bogotá
Muchas horas por delante, las
manos en los bolsillos y las ganas de devorar calles, de saborear rincones y de
tomar la vida por los cuernos. No, el toro, bueno qué importa. En el armario de su habitación había
una maleta que se había negado a deshacer. La de sus sueños. Las otras, ya se
habían deshecho bajo la acción trituradora de la rutina. Los ahorros aguantaron
lo esperado y lo poco que ganaba aguantaba bien. Estaba contento. Y sin muchos
aspavientos, podría decirse incluso, que era feliz. Desde que aterrizó se juró
a sí mismo huir de sus plañideros compatriotas, se adaptaría de la mejor manera
posible y lo había cumplido. Si alguien le tomara dos fotografías simultáneas
pero una de ellas lo reflejara de cinco años atrás, si fuera posible, no podría
afirmar que fuesen la misma persona. Uno cambia. Es verdad. El caso es que estaba contento con su vida,
feliz con esta nueva tierra, enamorado de su mujer y de sus amigos; las “zs”
que brotaban de su boca eran auténticos sonidos sibilantes. No podía quejarse,
el cambio era un gran salto en el plano particular de su vida. Aunque esa
maleta… ¡aichh! Ese domingo, justo antes de salir del
metro se dijo que debería deshacer aquella maleta. No tenía sentido guardarla. Decidido
y reconfortado, se reunió con sus amigos en una esquina cercana al templo del
fútbol. Yaaa, no se asombren. Hombres correteando, subiendo y
bajando, el ruido ensordecedor del monstruo, ¿quién se resiste? Él, no era la
excepción, en su país sufría colapsos cuando el verde de su equipo caía
derrotado, o llegaba al éxtasis, sobre todo cuando éste ganó la única copa
libertadores que… ¡La
maleta! Un
vértigo le recorrió la columna, una niebla borró la multitud, acalló al
monstruo que en ese momento se levantaba de las gradas y gritaba aún más,
mientras ondeaba banderas blancas; entonces se vio a sí mismo corriendo por las
calles ondeando la bandera verde por las avenidas de su ciudad, abrazándose con
el primer desconocido que se le pusiera delante. La ensoñación desapareció y una mirada fugaz
a sus amigos le impulsó a levantarse, a alzar los brazos y su garganta se
desgarró mientras de ella salía la palabra: campeones ¡ole, ole, oleeeee! Ya se imaginarán, donde fue a parar la dichosa
maleta, ¿verdad? Gladys |
… A lo largo de la escalera que
constituyen los siete pisos que limpia, y por tanto la alimentan desde hace veinti tantos años. Tenía veintidos cuando aterrizó en aquellas
tierras, la cabeza llena de musarañas, el orgullo rebosante, y las ilusiones
sin estrenar. Dos hijos, uno a la derecha y otro a la izquierda aferrados a su
mano indefensos por los pasillos de Barajas. Peldaño a peldaño, como quien dice día
a día, la araña cumple con su labor; obediente limpia escalón tras escalón,
habla lo mínimo con su patrona, no porque sea mal educada, es que no tiene
tiempo para fabricar palabras, salvo las que mecánicamente brotan por la
cortesía. Su cabeza está llena de anotaciones: el préstamo que hay que pagar al
banco, la plata para los padres que viven a miles de kilómetros, la hija que
desde los quince anda enredada con un taxista maltratador, y el discurso que le
tendrá que dar a su hijo cuando se le aparezca este fin de semana con la novia
de turno y desde esa mañana, la muerte de su padre. Se le fue sin verlo, sin
haberlo conocido más que a través de cartas y llamadas telefónicas. ¿En qué momento le cambiaron a sus dos
negritos asustados? ¿Cómo es que se le convirtieron en zánganos chupasusangre?
