Ella escribía poemas o copiaba los que más le gustaban de sus autores preferidos, los inmortalizaba en papeles amarillos de diez por cinco centímetros. Luego salía a la calle y los iba dejando en los quicios de las ventanas, en los portales, los buzones de correo o por debajo de puertas cerradas.

También se aprendía canciones de memoria y se paraba en una esquina de su ciudad para cantarlas, a veces se iba a un parque, se sentaba en un banco y desentonaba canciones de amor a las palomas o los cuervos.

El, por su parte perseguía mujeres que no lo amaban, las llamaba, las buscaba, hacía el amor con ellas y en las mañanas dibujaba en esas pieles desnudas, un rostro desconocido.

Con ellas planeaba una vida en común, un futuro juntos, unas tardes lánguidas de domingo, pero por una razón ajena a su cerebro, cuando se fijaba en el rostro del momento, éste no coincidía con el que su mano dibujaba.

Ella mirando al mar.

El sentado en la barra de un bar.