Sus
pensamientos se transformaban en imágenes pintadas en el muro
corroído frente a su ventana. Ahí se dibujaba el cuerpo de una
mujer concentrada en algo que estaba escribiendo. Las palabras, al
principio parecían pequeñas, como motitas de polvo temblorosas que
se iban alineando alrededor de su cabeza, luego empezaban a crecer, a
tomar formas definitivas, el cuerpo de un hombre, por ejemplo.
Otras
a pesar de crecer, se diluían en sus bordes, creando fronteras
invisibles, que, sin embargo estorbaban o empequeñecían a los
grupos formados a su alrededor.
También,
algunas parecían tener la consistencia del mercurio pues rodaban con
facilidad de un lado para otro, cambiaban en cuanto rozaban,
tropezaban o eran golpeadas por las demás.
Esto
es una locura, pensó, mientras la cara de una anciana aparecía en
su mente, riéndose de ella. Pero no era un anciana, era la
ancianidad de todas las mujeres del universo y su sonrisa no era de
burla, sino de condescendencia.
La
mujer pintada en el muro la miró fijamente, le devolvió palabra por
palabra, naturaleza por naturaleza, consistencia por consistencia.
La
mujer que escribía supo que debía dibujar ahora, que ese era el
mejor momento para hacerlo, debía destacar algunos rasgos, borrar
otros, colorear zonas, romper líneas, expandir el cuerpo para dar
cabida a todo lo que entraba sin control.
Mientras
su mano hacía y deshacía, la mujer del muro de enfrente lucía una
amplia sonrisa, unos ojos de los que saltaban chispitas de alegría
que iluminaban la metamorfosis de las palabras, su cuerpo se fue
materializando, surgieron redondeces, pliegues, curvas, montañas y
caminos. Con un largo bostezo se desprendió del muro de ladrillos y
empezó a caminar sin ver como la mujer que escribía adquiría el
color del mercurio mientras se deslizaba de la mesa tropezando con
lápices, un cenicero, un blog de notas y la fotografía de la recia
espalda de un hombre.