6 de Noviembre, 2013, 11:32: GladysGeneral


Así es. El señor de azúcar empezó a preocuparse cuando se dio cuenta de que le hablaba a la fotografía de una desconocida en la pantalla de su ordenador. Por un momento, la razón se salió de su cuerpo y le dijo que se pusiera a trabajar, que hiciera algo práctico porque se estaba deschavetando - nada como algo manual para espantar los monstruos de la soledad - . Y tuvo miedo, por eso obedeció, le tenía terror a su propia imagen de loco vagando por las calles.

Buscó un trabajo, recoger partículas de metal en un campo de batalla abandonado no suena muy alentador, pero eso le bastaba al señor de azúcar para entretener sus horas muertas y abandonar sus monstruos.

Todos los días cumplía a rajatabla su rutina, se levantaba, hacía unos cuantos estiramientos, escuchaba las noticias de la BBC, desayunaba, revisaba los correos, luego vestía con orgullo su uniforme; tomaba sus herramientas y empezaba a limpiar el extenso campo que se abría ante ellos, su regimiento constaba de doce personas que se dividían los metros del terreno como un ejercito de avanzada en medio de una batalla.

El señor de azúcar estaba satisfecho, casi se sentía libre de la imagen del ordenador, cumplía muy bien su labor e incluso, en algunos momentos se sentía hasta feliz recogiendo sus trozos de metal, conversando con sus colegas sin que el paisaje de su pasado ensombreciera su presente. Un día calcado de los anteriores empezó su labor y en su hoja de ruta descubrió que le habían añadido unos cuantos metros más de terreno en dirección sur, reflexionó un poco, organizó su labor de manera que a la hora del atardecer estaría ya en la zona desconocida, con el tiempo debidamente calculado para volver a su trinchera antes del anochecer.

A eso de las tres de la tarde ya los pies del señor de azúcar pisaban terrenos del sur, aunque no hubiesen letreros luminosos anunciándolos, el sur no los necesita - había algo en el aire que respiraba presencia sur, pero él inclinaba la cabeza en busca de sus metales de guerra y nada más. Había caminado unos treinta minutos, su bolsa de chatarra estaba aún en un tercio de su capacidad, cuando su varita sensora se quedó en silencio. él la movía en todas direcciones, pero la barra de metal estaba muda; esto lo intrigó, se fijo en los alrededores, se agachó, escarbó la tierra con su propias manos pero no encontraba nada, avanzó en cuclillas unos cuantos metros palpando la tierra, deshaciendo terrones de arenisca hasta que se tropezó con una especie de muro derruido formando un círculo. Se detuvo, se limpió los ojos para cerciorarse de que no veía visiones. Allí en medio de ese terreno árido se encontró con una orquídea violeta. ¿Cómo había podido florecer aquello en medio de la nada? se preguntó perplejo, concluyendo que si sus pies lo habían llevado hasta allí, su misión era proteger esa flor de la intemperie y con un valor nuevo estallándole en el pecho, la arrancó de su tallo, la contempló un rato extasiándose en su belleza, recorriendo con la yema de sus dedos las curvas de sus pétalos, acariciando su superficie palpitante, besándola cuidadosamente, como temiendo hacerle daño.

Pero las urgencias son lo que son; se dio cuenta de que debía de volver a su barraca, con su grupo y a sus labores de siempre, así que guardó la orquídea en el bolsillo de su camisa, emprendiendo el camino de regreso. Cuando lo hacía notó que sus compañeros se le acercaban corriendo preguntándole a gritos por qué había estado en el sur, si había recibido órdenes o lo había decidido por propia voluntad, lo que suponía un caso grave de desobediencia, otros le acosaban queriendo saber cómo era el sur, si esas tierras se parecían a éstas o no, si allá también había restos de metales. Todas estas preguntas alteraron el ánimo del pobre señor de azúcar que terminó por salir corriendo a refugiarse en su camastro mientras apretaba a la orquídea por temor a que se la quitaran, era tal su terror que imaginaba que los hombres entraban en su celda gritando, sonsacándole palabras y retazos de paisajes del sur dejándolo vacío y tuvo miedo, sus músculos temblaban, apretó los dientes hasta hacerlos crujir desesperados, las rodillas parecía de goma y un calambre en la pantorrilla izquierda le obligó a lanzar un ronco gemido.

