Marzo del 2014
La tarde era fría, lluviosa, me encontraba frente a un teatro de
barrio, no tenía ganas de volver a casa, ni de ir a ninguna parte. Me
acordé de un capítulo de Rayuela, cuando Horacio se mete a un teatro y…
Es lo que tiene haber crecido en medio de tantas historias hermosas, que
de repente, a mi me entran unas ganas irresistibles de revivir y
convertirme en protagonista de una de ellas. Total, las condiciones
ambientales eran más o menos las mismas: tarde de lluvia, de
desarraigos, de amores frustrados, sintiéndome como una hilacha colgando
del fin del mundo, sin un alguien esperando en casa. Así que
busqué en mis bolsillos; por fortuna tenía dinero para la entrada, al
menos por dos horas estaría calentito en aquella sala. Lo primero que
encontré fue una barra, con un barman de mediana edad, bastante jocoso y
achispado, sobre él, una lámpara que parecía una gran libélula clavada
con un alfiler gigante, con las alas amarillentas por la nicotina. Se
podía fumar. Algo que es de agradecer en esta sociedad tan aséptica por
un lado y tan podrida por el otro. Una buena cerveza activa la
imaginación y las ganas de hacer comparaciones. Al fondo estaba el
escenario, un espacio de seis por seis más o menos, sin telón, paredes
totalmente blancas, tres focos colgando del techo, aún con los párpados
cerrados. Diez personas estábamos allí compartiendo aire pero huyendo a
las miradas directas mientras echábamos de a poco tragos de cerveza
antes de empezar la función. Aparecieron los actores, una mujer y un
hombre se movían por el escenario mientras que al fondo, un tercer actor
narraba un corto párrafo. Cada vez que el narrador empezaba, los
actores paraban y cuando callaba, su silencio encendía los cuerpos de la
pareja. Yo alejé todo pensamiento de mi cerebro, absorbí cada giro de
voz, cada movimiento, cada expresión, cada color que se me regalaba
aquella noche, me lo tragaba entero mezclándolo con el sabor de la
cerveza, como si estuviera solo en el mundo, hasta que la función
terminó. Lo demás fue como siempre, los aplausos, parabienes,
agradecimientos anunciaban la inminente vuelta a la realidad. Los que se
conocían se reunieron, se saludaron, se quedaron allí compartiendo
opiniones. Yo me fui al baño - la cerveza - mientras aliviaba mis
urgencias una luz roja se dibujó en el espejo que estaba frente a mi.
Terminé lo más rápido que pude, me di la vuelta. Efectivamente no era un
efecto óptico de la estancia, se trataba de una rendija, me acerqué
procurando que mi respiración no se escuchara y observé lo que pasaba en
ese mundo. La actriz se había quitado la túnica negra que la cubrió
durante la actuación y se encontraba como paralizada en un rincón del
cuarto. Yo retrocedí. Un volcán estalló en mi estómago, tuve, al mismo
tiempo ganas de vomitar, de huir, de quedarme, de gritar y de callar.
También me sentí cobarde, ruin y totalmente avergonzado. ¿Quién era yo
para meterme en la intimidad de otras personas? Eso no se hace. Uno debe
ser discreto, dejar que cada quien viva… Sí. Salí de allí procurando que nadie notara mi presencia, aunque yo supiera su secreto, ella jamás lo sabría, el orden universal no se rompería por mi. Callar era lo que me tocaba y no me implicaba ningún sacrificio. Mañana a la misma hora, su dueño uniría los cables verdes y rojo. Ella se activaría, se cubriría con la piel de latex con la túnica negra… |
![]() No, no estoy en un teatro, tampoco tengo el libro en la mano, mucho
menos estaba pensando en Shakespeare, de hecho, hace tiempo que no lo
releo. Todo sucede en una calle cualquiera, en un barrio anodino, de
esos que cuando la gente se ve obligada a atravesarlos, procura hacerlo
acompañada o caminando muy de prisa. En cuanto a la hora, creo recordar
que atardecía pues el sol rojo estaba ya escondiéndose tras las
montañas. Yo los vi de lejos, como dos sombras acercándose el uno al
otro muy despacio. Inmediatamente pensé en la famosa pareja del teatro,
pero no me preguntes por qué, no sabría decírtelo, solo recuerdo que en
mi cerebro saltó el interrogante: ¿Qué tomaste Julieta?. Ya sé que esa
frase no tiene nada que ver con el texto original, que una vez más
