Hasta hace unos meses, yo era un hombre como los demás. Pasaba mis días sumergido en video juegos, mordisqueando pizzas y hamburguesas, o absorbiendo refrescos para tragar la comida. Pero luego en mis dedos índice y pulgar aparecieron pequeñas montañas de roca blancuzca.
Esto no empañó las aventuras, las batallas, los romances y viajes de mis juegos; un día habitaba planetas extraños, al siguiente devoraba autopistas con la música a tope. Todo eso ha desaparecido, sin embargo, aún me queda el placer de la música, cada vez que un auto pasa raudo por mi lado.
Privilegio de estatuas, digo yo.