24 de Mayo, 2014
Una y otra vez sus ojos volvían a los pliegues de su falda. Ella se hallaba solo a unos metros de él y bailaba con otro hombre. Juntos hacían una pareja formidable, dibujaban rutas sensuales en el espacio, se acercaban o retiraban como si la música, en un momento dado se hubiese materializado en esos dos cuerpos que se movían ante sus ojos. El era un espectador invisible, como una silla o una botella de cerveza, nadie se fijaba en él pero él se fijaba en todo, principalmente en los pliegues de la falda de ella, los veía ondear al ritmo de sus caderas como pétalos de flores agitadas por vientos caprichosos, describiendo círculos, óvalos, líneas ondeantes deslizándose por sus caderas para detenerse un poquito antes de sus rodillas. A veces sus ojos bajaban hasta los tobillos de ella para detenerse en la punta de sus pies que apenas rozaban el piso de cemento, contaba los segundos para determinar cuanto tiempo ella bailaba de esa manera. Tarea inútil, terminaba aburriéndose hasta que la música cesaba y se sentía tonto por fijarse en las formas que ella dibujaba con la punta de sus pies, en vez de centrarse en los pliegues de su falda. Eso si que era excitante, eso si que era el mejor espectáculo del mundo, una tela viva cubriendo la región más maravillosa del cuerpo. Se sentía contento en su condición de invisible, casi feliz, de hecho satisfecho de lo que contemplaba, ese escenario era la vida y la certeza le heló el corazón haciendo trizas la magia del momento. Así que él se limitaba a contemplar los movimientos de la falda de ella y dejaba de vivir, dejaba su existencia en punto neutro por el delicioso placer de un ondear de tela sobre las caderas. Empezó a sentirse incómodo. Arrancó sus ojos de los pliegues de su falda, se centró en los rostros, en las manos acariciando una cabeza o señalando horizontes inexplorados y todo le pareció tremendamente absurdo e inhumano, como muñecos animados por algo ajeno a sus entrañas. No quiso seguir así, se negó a seguir los roles estipulados, con un moviendo de manos y una sonrisa que nadie pareció notar salió de allí, empezó a caminar por la ciudad sintiendo el frío de la madrugada dibujando universos en sus mejillas… otra vez la misma sensación de manipulación, otra vez siguiendo un papel, describiendo con su existencia lo previamente planeado. Tuvo que detenerse, se aferró a sus recuerdos como un náufrago hasta que empezó a recuperar su estabilidad emocional, hasta que contempló la noche en su verdadera dimensión alegrándose por haber salido de allí, por muy sensuales y embrujadores que sean los pliegues de la falda de ella, son sus pliegues, y no los de él, a partir de esa noche todo sería diferente. Se lo prometió a sí mismo con la mayor seriedad del mundo.
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U-Bahns amarillos, Mauricio Babilonia
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Esa risa lo rescató de su soledad en el silencio del vagón, donde a esa hora de la noche, solo los diferentes se atreven a perderse por esos vericuetos de una ciudad en primavera, precisamente así era su risa: diferente, una especie de sonido bronco liberándose para estrellarse contra los cristales o contra su rostro, como efectivamente sucedió. Se reía sola, desde el asiento de enfrente, hablaba al aire, sin mirar a nadie, de su boca salían letreros en polaco y en alemán o quizás en otra lengua que él no conocía, pero que tal vez llegaría a conocer; entonces lo sintió, fue una especie de déjà vu a la inversa, es decir hacía el futuro, se vio a sí mismo, en ese vagón, sentado en frente de un rostro desconocido, hablando en un idioma extraño y riendo con la boca bien abierta mostrando una cavidad vacía de dientes. Así que era eso la soledad, subirse a los vagones toda la vida, hablar continuamente hasta que le entrara la risa sin mirar a nadie. Miró hacía otro lado pero siguió pendiente de la mujer que continuaba hablando. No trató de entenderla, no intentó descifrar su lenguaje, ni siquiera la miró, pero cada fibra de