empiezo a divagar, así que vas a tener que perdonarme y por favor no
interrumpas hasta el final. Mientras me iba a cercando a ellos pensaba
que era perfectamente plausible que Julieta y Romeo estuvieran
ahí, a pocos centímetros de mi, que además estaban repasando los últimos
minutos de sus vidas, como quien recapitula una historia con demasiadas
versiones para elegir la más cercana a su realidad. Mis pasos me
llevaron hasta ellos, me quede un instante a su lado cuando los tuve al
alcance de mi mano, pero los muy ladinos callaron en ese momento, así
que como no iban a hablar hasta que yo me fuera, decidí cumplir sus
deseos y seguir mi camino; llegué hasta el final de la calle, donde me
encontré con una cornisa que debía saltar para acceder a la calle
paralela. Doy un rodeo, sopeso las dificultades de la cornisa, sé que
está muy alta y quizás me rompa un tobillo al saltar, vuelvo sobre mis
pasos, siento los ojos de la pareja pegados a mi espalda, me inclino
para evaluar las posibilidades de un salto y descubro unas pequeñas
ranuras cerca del borde la cornisa, como pequeñas salientes en las que
cabrían la punta de mis pies así que decido usarlas como peldaños para
bajar. Me quito los zapatos; empiezo el descenso. Mis primeros avances
son difíciles, me tiemblan las manos, el viento revuelve mi cabello
impidiéndome la visión, sin embargo, aunque tomo aliento continuo
bajando, mirando tercamente hacía el cielo para evitar el vértigo, ya sé
que la distancia no es muy grande, pero es una especie de
comportamiento instintivo. Al cabo de unos minutos mis pies tocan el piso firme, las plantas de mis pies se posan sobre una superficie fría y un gélido poder va paralizando mi cuerpo que yace boca arriba, todo es silencio a mi alrededor, un pesado silencio me aplasta y sin embargo, como en un susurro escucho: ¿...Julieta? |
Ya no se tropieza con la misma roca, la lleva enquistada en el corazón.
![]() Salió de la clínica con la rabia explotándole en el cuerpo. Se había
gastando una fortuna con ese médico pensando que cuando saliera de allí
habría cambiado, que cuando se mirara en el espejo, éste le devolviería
la imagen de otra mujer, más segura, decidida y con carácter, pero no.
Tiempo y dinero en remolino se vaciaron por el sifón de la realidad. Ahí está, otra vez caminando por la ciudad, recorriendo calles y parques
como si no tuviera nada más que hacer en la vida. A veces se
sienta, mira a su alrededor, deja que el dolor de tripa se apodere de su
conciencia, se abandona a él, aparca su conciencia mientras los ojos se
le deshacen en impotencia. Ojalá estuviera hecha de azúcar, ojalá
fuera un cubo de hielo derritiéndose al calor del sol; pero en su mundo,
aunque hay sol, éste está demasiado lejos, su calor llega a ella
convertido en gélidos rayos. A veces la engañan, la rozan con sus dedos,
aparentemente cálidos, pero luego se retiran como si ella fuera un
puerco espín que chuzara con mil alfileres brotados de todos los poros
de su cuerpo. No hay perdón para los cobardes, no hay rincón donde
yacer o dormitar unos segundos en paz y ahora, con la billetera vacía,
ni dinero para comprarse un bombón de chocolate para darse una tregua. Podría demandar al médico, claro que sí. Seguro que los tribunales le
darían la razón, seguro que por lo menos, aunque no recupere su
naturaleza primaria, podría saborear el placer de la venganza. Se
levanta del banco, camina salivando al pensar en la venganza, se ve a sí
misma ante los tribunales alegando sus razonamientos, imagina la cara
de los jueces, el murmullo del jurado público; sí, porque en la sala
habrán muchas personas comunes y corrientes a los que les ha pasado lo
mismo que a ella. Hombres y mujeres que también se creyeron las vanas
promesas de una realidad mejor. Y cuando la cara del médico le
suplique… Pero la cara del médico no es de azúcar ni de hielo, es de
algo llamado carne y hueso envuelto en piel. Frágil a simple vista, pero
inmune al café y a soles que no calientan. Esa cara es una roca, una
roca que sigue enquistada a su corazón y que con toda certeza ha ganado