No lo entiende y se asusta cuando entre los pensamientos se le asoma la
certeza, de que quizás la culpable fue ella por haberlos sacado del calor de la
tierra y del cariño de la familia. Ahora la imagen y necesidad el dinero se ha
deshecho ante sus ojos. Sólo le queda una casa en su país que debe pagar y que
tal vez la vida no le de años para disfrutar. De sus hijos no espera nada y de
su padre, a quien soñaba con cuidar, mientras ella misma esperaba la muerte, pero,
y ¿ahora qué? No le queda nada. En el quinto derecha, una mujer
apoyando la espalda contra la madera de la puerta, escucha el suave murmullo de
la fregona sobre el mármol. Es miércoles, día de limpieza en el edificio. Y la
imagen de la negrita guapa, a pesar de los años y el trabajo, se le dibuja en
el cerebro con tierna nitidez. Los ojos oscuros de la limpiadora son los más
alegres que ha visto en su vida, con esa alegría de la buena gente, con esa
transparencia que no se le borra así esté llorando por alguna pena oculta o por
un dolor de tripa. La envidia. Esa es la verdad. Envidia
su entereza, su fuerza, pero sobretodo su alegría, le gustaría hablar con ella,
hablar más allá del hola buenos días. Con qué gusto la invitaría a tomarse un
café, aunque quizás a ella no le guste esta mezcla hibrida que venden aquí como
si fuera el original, ese que ella mamó hasta que le dio por venir a hacer las
Españas. Sí, si pudiera, aunque parezca una bestialidad, le robaría esos ojos…
o la alegría que contienen, se corrigió mirándose al espejo los propios ojos
apagados, llenos de venitas rojas y muy tristes. En ese momento la oye cantar por lo
bajo, su voz es preciosa, su voz se desliza por debajo de la puerta y se le
adhiere a las entrañas, entonces, se da cuenta de que nunca la oyó cantar,
siempre cuando se la encontraba en el pasillo la veía alegre, todos los
miércoles desde hace tantos años y jamás la escuchó cantar, algo debía pasarle.
La curiosidad la animó a abrir la puerta justo cuando la negrita pasaba la
fregona por frente a su rellano. -Hola, buenos días, le dijo – - Buenas doñita – le contestó la negra,
con voz entrecortada – Al escucharla se quedó muda, paralizada
mientras su mente trataba de calmarse. La negrita estaba llorando, pero su voz,
sonaba tan alegre. Gladys |
![]() Al recoger su equipaje un sentimiento de miedo lo invadió, y si le registraban las maletas, seguro que el quitaban el dinero que había ahorrado y que llevaba camuflado entre las ropas. Un sudor frio empezó a recorrerle la espalda pero su cerebro le ordenaba tranquilizarse, no debía aparentar preocupación porque sino llamaría la atención y lo descubrirían. Lo mejor era hacerse el desentendido, mirar hacía otro lado para no traicionarse y pasar cuanto antes la aduana. Así lo hizo, empezó a cantar una canción por lo bajo mientras el soldado bachiller contemplaba su maleta ante el scanner. Más miedo. Sin embargo el joven soldado no detuvo la maquina, lo miró y lo dejo pasar dándole la bienvenida al país. Alejandro Respiró aliviado y pletórico tomó su maleta y salió buscando entre la gente los rostros añorados de sus familiares. Un tirón en la parte posterior del cerebro lo hizo detenerse en seco al descubrir a su madre, una anciana con el cabello totalmente blanco lo miraba con los ojos anegados en lágrimas sin atreverse a abrir la boca para llamarlo o hacerle alguna seña. A su lado había dos jovencitas, sus sobrinas, dos hermosas morenas de rasgos medianamente orientales lo miraban como descubriendo a un familiar que casi no lograban recordar, pues ellas eran muy pequeñas cuando él partió a buscar fortuna en el extranjero, ellas estaban acompañadas de dos chicos vestidos y peinados a la moda macarra con blimbines colgándoles del cuello y excesiva gomina sosteniendo en alto sus cabellos tan negros y lisos como los de sus sobrinas. Aferrado a la abuela había un chiquillo de unos nueve años que lo miraba con admiración y en los brazos de la abuela una niña de unos dos años o tal vez tres, ¿de quién sería hija? Así que alguno de sus sobrinos ya era padre y recordó que en su país los jóvenes… no por favor, se advirtió a sí mismo. Su hermano, en principio él no lo había visto, fue quien rompió el hielo y se abrió paso entre los familiares de los viajantes abrazándolo y golpeándole la espalda con sus manazas callosas. Con los golpes en la espalda la parálisis de su nuca desapareció y en un segundo se vio rodeado y abrazado por toda la familia que había ido a recibirlo al aeropuerto después de tantos años de ausencia. Sobraron manos para llevar su equipaje, los niños lo miraban en silencio con los ojos desorbitados, las jóvenes examinaban sus ropas y la niña se reía cuando él hablaba con ese acento irreconocible que da la mundanidad. Una vez repartidos en los carros iniciaron el viaje a casa, a su
