![]() Un dedo acusador golpeó bruscamente su hombro. Una voz desagradable a su espalda le urgió: es hora de cerrar. Giró la cabeza con rabia, en un primer impulso habría sido capaz de lanzarle un puñetazo a la cara, a esa horrible cara llena de cicatrices y verrugas, habría cogido su cabeza de ogro y la hubiera estrellado contra las vitrinas o la hubiera pateado directo al techo. Su cerebro se llenó de sangre, tanto que tuvo que hacer un gran esfuerzo para no vomitarle encima de ese traje brillante y mantecoso. Pero se contuvo - gracias a su férrea educación - apretó los dientes y exhibió su mejor sonrisa a la que supo dar un cariz de autenticidad. Se dio la vuelta y se encaminó a la salida. Atrás, a sus espaldas, el cuadro la vio alejarse, sintió el abandono de sus ojos que tanta pasión le habían mostrado. Sintió otra vez, la frialdad de las lisas, enormes y heladas paredes del museo. Estaba seguro que no podría soportar un día más. No, por favor, no más abandonos. Tendría que cortar esa cadena, destrozar ese bucle, romper ese esquema. Su naturaleza no le permitía aceptar por más tiempo esa condición. Habían sido demasiados años, desde que el pintor murió, que presenciaba la misma escena. Ojos que miran con admiración, un aliento cálido, unas manos temblorosas y unos deseos contenidos. No más. Al día siguiente alguien del público comentó: "estoy plenamente seguro, en este cuadro, ayer mismo, no estaba este hombre ni ese guardia de seguridad con su uniforme brillante y mantecoso, decapitado". Creo que nos están timando. |