1 de Agosto, 2010
![]() Rescatar Inmediatamente al Putumayo
Hay lugares en el mundo
que contemplan el paso del tiempo inmunes a las grandes catástrofes. No sé por
qué pensé eso cuando el autobús en el que me dirigía al Departamento del
Putumayo se detuvo en medio de dos montañas. Al mirar hacía lo alto sólo podía
distinguir enormes árboles con los troncos tan pegados unos a otros que uno
dudaba, que el cuerpo de un hombre pudiera pasar entre ellos. Justo delante de
nosotros la montaña se desgajaba enviándonos piedra, agua y tierra, en señal de
agreste bienvenida. Nos detuvimos hasta que llegó la máquina a retirar los
escombros, abriéndonos paso. No
alcanzaba yo a reponerme del susto cuando mis ojos se quedaron pegados a la ventana:
de aquellas montañas y cada veinte metros se deslizaban numerosas cascadas de
agua cristalina en medio del rabioso verde de sus árboles. Sin duda este territorio es muy parecido a la
idea que tengo del Paraíso. Tuve que controlarme para no bajarme del autobús y
bañarme con aquellas aguas y ser el primer
ser humano que bebiera de aquellas fuentes provenientes de las alturas
insondables.
El autobús avanzaba y
al fijarme en la carretera, en una curva divisé un río, mis ojos abandonaron
las cascadas para fijarme en la sinuosidad del río que lentamente se iba
desmembrando dando origen a otro riachuelo y éste a otro y a otro formando un
delta inmenso que abrazaba la tierra roja.
Había recorrido nueve
horas por territorio colombiano desde la capital y mis sentidos se hallaban
hipersensibles; Bogotá no tiene olor humano, más bien se confunde con una serie
de olores agradables y desagradables que anulan cualquier intento de identidad,
luego al llegar al departamento del Tolima el olor empieza a tomar forma
conocida en mi cerebro, huele a comida, a sustento sin llegar a ser molesto; al
llegar al Huila el olor se impregna de fantasía, huele a maderas húmedas y
almizcleras, mientras que el Departamento del Putumayo huele a árbol, sin
definición, a resina vegetal expandida por el aire con el leve movimiento de
las hojas de los árboles y la lluvia que parece haberse instalado
definitivamente sobre nuestras cabezas. Este olor nos acompañaría durante los
kilómetros restantes hasta la ciudad de Mocoa, capital del Departamento.
Departamento del
Putumayo, con una extensión de 24.885 kms. 2 y una población de 310.132
habitantes. Mocoa, una ciudad mediana, una pequeña Babel en donde se escuchan
todos los acentos del país provenientes de colombianos que comercian, que
trabajan, estudian o viven su aventura selvática por allí. Una ciudad donde
topé de frente con un par de ojos sinceros, transparentes y confiados que
miraban directamente los mios. Una experiencia que había creído desaparecida
gracias a mis largas estancias citadinas.
¿Qué pasaba en esta
ciudad construída en medio de la selva para que de repente hubiera acaparado la
atención de la prensa internacional? Por qué de buenas a primeras todos los
periódicos, en todos los idiomas,
registran en sus primeras páginas que existe un pequeño territorio,
encerrado como en una caja de Pándora; habitado por unos seres humanos que con
su actitud y su voto han dado ejemplo a un enorme país de más de cuarenta
millones de habitantes haciendo escuchar su voz para que de una vez por todas
se detenga la aplanadora mal llamada política democrática
del actual presidente y su títere Juan Manuel Santos.
El día elegido fue el
31 de mayo; los putumayenses hablaron con voz pausada y suave dejando bien
claro, que si el hombre se lo propone puede lograr lo imposible. Claro, eso lo
dice todo el mundo, eso no es nada nuevo, cualquiera lo sabe e incluso uno está
cansado de escucharlo. ¿Qué tiene de particular? Pues que esa voz brotó de unas
bocas antes mudas, las palabras
resonaron donde antes había silencio y sumisión. Ellos decidieron creer
en lo imposible, fueron los únicos que mostraron sensatez en un mundo
enloquecido y aturdido por el ruido de unas voces que se alían para lograr sus
avaras metas, que no dudan en asesinar,
en aniquilar a quien piensa diferente.