casa de patio enorme bordeado de plantas, ¿eran geranios u orquídeas? Tenía en
su estómago un millar de mariposas revoloteando contra las paredes de sus
intestinos y las manos le sudaban, ansiaba tanto volver a ver su casa, sentarse
en la cocina mientras la madre preparaba la comida y al tiempo le narraba en
qué iba la novela de su bella Margarita Rosa con aroma de café, pero el tiempo
se había detenido, un enorme atasco los inmovilizó y los sumió en un pesado
silencio que el hermano mayor, siempre él, rompió preguntando detalles de su
vida en el extranjero y contándole los últimos goles de su equipo de fútbol
favorito salpicándolo de una información totalmente nueva para él, no sabía
quienes conformaban los equipos nacionales, quien era el goleador de la
temporada, y cada vez las palabras de su hermano se iban distanciando más y
más. Un aguacero torrencial cayó sobre ellos nublando la vista a cincuenta
centímetros, ahora si que se iba a tardar más, pero su hermano arrancó y se
abrió paso entre los demás carros. Un dolor de estómago lo poseyó, cómo era
posible conducir con semejante tiempo y sin ver nada, pero al mismo tiempo se reconoció
en ese olor a tierra mojada que entraba por su nariz. Y la niña no le quitaba
el ojo de su cara. Finalmente llegaron a la casa pero no pudo probar bocado, su
estómago estragado por las comidas de avión y la diferencia horaria no era
capaz de saborear ese sancocho que las manos de su madre habían dejado listo en
el fogón en homenaje a su regreso. Con una disculpa se acostó y en su cama
empezó a sentirse enfermo, pero más que el malestar físico, le dolía ver a su
madre tan envejecida. Ahora, con el silencio de la noche, pudo recordar con
claridad que cuando la vio en el aeropuerto la confundió con la abuela muerta
hace tantos años, la misma piel arrugada, la misma mirada amorosa y la misma
boca temblando de ansiedad. Durante su ausencia había envejecido, y esa certeza
le dolió todavía más. Su familia había vivido sin él y el dolor se hizo más
agudo, sus sobrinos habían crecido y se había perdido sus primeros amores, las
actividades cómplices de sus primeras borracheras, la primera experiencia
amorosa, primeras comuniones, el embarazo de su sobrina, tan joven e inexperta
en su papel de madre y esposa, las navidades y los buñuelos, el año nuevo y la
quema del muñeco, hechos y retazos de vida que forman nuestra experiencia
vital. Empezaba a lamentar su regreso, ¿Qué tenía él para compartir con ellos?
Una suma de dinero para montar un negocio. Nada. A medida que la luz fuerte del
sol mañanero entraba a su cuarto
desvelándole que él también había cambiado, que era otro y además había
envejecido adobado por otras circunstancias entendía que tal vez hubiese sido
mejor no volver para que la realidad no modificara sus recuerdos, empezó a
sentirse triste, cerró los ojos y trató inútilmente de retroceder en el tiempo
hasta el momento antes de comprar el billete de regreso, si en ese instante
hubiera sabido… La puerta de su cuarto se abrió muy lentamente, él se quedó
rígido intentando no moverse hasta saber quien entraba a su habitación de forma
tan sigilosa, al cabo de unos segundos una manita rosada se aferró a la pared y
seguidamente el cuerpo de su sobrina nieta en pijama y con los cabellos
revueltos se recortó en el marco de la puerta. Él se hizo el dormido y la niña
ganó confianza, avanzó hasta su cama, se detuvo un segundo y luego estampó un beso
en su mejilla huyendo rápidamente del cuarto. Todos sus miedos desaparecieron. Ese beso era lo que él necesitaba
para no sentirse extranjero en su país. Gladys |
Yo, yo,
yo, yo!!!!!! Gritaba y manoteaba al mismo tiempo Liliana desde su escritorio
intentando llamar la atención de la profesora de lengua: Es García Márquez,
decía en voz baja esperando su oportunidad para poder citar el nombre del
escritor en voz alta y dejar claro que ella sabía del tema más que ningún otro
