5 de Septiembre, 2016
En algunos países la experiencia es válida como parte importante del Curriculum, si has cuidado durante años a un familiar enfermo o con alguna minusvalía, esos años de dedicación y esmero te valen para optar a un puesto en sanidad, si has colaborado en una biblioteca escolar de forma gratuita, te vale para acceder a auxiliar de biblioteca, si has cuidado de hijos y nietos, también podrías optar a un trabajo remunerado en algún jardín de infancia. Pero de eso tan bueno no dan tanto en la mayoría de países. En el mundo laboral de hoy, con las aguas turbulentas del liberalismo arrasando con todo, ya no vale ni tener experiencia, ni no tenerla, a unos los rechazan por mayores y a otros por muy jóvenes y lo más irónico, es que cuando la gente se moviliza para exigir nuevas políticas o cambios reales, los gobiernos se enredan en estrategias para evadir el problema, dictan leyes, artículos, redactan memorandos, enumeran requisitos e imprimen tal cantidad de formularios para poder acceder a esos "puestos de trabajo", que cualquiera se desanima. A la gente solo le queda ir por libre, es decir trabajar por su cuenta, al principio se preocupa por averiguar las políticas referentes al trabajo autónomo, hay que pedir citas, hablar con uno y otro funcionario, rellenar documentos, presentar memorias, planes y proyectos cuyo destino es el fondo del cajón de los escritorios administrativos. Así que hartos de todo, se instalan en la ilegalidad. Hay que comer, ¿no? Otra puerta que se cierra, o que nos cierran en las narices. A los pobres mortales nos tienen agarrados por el cuello de manera que no nos podemos mover, sin embargo nos entretienen con millones de cursos intensivos de idiomas, de word, manejo de internet, redes sociales, macramé, pastelería, cocina internacional, masajes, peluquería, nos venden la idea de que entre más títulos tengamos, más opciones de trabajo nos llegaran, pero la verdad es bien distinta, pasan los días, los meses, los años y como en "El coronel no tiene quien le escriba", nosotros no tenemos quien nos contrate y la vida se nos va. No tengo muy claro qué es lo que quieren de nosotros, para qué les servimos, qué desean que hagamos y lo qué es peor, por qué nos vigilan. ¿De qué tienen miedo? Les es más rentable invertir en espionaje de alta gama a personas que lo único que hacen es contar que se tomaron unas copas en el bar de la esquina con el amigo aquel que hace años no ven. Para eso no hacen falta cámaras ni micrófonos, ahí tienen el Facebook y esos ríos de dinero tirados a la basura bien podrían invertirse en creación de empleo, o de modelos sociales más igualitarios y de mayor envergadura. Pero no, muchos países, firmes seguidores de este fracasado sistema económico insisten en encender sus cigarros con los billetes de quinientos euros… la gente es lo de menos. |
La ciudad también se había rendido, las ventanas cerradas con sus párpados de madera apretados y los portales sellados por la nieve. Y sin embargo el vaho tibio de su aliento se eleva por los aires. A pesar de ello, o quizás por ello, ese días las cosas y las personas habían crecido hasta alcanzar unas dimensiones descomunales. Las rejas de las alcantarilla parecían vallas de inmigración, los cigarrillos se deshacían entre el indice y el corazón, las tapas de las botellas de cerveza, eran ahora naves espaciales posadas sobre le frio y húmedo asfalto. La fantasía de la guerra de los mundos se había hecho realidad instalándose en la calle, frente a su casa, en ese momento que nadie se atrevería a afirmar si era día o noche. Se moría por un cigarrillo, extrañaba ese fuego quemándole la lengua, pero ya no quedaba ni uno, ni siquiera una colilla a medio terminar. Podría pensar en otra cosa, ese siempre había sido un buen truco para despertar. No, no valía la pena, eso era lo que había hecho toda la vida para no sufrir. |
