Agosto del 2009
Un mundo feliz Aldous Huxley John es el hijo de dos ciudadanos del Mundo Feliz, resultado de un error accidental en el
método anticonceptivo. Pronto se verá que su padre no es otro que el jefe de
Bernard; éste estaba de visita en la reserva cuando su madre se perdió;
quedándose allí sola, dio a luz a John. Él creció con el estilo de vida de la
tribu de los zuñi (Nativos Americanos
de Estados Unidos). El
libro gira alrededor de los dos principios básicos de la humanidad: El primero,
y el más obvio, es que para asegurar una felicidad continua y universal, la
sociedad debe ser manipulada, para que la gente crea que goza de la libertad de
elección y expresión. Los
seres humanos son felices, pero John el Salvaje considera que esta felicidad es
artificial y "sin alma”. En una escena importante discute con otro
personaje, el Interventor Mundial de Europa Occidental Mustafá Mond, sobre el
hecho de que el dolor y la angustia son parte tan necesaria de la vida como la
alegría, y que sin ellos, poniéndolo en perspectiva, la alegría pierde
significado alguno. El segundo problema presentado en la novela es que la libertad de elección, la inhibición de la expresión emocional y la búsqueda de ideas intelectuales resultan en la ausencia de la felicidad. Y nadie que sea infeliz puede vivir en un mundo feliz. Por eso John huye, se aísla, es el precio que tiene que pagar por ser diferente. ¿Les recuerda algo? La monja voladora. |
Esa mañana se
despertó sin muchas ilusiones. En su mesita de noche tenía una lista con todas
las direcciones a donde había pensado llevar su curriculum, tenía también una
planificación de las rutas de metro, un bono recién adquirido para no gastar
tanto, en la nevera unos cuantos bocadillos y un par de refrescos. No podía
permitirse almorzar en una cafetería. En el bolso la libreta de ahorros que le
recomendaron abrir nada más llegar para que las autoridades de inmigración, si
le preguntaban por dinero, se dieran cuenta de que ella si tenía para vivir en
el país. Lo malo de eso es que llevaba mucho tiempo viviendo con lo que
medianamente conseguía y a veces le dolía el estómago por el hambre, pero se
había jurado a sí misma no tocar esa plata. Era su seguro de permanencia, por
llamarlo de alguna manera. En fin, no era momento de lamentarse, debía bañarse,
vestirse y salir a comerse la gran manzana. Una metáfora de esa pequeña manzana
que había reservado para la cena cuando llegara de su recorrido por las
posibles empresas donde iba a dejar su petición de empleo. Hizo todo lo que debía hacer y dándose un último retoque ante el carcomido espejo del pasillo, se sintió satisfecha con su imagen. Ya iba a salir cuando se acordó que la puerta de la terraza estaba abierta, se volvió y siguiendo su costumbre se asomó al patio, había un encanto especial en toda esa ropa tendida oliendo a suavizante. Al mirar hacía abajo se quedó sorprendida: en la hilera correspondiente a sus vecinos había una tira de pelucas secándose al sol. Rápidamente se escondió como si quisiera ocultarse – le daba vergüenza que los vecinos la pudieran ver y se dieran cuenta de que ella había visto sus pelucas, pero por otro lado, ¿por qué se iba a ocultar ella? ¿Hasta cuando iba a dejar de ser tan tonta? Después le dio la risa y luego pensó que esa era una excelente fotografía para que sus amigas en su país se rieran de las excentricidades europeas. Buscó la cámara y cuidándose de que nadie la viera, sacó las fotos desde diferentes ángulos. Luego, al verlas en la pantalla de su camarita digital se sintió desilusionada: las pelucas habían perdido su espectacularidad. Se decidió a buscar otro ángulo, fue hasta la habitación del pasillo, abrió la ventana y las contempló desde allí, tampoco ofrecían una buena óptica, fue hasta su alcoba y se subió a una butaca, apoyó su cuerpo cuanto pudo a la ventana a ver si desde allí le salía una buena imagen, el cristal tembló al sentir el peso de su cuerpo y un sudor frio le recorrió la espalda, lentamente se aferró a la manija y logró recuperar el equilibrio. Se bajó de la silla y volvió a la terraza, se quedó contemplando las pelucas pero la imagen había perdido todo el encanto. No eran más que unos colgajos de pelos alborotados por el viento, tan ridículos como ella misma… los ojos se le humedecieron y pensó en sus amigos de toda la vida, los imaginó haciendo sus vidas cotidianas, reuniéndose en las tardes-noche para charlar un poco antes de irse a su casa y sintió rabia y envidia; eso era la vida y no tratar de hacer unas fotos de una estúpidas pelucas, mientras el tiempo pasaba, el metro seguía su curso y los curriculums se quedaban en la mesita de noche. Mañana si que los llevaría. Por: Gladys |
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Si
no quieres no lo hagas. Eso debes tenerlo muy claro. - Si mamá, quiero hacerlo, pero sólo podría ganar si tu me dices que soy linda. ¿Soy más linda que las demás mamá? Por: Selvática |
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Soñé
con un opresor de pechos. -
¿Cómo
es eso? -
Si, ¿nunca ha sentido eso? -
No
se trata de mi, sino de usted. -
Pues
el opresor de pechos me ahogaba, me hacía sentir desgraciada, creí que moriría,
no, no tenia manos y sin embargo no me soltaba, no tenía cara pero yo casi
podía sentir su aliento. -
Explíquese. -
Tal
vez... La mujer lo miró a
los ojos y sin decir nada se levantó del sillón. Tomó su abrigo, abrió
suavemente la puerta del despacho, se aseguró de que la secretaria no estuviera
por allí, se acercó al escritorio y robó el libro de citas. Salió
tranquilamente a la calle. Caminó hasta la esquina y mientras lo hacía iba
arrancando las páginas de la agenda y en cada recipiente de basura tiraba las
hojas, una sola en cada contenedor; a medida que rasgaba las hojas la opresión
del pecho se iba aliviando, cuando terminó se hallaba muy lejos del consultorio
y de su casa, pensó en volver, en tomar un autobús, su esposo ya estaría
preocupado, y ese sentimiento le volvió a apretar el pecho, así que decidió
quemar el último contenedor de basura, justo donde había depositado las páginas
finales y las portadas de la agenda. Se sentó a
contemplar el fuego. Su silueta se impuso en la oscuridad de la noche: una
silueta negra, sentada en el bordillo del andén, con las piernas medio
recogidas y tacones de aguja. Cuando llegaron los bomberos, ella se levantó,
sacudió los hombros indiferente y se
alejó calle abajo. Era un alivio dejar de fingir que el psicoanálisis servía
para algo, igual que el matrimonio. - Pensó – Por: Gladys |