alumno de la clase. Pero la profesora parecía ciega o la ignoraba
olímpicamente, pues miró a los alumnos por encima de su cabeza y se dio la
vuelta mientras daba un rodeo por el frente de la clase recriminando a los
jóvenes su ignorancia y el poco interés que les merecía su propia lengua, su
idioma, la herramienta indispensable para comunicarse con los demás. (Para eso
está el móvil) – susurró uno de los
alumnos en voz baja y aunque la profesora lo escuchó, se hizo la desentendida y
siguió con su arenga - Cómo es posible –
decía la profesora, que desdeñen esta asignatura, no se dan cuenta que
la lengua es la herencia - uno de los alumnos empezó a mover la cabeza y hacer un
gesto con los dedos para describir el gesto indicador del dinero, otro de los
alumnos frunció la cara a la espalda de la profesora - ésta seguía sin darse por
aludida mientras daba a su voz un tono más solemne todavía. Uno de los alumnos
fabricó un avión de papel y lo lanzó a otro de sus compañeros dos lugares
delante de él, en ese momento todos empezaron a hacer lo mismo y la clase se
convirtió en un campo de pruebas aeronáuticas donde todos querían lucirse con
los efectos más espectaculares, en tanto la voz de la profesora leía los
avatares de Santiago Nasar destacando como el escritor, en su papel de narrador,
destacaba la mala suerte del personaje… Liliana se cansó de tener el brazo en alto, su voz era apenas un murmullo entre las risitas entrecortadas de sus compañeros de clase, empezó a sentir un odio frio contra esa profesora que la ignoraba sabiendo que ella era la alumna más aventajada en lengua, y eso que Liliana desde el inicio del curso hizo todo lo posible por llamar su atención y demostrar que era mucho más inteligente que el curso entero, bueno, salvo un par de empollones que se aprendían todo de memoria y que al final del día no se acordaban de nada. Ella en cambio sabía estudiar porque desde pequeña había sido educada de una manera natural por sus padres, por ejemplo, aprendió a leer sin repetir las ridículas silabas de ma, me mi o la eme con la a suena… no, ella recordaba que de pequeña solo dibujaba y sus trabajos en clase consistían en plasmar sobre el papel con lápices de colores historias que cada niño contaba a su manera, mientras la profesora, con su suave y dulce voz los alentaba a enriquecerlas con todo lujo de detalles y así todos los días hasta que de un momento a otro empezaron a usar símbolos llamados letras y éstos adquirieron un sentido que al expresarlo les dio la certeza de saber leer, y así se había quedado para siempre, así habían sido sus estudios en su lejana tierra, una especie de encantamiento de la realidad que tomaba su tiempo absorber a través de la inteligencia para convertirse luego en fórmula matemática que jamás se olvidaba. Pero cuando intentó decírselo a su profesora de lengua las palabras la traicionaron y ella no tenía tiempo para sus divagaciones así que le recomendó repasar la gramática española, de los cursos inferiores si quería aprobar el curso. Ese día del vuelo de los aviones en clase resolvió Liliana no volver a levantar el brazo jamás y con empeño se dedicó a repasar la famosa gramática. Sin hacer caso de lo que estaba pasando y sin darse cuenta de que la clase hace rato se había desmadrado y que la profesora no era más que un títere moviendo la boca mientras se paseaba por entre los escritorios y los alumnos alzaban cada vez más la voz. Liliana no encontró su libro de lengua bajo el escritorio, entonces se acordó de haberlo prestado a su amiga que estaba sentada dos lugares por delante de ella, así que decidida se levantó de su sitio, con tan mala suerte que se llevó por delante a la profesora, que ensimismada seguía hablando de Santiago Nasar y Angela Vicario, cayendo en redondo al piso mientras los alumnos se partían de la risa. Nadie, sobra decirlo, quiso creer que fue accidental, y sus padres tuvieron que cambiarla de instituto, además de pagar una indemnización a la profesora antes de que se descubriera que vivían trabajando de forma ilegal desde hace varios años. Gladys |
Esa mañana se
despertó sin muchas ilusiones. En su mesita de noche tenía una lista con todas
las direcciones a donde había pensado llevar su curriculum, tenía también una
planificación de las rutas de metro, un bono recién adquirido para no gastar
tanto, en la nevera unos cuantos bocadillos y un par de refrescos. No podía