Estaba emocionada con el libro. Cosas como esas la hacían creer que existía alguien, en algún lugar del universo, que de pronto con mover unos cuantos hilos terminaba dándole un giro de 180 grados a la realidad de los seres humanos. Otros lo llamaban suerte, unos más, coincidencia… cuando se trata de poner nombre a lo desconocido, los hombres se superan a sí mismos. Lo importante era que por fin había encontrado el libro que llevaba tanto tiempo buscando. Y sí. Ahí estaba en la primera estantería de la biblioteca pública - sección novela extranjera - coqueteándole descaradamente. Leyó el título y sintió que la columna se le helaba, ¿ese título? ¿por qué le era tan familiar? - pensó - podría ser que ya hubiese leído alguna reseña, o alguien se lo hubiese comentado. Raro. Pero feliz con su posesión y el plazo para disfrutarlo, salió del viejo edificio, se encaminó hasta su casa, eludiendo una película muy interesante, la llamada de una amiga al móvil y la atmósfera que reinaba en su terraza favorita, con sus parasoles blancos y llena a rebosar. Ahí, los talones titubearon un poco. Logró ser firme y continuó su camino a casa, paladeando el placer de leer a su autor favorito. Una vez cerrada la puerta del salón, fue a la cocina, preparó su café, volvió con la taza humeante, sacudió el cojín para acomodar su espalda y se sentó en el sofá. ¿Leer o no el prólogo? No lo hizo. Ojeo el interior y al azar leyó párrafos que iban despertando en ella sensaciones demasiado conocidas y angustiosas, en primer lugar, el sudor de las manos, luego el temblor de sus dedos que movían el libro impidiéndole leer bien y por supuesto concentrarse. La incomodidad iba en aumento, el sofá parecía haberse vuelto de piedra, el cojín se desinflaba descompensando el equilibrio de su columna. Luego, millones de bichitos negros ascendían desde sus tobillos hasta la entrepierna. Se puso en pie de un salto y lanzó el libro lejos. Bebió un poco de agua hasta conseguir calmarse un poco. Desde su altura lo miró. Había caído abierto por una página doblada en la esquina izquierda. Se agachó, la leyó de un tirón. Ahí estaban las palabras clave, ahora su cuerpo y su mente se abrían. Una sonrisa extraña movió sus labios, la respuesta, curiosamente era una pregunta de la cual siempre había tenido conocimiento. A su cabeza llegaron las escenas de su vida personal que también la habían decepcionado alguna vez. |
Lo hizo por él. Dejo que mil agujas vomitaran tinta de horribles colores en su piel. Ahogo los gritos de dolor. Se clavó las uñas en las palmas de sus manos hasta sangrar. Y todo por un monstruo gigantesco que le enseñaba los dientes rotos desde sus nalgas. Sólo que él ahora cierra los ojos en otras nalgas huérfanas de monstruos. |
Mientras esperaba a su amiga, sentada en el incómodo sillón, frente al mantel de plástico rojo, cuarteado por la huella de tiempos idos, paseó la mirada por los recuerdos que no viajaron con ella. Los de color pastel se hallaban ennegrecidos por la calefacción, el de la sonrisa de su hombre se había congelado en la ventana, mientras que el de su olor, la esperaba detrás de la puerta, de esa vida todo estaba intacto suspendido en el tiempo, atrapado en el aire. Empezaba a impacientarse. Su amiga nunca había sido muy puntual y ella siempre se quejaba de lo mismo, era como la obertura perfecta de sus reencuentros o el sólido vínculo de su amistad. ¿Quién se atrevería a confirmarlo? Abrió la nevera. No había mucha comida, el recuerdo de su amiga le contó que ella seguía con el mismo desdén hacía los alimentos; se lo confirmó la cebolla anciana desde un rincón de la nevera. Esa cebolla podría llevar años allí observando los que haceres de su amiga. Pensó en tirarla a la basura, pero la cebolla se negó alegando que debía seguir ahí - era su naturaleza. Al fin apareció su amiga real, el tono de su voz, el calor de sus abrazos, el coche, los caminos, los amigos, el viaje, los reencuentros. La vida. Y la cebolla seguía ahí, además de en la nevera, en algún lugar de su cerebro. Esa cebolla - a veces piensa - es el símbolo de su vida: capas por deshacer una y otra vez. |
![]() Un día igual, calcado, repetido a todos los días de tu vida, de tu despertar a esas cosas que ya te sabes de memoria. Manos abiertas, pensamientos fugaces, sombras que se van o se esconden entre los pliegues de las sábanas. Un cuadro torcido, levemente inclinado unos grados a la izquierda, otro abombado por el calor de la habitación y la llama de una vela blanca parpadea entre las piernas de unos pantalones que cuelgan muertos. En el espejo se refleja la rendición total. Alguien dijo que ya no quería seguir sufriendo, alguien dijo, basta ya. Cierra los ojos, abre las manos y déjalo libre. No entres más a esa habitación que ya no guarda nada para ti, donde lo poco que había se pudrió o se convirtió en polvo. Allí solo hay olor a moho y tristeza con sabor a abandono. Recoge tus huesos, junta tus plumas, cubre la herida con una venda limpia y vete de ahí. No lleves nada en los bolsillos, por livianas que sean las plumas del pasado, con el correr de los días se convierten en anclas de hierro. Vete ya. |