su cuerpo estaba pendiente de ella, de sus movimientos, del tono de su voz, de los dibujos que trazaba con sus manos o los involuntarios giros de sus pies enfundados en unas zapatillas de marca mientras un olor suave y cálido acariciaba su nariz. Dejó pasar su parada, dejó que el tren siguiera su marcha porque se había adherido a las palabras y a la risa de esa desconocida, se mantuvo quieto notando como los pocos pasajeros que quedaban abandonaban el vagón dejándolos solos en su extraña comunión hasta que el tren se detuvo y por los altavoces se empeñaban en explicar los caminos reales por donde se debía caminar. La mujer se puso en pie, con equilibrio innato se dirigió hasta la puerta manteniéndose estable a las embestidas del vehículo, él la siguió, se colocó junto a ella, aspiró su suave olor y decidió mirarla fijamente, perdiendo el miedo a su atrevimiento, como olvidándose de las reglas de buena educación. Descubrió unos puntitos rojos en sus mejillas y en su nariz; también vio chispitas doradas en sus pupilas. El tren se detuvo, salieron al mismo tiempo, notó que ella no dudaba al encaminarse a la salida, al contrario, parecía saber muy bien a donde iba. Decidió seguirla, se rezagó un poco para emprender la marcha detrás de ella, pendiente únicamente de su risa y de su monólogo. Subieron la escalera eléctrica, desembocaron en una estrecha calle esperando que el semáforo les permitiera avanzar. Él sintió el aire tibio de la ciudad, abrió la boca como devorando eso intangible que es Berlin en noches como esa, siguiendo a mujeres, que a su manera le muestran el futuro a seres como él. Avanzaron hasta la iglesia, pasaron delante de su gran portalón, se toparon con algunos caminantes de la noche, sus pasos se impusieron al silencio en el que se iban adentrando casi sin darse cuenta, como casi sin darse cuenta sintió que la voluntad lo había abandonado, ahora era solo un hombre que camina detrás de una mujer enajenada que ríe y habla casi al mismo tiempo desde una boca sin dientes, pero atado a un olor suave con el poder de eliminar voluntades. No supo en qué momento se detuvo ella, se detuvo él, se sentó ella en un escalón del pórtico, se sentó él uno más abajo, hasta que los músculos cansados los impulsaron a la casa de ella, al mundo de ella, a una mesa con café caliente, una cama con sábanas limpias, jarrón en la mesa y el aroma del café invadiendo el mundo… una vida con mañanas claras y café a sorbitos lentos… Una mano se atrevió a tocarlo, hablaba de abandonar el vagón y él no entendía a dónde habían ido a parar su déjà vu a la inversa, ni la mujer, ni el café a sorbitos lentos. |
Nació de la nada, como todas las cosas importantes en la vida. Un día sucede, se materializa, se apodera de tu cuerpo y se queda para siempre viviendo en la sangre de tus venas. Un día vas caminando por las calles de una ciudad hermosa, llena de historias crueles pero también de detalles que ayudan a vivir, donde la poesía es un graffiti en medio de una pared ruinosa, donde la música se eleva en pompas de jabón que se dejan acariciar antes de estallar, donde los pies se asientan sobre baldosas que te mantienen en pie, donde te puedes sentar y tu sombra no es una silueta negra, sino la otra imagen de ti mismo recortado sobre el césped de sus parques, mientras el sol te acaricia la espalda. En esa ciudad las personas son reales, los cuerpos se palpan, se mueven, existen, conviven el presente y el pasado en un acto llamado vida, que sin embargo habla de lenguajes sutiles que no siempre se entienden claramente. Un día de lluvia, de frío, de cielo encapotado con viento desapacible, sales, recorres calles, paseos, subes o bajas de vehículos para posarte sobre trozos de historia, entonces sucede, te das cuenta que estás pisando una sangre ensangrentada, que justo a tus pies, los pies de millones de personas se quebraron, la carne se hizo polvo y la humanidad le dio savia nueva a esos viejos árboles en cuyas hojas sigue estando grabada la locura. Con todo eso en el cuerpo vas recorriendo calles, vas