Afuera las sombras de sus compañeros llegaban amenazantes hasta su ventanuco, los susurros se hacían más broncos, el viento parecía ulular de manera extraña esa noche colándose por las rendijas del barracón como alimañas al acecho, cada vez más cerca, más cerca, más cerca echándole su fétido aliento a la cara hasta que perdió el sentido.

Los rayos del sol golpearon suavemente sobre la piel de su rostro, el señor de azúcar apenas guardaba una vaga imagen de lo sucedido la noche anterior hasta que el recuerdo de su orquídea lo espabiló completamente y la buscó entre sus ropas, sacudió la camisa y la chaqueta, notando con pánico como saltaban por el aire trozos de pétalos de color violeta que se hacían añicos, como el corazón del señor de azúcar, contra el piso.

6 de Noviembre, 2013, 11:26: GladysGeneral


Los últimos días de su estancia en el hospital no fueron más que una sucesión de detalles programados por otros para que sus miembros volvieran a tomar el tono y a recobrar sus impulsos naturales. A esa transformación asistía con los ojos medio cerrados el señor de azúcar, como si no creyese mucho lo que le estaba sucediendo a su cuerpo, sin embargo, cuando sus miembros se vieron libres de escayolas y vendajes se sorprendió al ver que una parte de su cuerpo se había adelantado al tiempo con las considerables desventajas: un músculo fofo, una piel demasiado blanca, llena de finas arrugas formando laberintos que él nunca caminó.

Así que esto es la vejez - cosa rara tener esta certeza siendo aún tan joven - pero ahí estaba, una parte de su cuerpo tenía por lo menos treinta años más, de lo que su otra parte había vivido.

Ante eso no había nada que hacer - ah si, una rehabilitación que le devolvería el tono en un plazo considerable - y a ello se empeñó, sin embargo, ese cuero colgando de su antebrazo fue el que le dio qué pensar: ¿Cómo detener el tiempo hasta volver a recuperar el músculo? No lo sabía y en la espera a una posible respuesta, se encontró observando la cara de una mujer que le sonreía cada vez que encendía el ordenador para poner al día sus correos - entre otras cosas cada vez más escasos - No vayan a pensar que el señor de azúcar estaba perdiendo la razón, no, pero el rostro de esa chica tenia algo especial, le sonreía a él, lo miraba a él, pero él no le hacía caso porque sabía que todas esas fotografías no eran más que imágenes de unas personas solitarias en busca de pareja, o de alguien con quien entablar al menos una charla que los saque de esas horas vacías. Por eso nunca recurrió a las páginas de internet en busca de chicas.

El señor de azúcar abría todos los días sus correos, leía algunos, contestaba otros y a veces no se acordaba de la foto de la chica, pero una vocecita en su interior le decía hoy no está, o mírala ahí otra vez, no te das cuenta que es la misma chica que te ha tenido alelado desde hace más de dos años, la misma del tren, la misma que…

No puede ser, decía su cerebro, pero inmediatamente su corazón le sacaba un cartel como una valla publicitaria, mírala tiene la misma sonrisa, el mismo brillo en los ojos, seguro que en estos momentos está pensando en ti. Y el señor de azúcar empezaba a derretirse otra vez de amor, a pesar de los esfuerzos de su cerebro llamando a la cordura.

A veces pasaba semanas sin abrir el correo, o incluso hubo días en que al abrirlo no pensaba en ella, ya no se sorprendía suspirando, ni con los ojos húmedos al recordarla, ni con la cabeza llena de interrogantes, ahora su cuerpo añoraba la carne, lo concreto, lo palpable, un olor, una piel que acariciar y por eso intentaba no pensar con la esperanza de que tal vez un día hubiese un cuerpo entre sus piernas.

Pero una cosa es lo que pensaba el señor de azúcar y otra lo que sucedió en cuanto, una tarde de domingo, abrió su correo y la vio ahí, sonriéndole como la primera vez, así que posó su dedo sobre esa piel y bajo la presión de su calor en la pantalla una voz muy dulce le empezó a susurrar frases que no entendía, pero que su corazón tradujo en forma de pasión, encendiendo su cuerpo, revitalizándolo y borrando con un solo movimiento los treinta años que le sobraban a sus músculos.