permitirse almorzar en una cafetería. En el bolso la libreta de ahorros que le
recomendaron abrir nada más llegar para que las autoridades de inmigración, si
le preguntaban por dinero, se dieran cuenta de que ella si tenía para vivir en
el país. Lo malo de eso es que llevaba mucho tiempo viviendo con lo que
medianamente conseguía y a veces le dolía el estómago por el hambre, pero se
había jurado a sí misma no tocar esa plata. Era su seguro de permanencia, por
llamarlo de alguna manera. En fin, no era momento de lamentarse, debía bañarse,
vestirse y salir a comerse la gran manzana. Una metáfora de esa pequeña manzana
que había reservado para la cena cuando llegara de su recorrido por las
posibles empresas donde iba a dejar su petición de empleo. Hizo todo lo que debía hacer y dándose un último retoque ante el carcomido espejo del pasillo, se sintió satisfecha con su imagen. Ya iba a salir cuando se acordó que la puerta de la terraza estaba abierta, se volvió y siguiendo su costumbre se asomó al patio, había un encanto especial en toda esa ropa tendida oliendo a suavizante. Al mirar hacía abajo se quedó sorprendida: en la hilera correspondiente a sus vecinos había una tira de pelucas secándose al sol. Rápidamente se escondió como si quisiera ocultarse – le daba vergüenza que los vecinos la pudieran ver y se dieran cuenta de que ella había visto sus pelucas, pero por otro lado, ¿por qué se iba a ocultar ella? ¿Hasta cuando iba a dejar de ser tan tonta? Después le dio la risa y luego pensó que esa era una excelente fotografía para que sus amigas en su país se rieran de las excentricidades europeas. Buscó la cámara y cuidándose de que nadie la viera, sacó las fotos desde diferentes ángulos. Luego, al verlas en la pantalla de su camarita digital se sintió desilusionada: las pelucas habían perdido su espectacularidad. Se decidió a buscar otro ángulo, fue hasta la habitación del pasillo, abrió la ventana y las contempló desde allí, tampoco ofrecían una buena óptica, fue hasta su alcoba y se subió a una butaca, apoyó su cuerpo cuanto pudo a la ventana a ver si desde allí le salía una buena imagen, el cristal tembló al sentir el peso de su cuerpo y un sudor frio le recorrió la espalda, lentamente se aferró a la manija y logró recuperar el equilibrio. Se bajó de la silla y volvió a la terraza, se quedó contemplando las pelucas pero la imagen había perdido todo el encanto. No eran más que unos colgajos de pelos alborotados por el viento, tan ridículos como ella misma… los ojos se le humedecieron y pensó en sus amigos de toda la vida, los imaginó haciendo sus vidas cotidianas, reuniéndose en las tardes-noche para charlar un poco antes de irse a su casa y sintió rabia y envidia; eso era la vida y no tratar de hacer unas fotos de una estúpidas pelucas, mientras el tiempo pasaba, el metro seguía su curso y los curriculums se quedaban en la mesita de noche. Mañana si que los llevaría. Por: Gladys |
¿Dónde están los dos mil euros?
Se preguntaba
sofocado Ricardo, mientras caminaba por el pasillo en penumbras de su piso,
tras su mujer. Ella levantaba la mano en un gesto de impotencia y repetía lo
mismo que había estado diciendo desde hacía tres horas: no lo sé, no lo sé, no
lo sé... En eso la cerradura
de la puerta cedió con su chirrido habitual y entró la empleada encendiendo la
luz del pasillo, como en un bautizo astral. Los dos ancianos se
volvieron enseguida hacía ella, la mujer con ojos llorosos y el gesto
anhelante, el hombre erguido, como insuflado de un juvenil brío. ¿Dónde están los
dos mil euros que siempre guardo en el cajón del escritorio? La gota fría,
canción que siempre llevaba en la memoria la empleada, se le congeló en el
cerebro y se puso pálida, la voz le brotó de la garganta como el ronquido de un
mudo al intentar hablar. No, noooo lo sé – El anciano vociferó, y a medida que
ascendía el tono de su voz, el color ya rojo de su rostro se iba tornando azul
intenso, le faltaba el aire y el corazón parecía salírsele del pecho, la visión
nublada lo hacía trastabillar por el pasillo obligándolo a manotear en el aire
como un inexperto nadador luchando contra la corriente, en un segundo pareció
perder el equilibrio y en un acto inconsciente golpeó fuertemente el rostro
moreno de la empleada, quien a su vez, empezó a dar alaridos por el pasillo
