Ella
conoció la tristeza en los reflejos de ese espejo manchado de
humedad encontrado en el desván.
Cada
mancha era una desgracia, un silencio, un abandono inmortalizado en
el tiempo y también un beso, una caricia, unas palabras susurradas.
Encontró
la fugacidad en el espejo que llevaba en su bolso y eso la llenó de
angustia. No había posibilidad de atesorar el placer, el calor o el
sabor de las cosas dulces o amargas de la vida en ese espejo
inquieto, antes de que desaparecieran. Claro, podría intentar un
atisbo de permanencia, si se apresuraba a cerrar el estuche de
maquillaje antes de despertar las emociones. Decidió probar.
Con
las manos temblorosas oprimió la caja y las tapas del estuche se
separaron unos milímetros. El corazón le dio un vuelco pero
continuó abriéndolo, se dio cuenta de que estaba un poco sucio -
por más que la publicidad hable de polvos compactos, siempre se
esparcen por todas partes. Ya decidida, lo abrió completamente, lo
limpió con la palma de su mano y se miró. Se concentró en sus
ojos, al principio le pareció que eran diferentes a los que tenía
registrados en su cerebro, luego la boca, la nariz, pero no terminaba
de parecerse.
Ahí
estaban sus rasgos en la luna llena del espejo y aunque aún no los
reconocía, le dejaban una cierta certeza de pertenencia.
Probó
entonces con uno de cuerpo entero, se contempló sin prisas, en cada
miembro, en cada vena, en cada arruga encontraba su vida, su pasado,
presente y probablemente su futuro; todo un complejo etéreo que
tenía pretensiones de hacerse palpable… por intentarlo.
Ya
no eran sólo unos ojos con un recuerdo, ni venas azules
transportando el amor, ni el tiempo arrugado de sus experiencias, era
una boca, unos ojos, unas manos, unos hombros con todo lo anterior
incluido. Verlo ahí compacto, firme y estático, como una fotografía
en papel, ocupando un lugar en el mundo, un espacio en su cuarto le
tranquilizó, a menos que, lo soltara y éste estallara sobre el
piso...