Un
domingo puede ser muy aburrido, sobre todo en un vecindario nuevo, cuando se
tienen muchos años en las espaldas, y el carácter no es muy dado a hablar del
tiempo en cuanto se penetra en el ascensor, mientras se mira al techo o al
recuadro luminoso rogando llegar cuanto antes a nuestra cueva particular.
No viene al caso explicar porque Marta se hallaba sola
ese domingo, en aquel vecindario rodeado de jardines lindos, y coches aparcados
bajo un cielo maravillosamente azul, el caso es que eran las tres de la tarde y
las horas parecían haberse adherido a ella formando una especie de coraza
rígida rompiendo los huesos de sus costillas.
Toda su vida
embalada por las manos recias de los obreros; diligentemente acomodadas en
cajas de cartón marcadas con rotuladores de colores: el amarillo para las cosas
de cocina, el azul para las del baño, formando un arco iris de objetos
acumulados durante toda su vida… bueno, los que habían sobrevivido a mudanzas,
viajes o separaciones.
Pero las cajas no se iban a marchar de su vida mientras
ella salía a estirar las piernas por los alrededores, así, con la indolencia de
sus años, se colocó un gorro de lana en la cabeza, que no combinaba para nada
con el resto de su ropa, unas botas cómodas, un abrigo de lana casi nuevo. Le
gustaban los abrigos de lana, eran caléntitos, suaves y se acomodaban a su
cuerpo como un guante.
Afortunadamente no se encontró con sus nuevos vecinos por
las escaleras - se obligó a no tomar el ascensor para fastidio de sus rodillas
- salió al portal, caminó bordeando los senderos que los jardineros, muy
ordenados ellos, habían demarcado, hasta que sus pies empezaron a desobedecer
tanta armonía. Se dejó llevar por ellos mientras la parte superior de su cuerpo
se dedicaba ya a aspirar el aroma de las rosas, ya a sentir los rayos del sol
sobre su piel tatuada por infinitas pecas en una especie de rebelde pero
placentera libertad.
Caminó un buen trecho, llegó hasta el extremo sur de su
conjunto residencial, se sentó en un banco, cerró los ojos negándose a pensar
que lo que estaba viviendo quizás era una coma, un punto y coma, incluso puntos
seguidos pero jamás dos puntos.
Sin embargo la vida puso esos dos puntos a sus pies,
comiéndole las suelas a sus botas. Se trataba de un papagayo inquieto que
raspaba su pico una y otra vez, pensando quizás que esa bota era una roca o un
ladrillo, o un trozó de tronco, pero no una mujer aburrida en una tarde de
domingo.
Ella abrió los ojos cuando el pico del papagayo se
atrevió con el cuero superior de la bota, con esfuerzo logró reprimir el
impulso de saltar lejos de su molestia, gracias a que vio a tiempo, sus plumas
rojas y azules brillando al sol.
No sabía si hablarle o no, nunca había tenido pájaros y
no era de las que hablaba a animales, ni a bebés, pero lo dejó hacer. El animal
sintió la confianza que se le ofrecía, empezó a ascender por su pierna con
dificultad hasta llegar a sus rodillas, luego a su muslo donde se detuvo como
temeroso de alcanzar nuevas alturas.
Ella examinó sus colores, los tonos cambiantes, la
longitud de su cuello y esas patas inseguras que de repente apretaban,
rasguñaban o, acariciaban, sí, esa era la palabra, esas patas raras acariciaban
de una forma muy cálida, casi enternecedora, eso mismo pensó, aunque ella no
era muy dada a sensiblerías sin ton ni son.
Ambos, pájaro y mujer estuvieron juntos en silencio hasta
el atardecer, como si se hubieran puesto de acuerdo, en un lenguaje que ni
ellos mismos sabían que existían, el papagayo bajó de su pierna, avanzo por el
sendero hasta el edificio, ella no quiso saber donde vivía, por eso se fue en
dirección contraria.
Todos los domingos se encuentran. De eso hace ya un año.
Ella ha logrado hablar con algunas personas e incluso le han resultado
simpáticas, pero nunca contesta cuando le preguntan a donde va todos los
domingos por la tarde llevando ese termo y esa bolsa de papel: en el termo hay
chocolate, en la bolsa, pan duro.