Un territorio apenas
habitado por un puñado de hombres y mujeres, unos seres que cumplen con sus
tareas vitales sin llamar la atención, de repente se convirtieron en el ejemplo
a seguir por millones de personas idiotizadas en el cómodo bienestar de sus
mediocridad.
Esa mirada franca y
silenciosa de sus habitantes me llevó a preguntarme qué taladro mágico utilizó
el candidato Mockus para perforar años de abandono y silencio logrando que
aflorara un concepto coherente en aquellos cerebros. ¿Cómo era posible que
ellos solos hubiesen apabullado a los habitantes de la capital, tan embriagados
en su cosmopolitismo, tan orgullosos de
su cultura, su educación y sus medios de comunicación? Al parecer tan
razonables y listos.
La respuesta está en
bocas de sus gentes: "Por fin vino alguien aquí y nos trató como
personas" - dice la recepcionista del hotel donde me hospedo.
"Él llegó, nos
habló de forma clara, llamó al pan, pan y al vino vino; dijo que si no
trabajamos no lograremos nada" - me dijo la señora que atiende un pequeño
local de arepas con queso.
Un joven que conduce un
pequeño camión y que se gana la vida recorriendo las carreteras de su
departamento para traer verduras y frutas a una región en la que no crece nada
más que árboles y la coca maldita me dice: "Nosotros le agradecemos al
Señor Uribe que ahora podamos recorrer nuestro departamento sin miedo, pero no
estamos de acuerdo con el precio que tenemos que pagar por eso. No queremos más
glifosato porque si sigue rociándonos veneno,
esto se convertirá en un desierto muy pronto".
"Ellos no se dan
cuenta que el problema de la droga no es nuestro. No quiero ni pensar en lo que
va a ser de nuestra tierra si gana ese señor, " se refiere al candidato
orquestado por Alvaro Uribe, me dice una señora mientras acomoda dulces y
periódicos en su diminuto cubículo de venta. Hoy, cuando se ha confirmado su
terrible temor, la recuerdo con tristeza.
Esa es la respuesta. El
glifosato ha exterminado los peces en muchos de los ríos que corren por el
Putumayo - la imagen de ese maravilloso delta abrasando la tierra vino a mi
memoria ahora revestida de negro y guadaña en mano. Pero no es sólo la
naturaleza, los habitantes de la región se enferman y se prevé que muchos de
los niños que nazcan en los próximos años tendrán graves malformaciones.
Ese es el negocio de la
droga. Una fuente de riqueza para unos cuantos
mientras que mujeres, hombres y niños caen como moscas en ese holocausto
orquestado por la democracia elegida por más de siete millones de votos.
Los rostros cetrinos,
las voces suaves, los cabellos negros y
la mirada franca de los putumayences quiere creer en que su candidato gane las
elecciones, no esperan nada porque nada les ofreció diferente a la certeza de
que todos y cada uno de sus habitantes
debe trabajar por su país si de verdad lo quieren cambiar. Sin embargo, la tristeza se siente en el aire
a una semana de la segunda vuelta porque todos, en el fondo saben que tampoco
esta vez tendrán voz… y quizás, tampoco vida. Lo confirma el tiempo inexorable.
El candidato temido es ahora presidente electo.
