Todos se están yendo. Desde hace un tiempo la gente está partiendo,  aunque no se sabe con certeza si alguien les ha llenado la cabeza de pajaritos alegres,  o si les han hablado de paraísos de caramelo o caballitos de azúcar.

            Por eso, de un tiempo a esta parte, el pueblo ya no es lo que era. El polvo se acumula en las esquinas, los cristales estallan a las horas más insospechadas rompiendo con sus filosos gritos el silencio que se nos ha impuesto.

            Las paredes se inclinan en cámara lenta, tengo la impresión de que ellas ya se cansaron de aguantar de pie las tormentas, los rayos y vientos que día a día nos atacaban y que han decidido agacharse… quizás así se resistan mejor los embates.

            Las farolas ya no alumbran a nadie, porque nadie sale a caminar por las noches, ya no hay amantes que se besen detrás de los árboles, ni en los rincones de las esquinas, tampoco hay niños que corran detrás de mariposas amarillas.

            Todos se están yendo y los pocos que quedamos hemos hecho un pacto tácito: no vamos a  hablarnos nunca más, no intentaremos rozar nuestros dedos al recibir el cambio por la compra de algunas baratijas, no nos quejaremos en voz alta, y nunca, nunca más nos miraremos a los ojos. Lo hemos decidido así para no sufrir cuando de ellos solo veamos las espaldas en el horizonte.

            Por eso todos ahora juegan solitarios tras los cristales rotos de las sucias ventanas, los dedos rozan hasta gastar las barajas y solo se piensa en que el momento de partir está pronto a llegar… será cuando las cartas se deshagan entre los dedos.

            Y los míos ya están cubiertos de cierta masa blancuzca.