amenazándolo con denunciarlo a las autoridades por maltrato. Al fondo, la mujer contemplaba la escena
como tras un cristal empañado por la lluvia, en ese momento se lamentaba de su
edad, de sus piernas hinchadas, de la excesiva gordura, de las eternas tardes
ante la tele viendo los realitys al tiempo de devorar bombones de chocolate y
también del desencanto que le había producido el robo de su empleada, a quien
había aprendido a querer por su carácter alegre y dulce, por su desparpajo al
hablar mientras fregaba el piso del salón, y hasta de las confianzas que se
tomaba con ella, como cuando le enseñó algunos pasos de cumbia... hay que darle
alegría al cuerpo, le dijo la empleada en aquella ocasión. Pero también la
quería porque la joven, durante las horas que estaba en su casa limpiando se
las arreglaba para llenarle minutos con otras vidas, con sentimientos, con
escenas protagonizadas por seres cariñosos y alegres que la esperaban del otro
lado del océano, entonces a la mente de la anciana la asaltaban dos imágenes
simultáneas, de un lado, las caritas tristes de unos chiquillos morenos, medio
desnudos y con la barriga inflada,
escondiéndose detrás de puertas de latón, y del otro, quizás los mismos
chiquillos, pero alegres, sanotes y corpulentos corriendo por playas de arenas
blancas, bordeadas de altísimas palmeras, -
imágenes de un Caribe desconocido que se posesionaba en su mente sin
dejar espacio para las descripciones de la empleada cuando le hablaba del
dinero que había enviado para pagar el colegio de los chicos, los arreglos en
el tejado de su casa y hasta para la operación de cadera de su anciana madre –
Todo eso se había roto por culpa de unos malditos dos mil euros que en mala
hora a la chica se le ocurrió tomar del escritorio de su marido, pero
recapacitando, quizás ellos mismos eran los culpables por dejar tanto dinero a
mano, ellos habían puesto la tentación sobre el escritorio, la chica necesitaba
el dinero, su familia seguramente estaría apurada y ella, por necesidad seguro
que los robó, cuando habría sido tan fácil pedírselo prestado o incluso
regalado, seguro que ella y su marido hubieran visto la forma de conseguírselo,
eso era lo que más le dolía. En el fondo, aunque no le gustara, tenía que
reconocer que su marido tenía razón cuando en principio puso objeciones a
aceptar a la joven sudamericana en su casa, lamentablemente, no son de fiar le
había advertido, entonces su cerebro empezó a iluminar ciertos detalles acerca
del comportamiento de la joven, que confirmaban sus sospechas, como la caja de
bombones de chocolate abierta y dos faltantes, el jamón que se acababa en un
abrir y cerrar de ojos, los frascos de perfume cada vez más vacíos… tonterías a
las que no les prestaba mucha atención, pero que ahora, dados los últimos
acontecimientos, cobraban inesperada importancia, enardeciendo más su entristecido corazón,
abstraída por la tristeza no se dio cuenta de que la chica se había ido
dejándolos solos. La mañana se convirtió en tarde y ésta en
noche sin que la pareja de ancianos se percatara, y sin que el tema se les
agotara, una y otra vez buscaron por los resquicios del escritorio y de la
memoria sin lograr hallar ni el dinero, ni una explicación que les devolviera
la confianza y la tranquilidad a sus vidas. Mediada la tarde del siguiente día, el
timbre de la puerta los sobresaltó. La anciana abrigó la esperanza de que la
chica hubiera recapacitado y viniera a devolverlos, así la vida seguiría como
antes y ese accidente sólo sería un mal recuerdo, pero quien tocaba era un
guardia municipal que traía una orden para presentarse en comisaría el próximo
viernes a las diez de la mañana. Las llamadas a familiares no se hicieron
esperar, poco a poco llegaron nietos y
cuñados cargados de consejos sobre lo que debía o no hacerse. Por un lado, les
angustiaba lo que pudiera pasar al tener a una chica sin papeles trabajando en
su casa, en eso las leyes no tendrían contemplaciones y ellos ya tan ancianos,
tan débiles, tan escasos de dinero para ponerse a pagar una fianza. Y por el
otro, aunque confiaban en la justicia, no dejaba de causarles temor el hecho de
que la acusación por maltrato pesara más que la contratación de una ilegal. La desgracia había caído
irremediablemente sobre ellos. Después de otra noche en vela, después de
agotar el caudal de lágrimas y secar el torrente de ternura de la anciana