Mientras caminábamos
por un sendero de la selva en busca de una cascada escuchamos el sonido de unos
helicópteros, los nativos nos obligaron a correr hasta unos kioscos
improvisados para resguarecerse de las fumigaciones, esperamos un tiempo y al salir, el veneno
entró por nuestras narices, tuvimos
vómitos, dolor de cabeza…
Gladys |
Llego a mi casa. Hay un hombre acostado en mi cama con dos mujeres a cada lado. En la parte inferior otras dos mujeres más jóvenes dormitan. Las despierto con un gran grito, les arrancó las cobijas y cuando intentan protestar no les hago caso, las despido sin contemplaciones. Sé que no tengo derecho. Ese hombre no tiene nada que ver conmigo, pero es mi cama. Me voy a otra habitación, allí si está mi hombre, me abraza, me besa, los cuerpos reviven, la pasión nos desborda, rodamos por la cama, enredamos las sábanas pero no logramos hacer el amor, es como si en determinado momento los cuerpos físicos desaparecieran dejando solo un par de espíritus agonizando de ganas. Su cuerpo se desvanece. Yo me quedo vacía. Decido entonces tirar las cosas innecesarias de mi casa. Busco una caja de cartón grande, voy metiendo chucherías, vuelan por el aire ropas, adornos, porcelanas ridículas y la caja parece no tener fondo. Todo cabe. Cuando logro deshacerme de lo inservible, siento que la casa vuelve a ser mía, vuelvo a tener dominio sobre todos los rincones, incluso en mi cama, pero, ¿ahora qué? Selvática |
![]() Es el último día de clases. La adrenalina, las hormonas y la ansiedad de las vacaciones tienen alborotados a profesores, alumnos y personal administrativo. ¿Por qué terminar el curso con una fiesta que a nadie le gusta y a todos cansa? No hay respuesta, pero la fiesta transcurre. Los profesores se esfuman con cualquier excusa, los administrativos siempre tienen hijos enfermos o padres hospitalizados que hay que ir a atender y los alumnos amanecen con dolor de muelas, pero algunos tienen la desgracia de tener padres listos que los levantan y los dejan en las puertas del Instituto. La fiesta comienza inexorablemente. La música resuena, los alumnos tratan de mezclar los aires autóctonos con la última grabación de su ídolo, otros se reúnen en grupos a hablar y unos cuantos se ponen a patear pelotas hasta la hora de la despedida. Sin embargo, siempre hay un grupo que ayuda, que recoge y se pone de parte del único docente que se le midió al asunto y a éste se suman los alumnos colaboradores, los adoradores giran alrededor del docente, le manifiestan su cariño, le hablan de sus cosas y hasta se pelean por ayudarle a recoger el desorden de la fiesta.
El docente al principio se alegra, le encanta verse rodeado de alumnos pero al cabo de una media hora empieza a sentirse incómodo, las voces y las miradas de los niños le duelen como cuchilladas en la piel, trata de aturdirse ocupándose con cualquier cosa pero los insistentes niños no le dan tregua, ya no le gusta que lo quieran tanto y decide comportarse como los demás docentes, sintiéndose culpable por ello. Se
encierra en el baño, se lava la cara, se mira al espejo y no se reconoce.
Respira hondo y en el espejo ve el rostro de Rafa, un alumno de primer curso,
ve la confianza que siempre le han demostrado sus ojos y esa mirada tiene la
capacidad de borrar sus temores. Ahora se siente contento de ser maestro…
tantos años de estudio y el secreto está en una mirada limpia y sincera. Selvática |
![]() Como un coloso en agonía me recibió el armario en la alcoba principal, le faltaba una pata, las rejillas que adornaban la parte inferior en medio de cada pata estaban rotas y recubiertas de lodo rojo, la puerta abierta, el espejo resquebrajado en el que me quedé mirando unos instantes como grabando en mi memoria en qué ubicación del espejo aparecían mis piernas, mis caderas, mi cara, o mis brazos. La imagen fue más bien horripilante. Toqué la puerta y la lámina de madera se vino abajo produciendo un gran ruido y una nube de polvo fue directamente a mi cara nublando la visión. En el armario, una vez despejados los humos del tiempo encontré vestidos de seda y gasa endurecidos por el barro como momias de mujeres en su sarcófago particular. Al principio no me atreví a tocarlos. Temía que mis dedos deshicieran sus frágiles cinturas, sus pechos turgentes y sus brazos rectos. Pero los armarios tienen una magia muy difícil de resistir, con cuidado miré los bajos y no vi nada de interés, luego me decidí a palpar la parte alta y en principio solo encontré polvo, pero alzándome sobre la punta de mis pies logré avanzar un poco más y mis dedos alcanzaron a rozar la superficie de una caja revestida de seda. Busqué a mi alrededor y encontré un bloque de bahareque que me podría servir de andamio. Una vez logrado mi propósito descubrí con gran emoción una caja, efectivamente recubierta de seda, que alguna vez fue roja, un pequeño cofre. Lo tomé con cuidado, bajé de mi parapeto y me acerqué a la ventana para aprovechar la luz del atardecer. Lo abrí. Unos pétalos de rosa desteñidos y una argolla de compromiso cobraron vida en la palma de mi mano. Selvática |
