Algo se me empieza a
ensanchar en el pecho cuando presencio una fiesta popular, poco a poco se va
apoderando de mi hasta oprimirme las costillas y dejarme sin respiración, mi
cuerpo empieza a convulsionar, una ola de calor recorre mi espalda, la voz se
me resquebraja, el pulso se acelera y cuando ese algo se convierte en bola de
fuego rompo a llorar, ese es el punto de fuga que me libera de tal desazón.
Claro, me refugio en la espalda de alguien, o me disperso de los amigos que en
ese momento me acompañan, no quiero que se den cuenta de lo que me sucede,
afortunadamente la convulsión dura escasos segundos y cuando vuelvo en mi,
empiezo a destripar la fiesta que estoy presenciando preguntándome cosas como: desde
qué tiempos inmemoriales los mayores del pueblo se reúnen a bailar dando
pequeños saltitos, tomados de la mano alrededor de una plaza XX, engalanados
con trajes antiguos, o cuál es el objetivo de formar torres humanas, o lanzarse
tomates, o desperdiciar el agua, o bañarse en lodo, despeñar una cabra desde lo
alto de una torre, poner a rodar un queso por una montaña y correr detrás de
él, caminar tres horas bajo un sol de justicia hasta llegar a una iglesia xx,
dar vueltas alrededor de un palo, soltar unos toros y correr delante de ellos o
correr tras el toro ensartándolo con filosas lanzas hasta que el animal muere. Claro,
eso lo pensamos después de presenciarlo, o cuando ya estamos solos en
nuestra habitación, cuando nadie nos ve,
porque al principio, aunque no seamos originarios de ese pueblo, nos entregamos
al ritual como si fuéramos nativos, vivimos cada experiencia con intensidad y
logramos trascender nuestra educación y nuestros prejuicios para reencarnar en
un personaje ancestral que revive por pocos segundos, pero luego, la realidad se
impone y el juicio empieza a analizar los motivos que llevan al hombre a
repetir cada año los mismos rituales. Trabajo inútil por supuesto porque a cada
conclusión que emitimos le surge una contraparte que la devalúa y en ese
sopesar de ideas se nos va el entusiasmo y llega el próximo año y nos vemos
corriendo delante de los toros, como el año pasado… Y
sin embargo, aunque el miedo nos haga correr y la adrenalina rebose nuestros
cuerpos, no dejamos de pensar en que en esos momentos somos más humanidad que seres
individuales y que esa masa llamada humanidad está condenada a repetirse una y
otra vez hasta el final de su existencia, para lo bueno y para lo malo. Ese es
el embrujo de las fiestas populares, se han realizado desde que el hombre
empezó a vivir en comunidades y mientras siga haciéndolo ejecutará los mismos
movimientos, no importa que haya quien tilde de crueles tales procedimientos,
ellos siempre serán minoría. La Dirección |
20 de Septiembre, 2008, 4:57:
La Dirección.General