2:00 a.m. -
¡Hombre ya puedes callarte de una buena vez! Llevas toda la noche dándome la
lata, no me dejaste leer a gusto a Pushkin, y eso que me cuesta, con esos nombres
tan llenos de consonantes, pero este precisamente me estaba enganchando, cosa
que a ti parecía molestarte porque no dejabas de meterte en la lectura. -
Es que son muchos años y nunca me haces caso. -
¿Qué no te hago caso? Pero cómo te atreves a reclamarme algo, soy yo quien debería… -
Deberías ¿qué? -
Reprocharte, ahí está, ya lo he dicho. Por fin. -
Mira aquí no vamos a arreglar nada. Si hemos de poner los puntos sobre las íes,
¿por qué no salimos a caminar?. El aire fresco aclara las ideas, ¿o no? -
Bueno, en eso te doy la razón. Las sábanas están muy calientes y ya sabes que
con calor… que te voy a decir. Espera me visto. Mientras
Javier se ponía unos jeans y un sueter abrigado, miró al otro con desconfianza.
Ese Jaavier tenía cierta tendencia masoca, le gustaba torturarse… sacudió la
cabeza y arrolló una bufanda a su cuello. La suavidad y tibieza del tejido le
confortó. Vamos le dijo. Agradeció
el frío que bajaba de las montañas de la Sabana, aspiró con fuerza el aroma a
eucalipto y se admiró de que, con lo contaminado que era el aire de Bogotá, a
esa hora de la madrugada estuviera tan puro, era como si los seres de la noche
hicieran limpieza general. -
Me alegra que estemos caminando – le dijo a Javier – -
¿Lo dices de verdad? Si no me soportas. – Ironizo Jaavier. -
Reconoce que tengo mis motivos. Me has hecho mucho daño, gracias a ti he pasado
muy malas noches, creo que la culpa de mi fracaso la tienes tú. Eres tu el que
me ha hecho fallar en los momentos decisivos, eres quien pincha el globo de mis
ilusiones, el que fomenta mi cobardía ablandándome las rodillas en los momentos
en que debía pisar firme, el que pone jabón en mis manos para que las
oportunidades de éxito se me resbalen y se evacuen por el sifón de la vida. Cómo
aquella vez que… no, no voy a recordarlo,
ya lo sabes muy bien llevamos muchos años juntos y siempre me has hecho
la zancadilla, has sido como una maldición para mi, sinceramente daría mi vida
por que desaparecieras. Jaavier
que lo dejaba hablar en silencio, atravesó sin inmutarse, el poste de la luz en
la esquina de la carrera tercera, por unos segundos desapareció en la columna
de cemento para reaparecer bañado por la luz de la farola. Una menuda llovizna
empezó a bañar la ciudad. Se miraron a los ojos y en silencio bajaron hasta el
parque de la carrera quinta, se sentaron en los columpios infantiles, empezaron
a mecerse suavemente mientras la lluvia los empapaba. -
¿Por qué me haces esto? No quiero ser un hombre mediocre lo dijo con voz
suplicante a Javier. -
Eres patético. Se burló el otro. -
Me insultas impunemente lárgate, ¡déjame en paz de una buena vez! -
No gastes saliva en insultarme. Es inútil. -
Si que es inútil, lo sé por experiencia propia, parece que las palabras te
resbalaran, sigues ahí pegado a mi espalda como mi maldita sombra. Sabes, si
creyera lo que dicen los escritores, creo que pactaría con el diablo solo para
librarme de ti. Jaavier
lo miró burlón. No aprendes nunca – le dijo – Javier
sintió la fría llovizna sobre su cara, las gotas refrescaban sus pensamientos
calenturientos deshaciendo la rabia que llevaba por dentro, haciendo su cuerpo
más ligero. Las luces temblorosas de la ciudad llenaron su mente, colmaron su
espíritu. Siempre se rendía a la majestuosidad del espectáculo. Su ciudad era
el único sitio posible para vivir, aunque sabía que por la mañana pensaría todo
lo contrario, pero así, en la tranquilidad de la noche, con la conciencia de
millones de almas durmiendo a sus pies… -
Te acuerdas – le dijo –cuando me llamaron para aquel empleo en el que iba a
ganar tanto dinero, o cuando me propusieron sostenerme económicamente para
poder hacer lo que me gustaba, o cuando recibí aquel montón de dinero y me lo
gasté en menos de lo que dura un suspiro… éxitos en la palma de mi mano que se
me esfumaron en cuanto soplaste sobre mi hombro. -
y ¿tu? te acuerdas de los años en que me ignoraste cuando amabas, o del
abandono en que me dejaste cuando nacieron tus hijos y chorreabas la baba por
ellos, o cuando te fugabas a ver los conciertos o a bailar mientras yo me quedaba
en el último rincón de tu vida… te confieso que temí por mi integridad. -
¡Ja! Temerme tú a mí. No te lo puedo creer. -
Claro que es verdad, tu felicidad me enfermaba. -
No sabía que tuvieras un punto débil. -
Ni yo. Javier
empezó a reírse, al principio fue una sonrisa apenas esbozada, luego un
torbellino que nació en su estómago y que pronto subió por su garganta para
estallar en el silencio de la noche. Empezó a balancearse con fuerza en el
pequeño columpio, el vértigo en la barriga lo transportó a los años de
infancia, frente a él vio a su madre con el rostro que él recordaba de joven,
se impulsó aún más y siguió haciéndolo hasta que la luz del alba empezó a
iluminar la silueta de las montañas. 5.00 a. m. Volvamos a casa viejo y dejémonos de pendejadas. Por: Gladys |