Vende sus medicinas muy baratas. Dice que la gente no tiene dinero para comprar en las farmacias tradicionales, sin embargo sus pacientes tienen que comprar doce frascos para un dolor de cabeza y haciendo cuentas…

     En fin, a mi que me importa que la gente no piense. Yo necesitaba trabajar y limpiarle el consultorio era tan bueno como cualquier otro trabajo. Lo peor era la biblioteca, tanto libro raro y pesado. Yo limpiaba el polvo una vez al mes, eso sí, hacía una limpieza profunda, sacaba todos los libros, los limpiaba y hasta los ojeaba de vez en cuando, incluoso algunas veces me quedaba viéndome por dentro. Al menos eso me parecía cuando veía las fotos de los órganos humanos.

     El instrumental era cosa de él. Lo limpiaba, lo esterilizaba y era muy cuidadoso con todo lo que se refería a sus pacientes. A veces, cuando se me hacía tarde él pensaba que estaba solo y encendía esa especie de tabaco que solía poner sobre el cuerpo de los enfermos y se quemaba las tetillas. Al principio no le di importancia, pero el olor a carne humana quemada ya me dirás.

      Es una pena que haya pasado todo eso tan desagradable. Él no tenía malas entrañas, más bien fue el humo de ese tabaco o que se yo. El caso es que cuando todo pasó, yo me puse a embalar los libros- Del fondo de la estantería tomé uno bastante grande y grueso, pero no me llamó la atención, era igual a todos los que limpié durante cinco años, pero ese precisamente se me resbaló de las manos y cayó al piso desparramando los billetes. Nunca había visto tanto dinero en mi vida.

       Supongo que eso le pasa a los ricos y por eso son así. Empecé a mirarlos, a tocarlos, a acariciarlos. Era bonito verse rodeada de tanto dinero. Fíjese, no pensaba en comprar nada, ni en gastarlo, sólo lo miraba y me gustaba esa sensación.

      Claro, después hice cuentas, si yo hubiera ganado el salario que me correspondería, con todas mis pagas extras legales y las primas correspondientes sumaban precisamente esa cantidad. 


     Todas esperaron a que el camarero se marchara mientras ella dramatizaba el silencio de su relato.

     Cuando estuvieron de nuevo solas, la mujer se agachó un poco y dijo en un susurro: Mi marido quería obligarme a devolver el dinero, pero yo lo tomé sin ningún remordimiento. Nadie se dio cuenta.

      Luego se incorporó un poco, tomó su copa, brindó con sus amigas. La solidaridad femenina se hizo patente entre el choque de cristales.


     Gladys