De la funeraria me envían a un hombre delgado, bien vestido, con una camisa impecable que no alcanza a ocultar su cuello fláccido semejante al de un pavo, - lo miré con recelo, me incomodan esos cuellos colgando - sin embargo sus modales me encantaron, la manera como se sentó, el movimiento de sus manos, el tono de su voz, vaya contraste: una voz tan hermosa proveniente de ese cuello tan horrendo.
             Las palabras salen de sus labios y flotan en el aire, suben y bajan como partículas de nieve en una película romántica, pero una vez cortado el hechizo, me doy cuenta de la frialdad de éstas, del sin sentido al hablar de la necesidad de una hermosa apariencia en el rostro de un muerto acomodado en un brillante ataúd de madera fina, rodeado de un acolchado delicado. Después de una pausa se levanta con sus elegantes modales y extrae un metro del bolsillo de su chaqueta, empieza a hacer mediciones de cráneo, de cubitos, de fémur.
             La rabia explota en mi cabeza, sin medir modales ni maneras manoteo en el aire como queriendo destruir a ese figurín de funeraria hasta que lo echo de la casa.           
 
            Vuelvo al cuerpo de mi hijo, abre los ojos, me mira como gritándome auxilio, yo rompo su mortaja con los dedos y los dientes, no permitiré que lo metan en ese agujero.