas mientras el doctor dormita con la grabadora encendida y que a él no le viniera nadie a decir que el tal señor que se inventó el psicoanálisis había hecho algo positivo por la humanidad, todo lo contrario, entre más sabio es el ser humano, más refinado se vuelve para sembrar el mal. Y no bien acababa de condenar a los sabios, Jairo tuvo un sobresalto, justo en frente a su ventana, en el pabellón de aislados le pareció ver la silueta de una mujer deslizándose tras los cristales del pasillo. ¿Sería la misma que en la mañana lo había traspasado? ¿La misma, cuyo recuerdo le mordía el hígado? Sin detenerse a pensarlo salió apresuradamente del despacho, bajó los escalones que lo separaban de la primera planta de tres en tres. En un abrir y cerrar de ojos se hallaba atravesando el jardín hasta alcanzar el edificio del frente. Sin embargo sus esfuerzos no fueron recompensados, por más que inspeccionó una a una las habitaciones, los pasillos, baños o cualquier recoveco del edificio, no pudo hallar a la mujer que lo había trastornado. Finalmente, cuando decidió darse por vencido, retomó sus pasos, volvió al despacho considerándose afortunado al no encontrarse con nadie en el parque ni en los pasillos interiores, una vez allí, buscó entre las gavetas los formularios exigidos por el centro para el ingreso de los pacientes y cuando los tuvo todos en regla se dispuso a llenarlos con los datos imprescindibles para que en la mañana, cuando el médico viniera a hacer la revisión obligatoria, no encontrara nada fuera de lugar en la admisión de aquella mujer madura. En ello se entretuvo casi toda la tarde, una tarde de por sí bastante inútil porque su cerebro se negó a coordinar sus pensamientos, lo único que podía sacar en claro de aquel desbarajuste era que tenía que calmarse si quería poner en orden sus teorías acerca de la extraña mujer, pero, ¿cómo hacerlo? ¿Por dónde empezar? Y encima el tiempo corría en su contra, porque si alguien la encontraba primero, quien sabe en qué terminaría la historia de esa mujer madura que por la mañana entró en su vida sacudiéndole el polvo de tantos años perdidos. Con la mirada perdida y las manos empapadas de sudor, Jairo se acercó a la ventana, como buscando que los árboles le dieran alguna pista, pero al cabo de unos minutos ellos seguían tan mudos e inertes como él mismo. Sacudió la cabeza, cerró los ojos fuertemente y decidió que debía empezar por algo, cualquier cosa era preferible a ese estado latente e improductivo; entonces volvió a la mitad de la habitación, miró en derredor y se decidió a examinar los expedientes de los pacientes; allí estaban archivados en perfecto orden alfabético, las letras separadoras lucían brillantes bajo la cubierta de plástico azul, en una secuencia metódica, ahí estaba toda una gaveta con los resúmenes de las vidas de los internos hasta la letra M, seguramente en el cajón inferior se hallaban los de Jairo se levantó dejando los expedientes sobre el escritorio, los miró como de lejos y se quedó de pie en medio de la habitación pensando qué hacer. Pero las respuestas no llegaban, si al menos fumara, ese sería el momento de tomar un cigarrillo lentamente de la cajetilla, llevárselo a los labios y como al descuido sacar de su bolsillo el encendedor, frotarlo con sus manos, entonces el rostro se le iluminaría con una bonita luz rojiza que quedaría perfecta para un encuadre cinematográfico de alguna película de las llamadas de autor, que al provenir de un país subdesarrollado o en vía de desarrollo como la lástima había generalizado, ganaría un montón de premios en las salas sacras del séptimo arte, pero él no era actor de ninguna película de ese tipo, mucho menos director de cine, era un simple auxiliar de enfermería que empezó haciendo prácticas en un hospital psiquiátrico y que por pereza o desidia se fue quedando allí, adoptando a los enfermos como a su familia y a los médicos y demás compañeros como sus hermanos de sangre. Ese era Jairo, pero también era ese otro que se quedaba pasmado en medio de una habitación pensando hacía donde dirigir sus más ínfimos pasos o deseos y ahora tenía en sus manos una cosa grande, un algo enorme e insondable que le daba a su vida una segunda oportunidad, no sabía qué hacer. Era como encontrarse en medio del desierto y de pronto, al atravesar una duna encontrarse con dos caminos igual de llanos, ¿cuál elegir? El lógico y sensato: decir la verdad y devolver a esa mujer al mundo exterior para que luego él pudiera tomarse tranquilamente el café con leche caliente, o sentarse en medio de sus amigos por las mañanas con la única preocupación de llenar anotaciones en las hojas de cada paciente, o por último enfrentarse a aquella mujer, preguntarle, hablar con ella... y sin embargo una tercera vía se abría frente a sus plantas: Jairo podría ser un creador, un dios, podría perfectamente tomar de la nada ese cuerpo de mujer, darle un nombre, rotular una carátula de alguna carpeta limpia y empezar a llenarla de vida, si, es verdad, una vida imaginada pero ¿quién podría desmentirlo?. Nadie, porque sería su secreto. Por: Gladys |