la partida. Se rinde. Si tiene que vivir con esa roca, si no hay poder humano ni divino que se la arranquen, le va a tocar cuidarla por todo lo que le quede de vida. Al final ella saldrá ganando cuando su cuerpo alimente el polvo de los caminos. |
Le gusta tenderse boca arriba sobre el agua para contemplar las
nubes, el cielo es un espejo bastante peculiar, porque en vez de
reflejar su forma corporal, lo que dibuja es el movimiento de su cuerpo
al flotar sobre las olas. Desde la orilla la llaman, le hacen gestos, avanzan de prisa hasta el borde del agua sin atreverse a pisarla. Ella se ríe, que esperen o se vuelvan locos, ya nada importa. Ni siquiera ese rostro dibujado en el cielo que parece acercársele lentamente. |
![]() - Ni se te ocurra mirar a la derecha. - ¿Por qué? ¿Qué pasa? - Tu
hazme caso, siempre te he dado buenos consejos ¿o no? lo que pasa es
que a veces te haces el sordo y luego te arrepientes. - Es que no estoy
muy seguro de si… - Déjate de dudas yo soy tu lado bueno, al otro es
al que no debes hacer ningún caso. Bueno ya… Y le hizo caso, siguió sin mirar, mientras cupido echa raíces recostado contra esa puerta entreabierta. |
![]()
La niebla apenas permitía ver el humo de sus bocas al respirar. Ella
pasó a su lado. Le dejó un aroma a rosas blancas que se mezcló con el
de el cigarro que él iba fumando. Ambos cumplieron la cita que el
destino les había trazado, cada uno llegó con un espacio reservado para
el otro y su mundo a cuestas. Se pararon un segundo sin mirarse. El
semáforo cambio. Ella suspira por él, él piensa que quizás más
adelante. Quizás él sienta de vez un cuando un aroma a rosas y ella, que detesta el tabaco, empezará a fumar. |
Defendemos tan ferozmente nuestro espacio que ponemos rejas a las sonrisas, a las miradas, a los gestos, a las manos, a las miradas que inocentemente llaman a nuestra puerta. Nos refugiamos en nuestro cuarto, nos tendemos sobre la cama mirando al techo, nos miramos en el espejo del baño, salimos a la terraza, volvemos por café a la cocina…. nos consolamos con nuestra libertad, la libertad de levantarnos a la hora que nos dé la gana, de bañarnos o no, de leer, escribir o soñar sin que escuchemos esa voz que nos invita a hacer una cosa diferente a nuestra rutina. Nos da miedo salir de nuestro espacio, nos aterra explorar territorios ajenos, ya sea porque tememos ser tachados de intrusos, o, en el peor de los casos, porque presentimos que a lo mejor ese territorio nos atrape, nos enamore, nos vuelva ciegos y nos quedemos definitivamente allí. Revestimos de poderes sobrenaturales nuestra rutina, le damos un carácter sacro a eso que llamamos interior, cerramos las puertas para que nadie nos moleste, salimos corriendo cuando las sonrisas o las miradas lograr atravesar nuestras murallas, volvemos a casa, a nuestras mantas, nuestro café y miramos por la ventana. Acaso, alguna vez reconoceremos nuestra cobardía, acaso alguna vez lamentaremos haber huido, quizás, pero nos quitamos ese sabor amargo de lo que pudo haber sido y no fue con razones de la razón. Nos sentimos felices, o creemos que lo somos, redecoramos nuestro espacio colocando una lámpara allí, justo en la esquina, encajamos la espalda en los cojines del sofá y nos entregamos a nuestros placeres. Abrimos el libro donde habíamos marcado, entramos al mundo del personaje, vivimos las historias que nos cuentan los autores mientras el sentimiento de libertad se afianza. La cama, la mesa, la lámpara, el café, la terraza, el baño, son testigos de nuestro qué hacer, nos ven en la más absoluta intimidad, conocen todos nuestros recovecos, nuestros olores, los tonos de nuestros pensamientos - aún no hemos llegado al extremo de hablar con ellos - aunque si conocen el tono de nuestra voz. A veces nos da por cantar a solas. Eso es lo que llamamos mundo interior, lo que cuidamos celosamente, casi con fiereza lo defendemos y lo sopesamos cada vez que una sonrisa trata de seducirnos en el metro, o desde la mesa próxima en el cafe de la esquina, o en el extremo de la barra de un bar. Así que cuando sentimos que nos están derrotando, cuando el corazón se inquieta o el estómago se estremece, huimos hacia el espacio que habitamos sin saber que eso que llamamos "habitar" no es más que una pausa antes de morir. |