pasando de canales a parques, de parques a patios, de patios a estaciones de tren para terminar con tus huesos cansados en la última mesa de un café saboreando un capuchino mientras intentas componer el aluvión de emociones que te invade. Nada más ponerlos sobre la mesa, los monstruos empiezan a revolotear, a saltar como bolitas de mercurio, decides mirar hacía otro lado donde te tropiezas con unos ojos que se abren desmesuradamente al verte, que te lanzan chispas vitales y torrentes cálidos; entonces te paraliza la certeza. Ahí está, ha sabido convivir con las miserias humanas, a su pesar o quizás por ello mismo es real, no se reviste de palabras de caramelo ni se encubre detrás de exquisitos modales hipócritas, ni huye despavorido ante la magnitud de su descubrimiento. Tampoco es producto de imaginaciones, de sueños, ni de fantasías, es la carne en ebullición, es el producto de juntar dos elementos orgánicos explosivos en un mismo recinto… un café por ejemplo, expresados en una mirada que se llena de vida cuando te ve. Esa certeza tiene el poder de encarrilar el mercurio, de domesticar monstruos, de cohesionar los jirones de vida extendidos sobre la mesa, es el poder real de la mirada en un acto llamado vida. |
La historia más bonita del mundo
Ella se entrega con pasión a todo lo que hace. Ella se ha empeñado en sacar de dentro de sí misma, a todas las mujeres que la habitan desde que llegó a este mundo, que no son pocas, pues entre sus músculos frágiles palpita el universal sexo femenino, incluyendo las pasadas, presentes y futuras Ella estudia, toma notas, reflexiona, escribe teorías, las corrige, las vuelve a escribir, a veces las anota en cuadernos lindos que compra en tiendas artesanales y que va llenando con su puño trémulo hoja por hoja, todos los días de su vida. También suele reunirse con otras mujeres, les habla de sus proyectos, deja que las palabras salgan de su boca y floten hasta esas cabezas o esos oídos que generalmente la escuchan de muy buena gana, mientras sus ojos se van yendo a otros mundos donde todo es más fácil, más equilibrado, más justo. Sin embargo, en el fondo del armario hay un cajón que contiene el cuaderno más lindo que ella pudo encontrar en un mercadillo, las hojas son de papel artesanal hecho por las manos de las mujeres que habitan en ella. Nunca ha escrito en ese cuaderno sin embargo ya no le cabe una anotación más, es un libro lleno de sentimientos, de palabras dulces, de deseos y anhelos totalmente suyos, nacidos desde lo más profundo de sus entrañas, allí está su esencia, su razón de ser y de vivir. Ese cuaderno la acompaña siempre, aunque ella nunca lo empaca en la maleta de su vida, aunque ella lo ignora, lo olvida por meses o años. Él obstinadamente aparece cuando menos se lo espera, se hace evidente en sus noches o en sus días sin más ni más. Ella espera que algún día él aprenda su idioma y pueda leer su historia, la más bonita que mujer alguna escribió. |
Cuando el médico pronunció las temibles palabras, la imagen del abuelo con los bolsillos llenos de caramelos, gominolas y mentas saltó a su cerebro - una sonrisa tibia curvó sus labios. Si es de familia, ¡qué carajo! Ahora, sentado indefenso, con esa bata azul desvaída esperando el dictamen final mirando el rostro neutro del doctor, sintiendo en la barriga el frio de las baldosas y en su nariz el olor antiséptico del hospital. Qué quiere que le diga doctor, la palabras dulces escapan de mis labios sin querer, y ya ve usted lo que pasó de tanto tragármelas. Insulina para toda la vida. Ay que joderse. |
Si le cuento que oí una voz parecida a la mía, que me ordenó ir directamente al sur, a la casa de Juan, luego al centro, dando un giro de ciento ochenta grados a la casa de Roberto y enfilar luego recto hasta el norte a casa de Luis, donde vi las ventanas sin luz y las gruesas cortinas que nos vieron…, no y tampoco me va a creer que dibujé un interrogante por las calles de la ciudad recorriendo mi vida, así que… Discúlpeme usted caballero, este taxi ya no esta de servicio. |