![]() Todas las teorías apuntan a una posible conexión entre ciertos asesinatos, con el hecho de que en varias bibliotecas del mundo el texto de los libros está desapareciendo... eso al menos exponen ciertos entendidos... La Dirección |
Ya hemos
llegado al punto de que con nuestros teléfonos o sencillas cámaras filmamos
nuestras experiencias vitales, desde un cumpleaños, hasta la forma en que nuestra
madre corta las berenjenas o las arrugas de la sábana, por no hablar de lo que
esas sábanas presencian. Pero lo que no termino de entender es esa fascinación
de la gente por filmar sus gamberradas para colgarlas en you tube. La Dirección |
Título: Las abuelas Autor: Doris Lessing Editorial: byblos La vejez, esa palabra que por estas épocas nadie se atreve a decir en voz alta. Vejez que no quiere mirarse al espejo, vejez que se queda en las camillas de las salas de cirugía es a la que se refiere Doris Lessing en este libro compuesto por cuatro relatos sorprendentes por su visión sobre lo inevitable, narrados en un tono a medio camino entre la fantasía y la realidad. Los cuatro relatos: Las abuelas; Victoria y los Stanveney; El motivo; y Un hijo del amor, se recrean en el proceso biológico y anímico del tránsito entre la juventud y la vejez. Toda una pintura de la vida captada entre las bambalinas de unos ambientes, reales o no, pero vibrantes, velados tras una sonrisa de mujer mayor al contemplar el mar, o mirar por encima de las gafas a su amiga de toda la vida. Gestos vívidos que dicen muco más que las palabras, lenguaje de cuerpos, diálogo de sudores es lo que emana de esta bella recopilación de cuentos. No les hablo más porque espero haberles despertado el interés necesario para que abran el libro. Por: Ágata |
"El
lago estaba cubierto por la niebla y aún así el cazador podía distinguir a sus
presas...Aunque pensemos que podemos cubrirnos con un manto natural contra las
incursiones externas, ese manto es ficticio y al descubrir su fragilidad nos
encontramos indefensos frente al otro" Por: Charo González |
Jesús al fin se había decidido, el resto de su vida la pasaría con Gisela, aquella mujer desconcertante y voluptuosa que descubrió en un bar de ambiente decadente al que iba cada vez que tenía que cerrar un negocio. Gisela se dejaba querer, él deseaba querer a alguien. Fue una relación rápida, que no inmediata. Jesús se fue integrando en su círculo extraño de amigos. Fue el lluvioso 5 de diciembre, ése y no otro día en el que pediría la mano de Gisela, era muy tradicional para estas cosas. Y lo haría en Salamanca, bajo la calavera de la sabiduría y la inteligencia, dos cualidades que le iban a hacer mucha falta para que aquella intrépida mujer aceptase. Pero tendría que sufrir un poquito, debía de llevarla a hacer un examen a la universidad de Salamanca. Una vez más se eliminaron los pequeños detalles. Por: Jimul |
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- ¿Un café? - Si. Él fue hasta la cocina, contempló un
segundo la sucia cafetera, -no se lava para que el café coja más cuerpo –
recordaba que ella le había dicho cuando le preguntó por qué nunca lavaba la
cafetera. Sin pensar en más, tomó las dos tazas de café, colocó el azúcar y
mientras la estufa cumplía su función, él se dedicó a contar las baldosas del
trozo de pared que ascendía por detrás de los fogones hasta el techo; sucias
también y pensó, misma justificación que con el café. Un día de estos tendría que coger una
lejía y darle una buena repasada a las baldosas, pero si le daba a esas
baldosas, tendría que hacerlo con toda la cocina, porque si no las otras tres
paredes gritarían su suciedad... y ¿por qué carajo estoy pensando yo en
suciedad y en lejías, después de hacer el amor? El café empezó a borbotear. Sirvió, revolvió
con la cucharilla y probó ambas tazas.
Satisfecho, regresó al cuarto, su mujer se hallaba acostada soñolienta, los
cabellos desparramados por la almohada, la piel sonrosada por el calorcito de
las cobijas y tuvo ganas de volver a amarla de nuevo, de volver a refugiarse
entre sus piernas, de escarbar en sus entrañas hasta encontrar el cordón
umbilical de su amor, pero el instante se había desvanecido, la ternura había
escapado por la ventana y ahora no eran más que dos seres humanos que comparten
un piso en una ciudad cualquiera, dos seres que se han puesto de acuerdo para
compartir gastos y poco más, ahora su piel es de látex perfecto, sus ojos le
sonríen desde su rincón opaco y un cristal separa sus cuerpos, con un letrero
en luces de neón. Prohibido. - Te quiero, - Cree leer él -. Ella no lo mira, ella siente que la frase es falsa, que tal vez se la está dirigiendo a esa otra mujer, a otras palpitaciones, a otras tibiezas y no a su cuerpo. ¿Por qué ya no creo? – se pregunta, y su propia voz, con unos años de congelada adolescencia le responde: “es la falta de fe”. - Yo también te quiero – le dice ella - Por: Gladys |
Artículos anteriores en Marzo del 2008
- Sin palabras (7 de Marzo, 2008)
- Encontrado por ahí... (2 de Marzo, 2008)