![]() Cuando se dio cuenta que el joven sentado frente a él se estaba burlando de su arrebato musical sintió ganas de estrangularlo hasta ver su cara amoratarse. Mirándolo retadoramente imaginó con una viveza extrema todos los detalles de su lucha a muerte, sintió en sus fosas nasales el olor a sangre fresca, vio el brillo de esos ojos irse apagando hasta ofrecerle una visión estática, la boca arrugada pidiendo clemencia, el cuerpo desmadejado y las piernas torcidas de aquel joven… Dios mío, se dijo sacudiendo la cabeza horrorizado - ¿Cómo puedo pensar en matarlo? ¿De dónde me salen esos instintos asesinos? El chico lo miró y sintió pánico de ese hombre mayor que se parecía mucho a esos asesinos sin escrúpulos protagonistas de las series norteamericanas. A su mente llegaron las imágenes vistas en los telediarios de esos hombres que de un momento a otro arremeten contra las personas en los trenes, en los autobuses y no quiso ser carne de telediario. Él quería ir a su universidad, escuchar la clase de historia que le encantaba, hablar con sus amigos, tomarse unas cervecitas por la tarde y volver a casa. ¿Era mucho pedir eso? No podía él disfrutar de esas pequeñas rutinas sin tener que preocuparse por esos locos asesinos que de un momento a otro deciden matar a quienes les rodean, o a quien no les guste o a quienes no piensan como ellos. Qué pequeña es la distancia que separa a la cordura de la locura, qué ridículo me siento ahora por haberme dejado llevar por la furia, ¿será que vive en mi un asesino en potencia? Debo reconocer que sentí un éxtasis increíble cuando imaginé el olor de la sangre fresca - se decía - mientras obstinadamente miraba por la ventana el deslizar veloz de su ciudad a la hora punta. Le gustaba ver a su ciudad, le encantaba esa hora crepuscular y siempre encontraba placer en los espectaculares atardeceres de esa ciudad sin entender por qué tan poca gente la amaba. ¿Sería que él tenía otro concepto de la belleza? ¿Sus gustos estéticos estarían muy lejos del común de las gentes? Distrayéndose con esos pensamientos procuraba no mirar al chico, sin embargo presentía la mirada de éste sobre su rostro y el corazón se negaba a admitir que debajo de las consideraciones estéticas sobre la ciudad, el odio y las ganas de matar acechaban, como esperando agazapadas el momento oportuno, por eso se negaba a mirarlo. El joven pensaba en que debía bajarse en la siguiente parada aunque estuviese lejos de su casa, pero al mismo tiempo se decía que no le debía dar gusto a ese degenerado, él había pagado el importe de su pasaje, estaba cansado y aún tenía que redactar dos informes para el trabajo, investigar los temas en internet y escribir el resumen de historia, que además sería nota clave para el semestre. No me voy a bajar, más bien voy a cambiar de puesto antes de que se llene este bicho y no pueda moverme - se dijo - Efectivamente el joven se levantó y fue a sentarse al fondo del autobús. El hombre mayor presintió que el joven se bajaba en la próxima parada y se alegró, sintió alivio, con él se alejarían sus malos pensamientos, volvería a tararear su vieja canción y no tendría en frente a nadie que se burlara de sus gustos musicales, muchacho maleducado, - pensó - Trató de recordar la canción pero ahora la melodía no era fluida, se le había olvidado el estribillo, su cerebro repetía una y otra vez palabras inconexas como "algo de mi" o ¿algo de si? pero ¿qué mas seguía? Era una canción de un cantante español, eso estaba seguro, incluso recordaba que a una novia que tuvo le gustaba y que cuando iba a visitarla, ella colocaba el disco y ambos cantaban gritando como locos… ah qué bonito era aquello, pero ¿cómo carajos continuaba? El tiempo se le pasó volando, se dio cuenta que debía bajarse justo cuando el autobús se detuvo, con tiempo apenas suficiente para pararse y dar unos cuantos empujones hasta la puerta. Con apuro llegó hasta ésta, el tumulto le impedía salir pero dio un empujón a una espalda que se interponía entre él y la puerta de salida, en la confusión, en el ruido y el barullo de la gente que empujaba para salir, una voz juvenil resonó en sus oídos: "algo de mi se va muriendo...". Se detuvo en seco, miro al cantante mientras su rostro se tornaba amable, agradecido con la vida que lo había puesto delante de alguien que también compartía sus gustos musicales. El chico dejó de cantar poseído por el pánico. El sádico lo estaba mirando. Gladys |