convirtiéndolo en una peña reseca de resentimientos, era apenas normal que cada
vez que sonara el timbre de la puerta se les encogiera el corazón. Esta vez se
trataba de una sobrina que venía a traerles un impreso donde constaba una
cláusula a la cual se podrían acoger los ancianos respecto a los contratos
laborales y que parecía ser la varita mágica que desharía el nudo ciego de los
malditos dos mil euros. Atentamente los dos ancianos la
escucharon mientras se preparaban para asistir a la comisaría, entonces la
sobrina, en un arranque espontáneo se decidió a desocupar el escritorio, sacó
los cajones, esparció su contenido sobre la alfombra sin hallar rastro del
sobre con el dinero. Desanimada se dispuso a ordenar todo de nuevo y al
introducir el cajón superior algo lo atascó, hizo un poco de fuerza, pero el
cajón no entraba debidamente, introdujo su mano y se encontró con el sobre que
contenía el dinero. La anciana profirió gritos de alivio, el marido lo abría y
revisaba su contenido sin decir palabra. Finalmente decidió que lo único que
podía hacer era disculparse con la chica ante el juez y delante de todas las
autoridades. Con esa decisión salieron rumbo a la comisaría a las diez en
punto. Una vez allí, las piernas de la anciana
temblaron en cuanto vieron a la chica sudamericana junto a su hermana y su
abogado, el anciano empezó a sudar en el momento en que se acercaron. El
abogado no dejó hablar a la chica y empezó su perorata profesional, pero el
anciano lo interrumpió aclarando la situación. La chica habló entonces y dijo que “hacía un momentito” había retirado la demanda, justo unos minutos
antes de que ellos llegaran. Por: Gladys |
Historias de Allá.![]() Con el papel arrugado en la mano y ya casi desteñido por el sudor, nuestro joven protagonista mira el nombre allí anotado: calle Pérez Galdós Nº. xx. Se acerca a la esquina de la calle, desafiando el calor que parece derretirle el cerebro y mira con desconsuelo que esta parado sobre la acera de la calle Ángel Guimerá, el sudor empieza a resbalar por su columna vertebral, la vista se le nubla un instante, obligándolo a sentarse en el quicio de una ventana, a la sombra. Decide esperar. ¿Qué? No lo sabe. Si estuviera en su país, hubiera aplicado la lógica matemática, la ecuación de las calles no tiene ningún misterio al otro lado del Atlántico. La numeración empieza en el centro de la ciudad y aumenta a medida que se avanza hacía el norte, disminuye al sur, así, si buscas la calle 43 y estás en la ochenta, pues sólo tienes que caminar hacía el sur contando en orden descendente las calles hasta ponerte sobre la 43 y ahí está, problema resuelto, llegas a tu calle, encuentras a los tuyos o a quien vas a visitar y el orden no se altera, pero buscar una calle que tiene nombre de persona y encima fallecido hace muchos años y de quien sólo recuerdas algo muy vago que tu profesora colocó sobre el tablero hay un enorme abismo. Claro, que tampoco te resolvería el actual problema saberse todas las obras del autor, quizás los Episodios Nacionales o Fortunata y Jacinta no ayudan a encontrar calles donde algún funcionario espera tus documentos para ponerles un sello que te permita circular por ese laberinto de nombres ilustres que seguramente hicieron meritos para que unos mangantes… ¿o no?, se reunieran una mañana en algún salón del Cabildo, se sentaran ante unas mesas y después de oír, el "se abre la sesión" empezaran a poner sobre la mesa sus papeles con anotaciones como esta: La calle que bordea el puerto desde la plazoleta xx debe llamarse Ángel Guerra y la calle del ensanche al norte, Garcilaso de la Vega o Benito Pérez Galdós. Al final, se vota la sesión y ya está, quedaron bautizadas las calles, se ordena imprimir la placa y el edil, unos días más tarde considera si ejecuta una ceremonia con invitados ilustres o simplemente contrata a un obrero, "con o sin papeles" para que lleve el taladro y fije a la pared un pedazo de piedra con un nombre… Por que así debe ser como bautizan a las calles, nada de iglesias, ni de padrinos ante la pila de agua bendita, entonces, te preguntas si alguien nacido en la calle Beethoven, por decir algo, será consciente de que existió una vez un señor que escribió una música maravillosa, o que tal vez inventó una vacuna, descubrió un mineral o dilucidó un problema metafísico. Ahí es donde te das cuenta cuanto ha cambiado tu vida, el cerebro debe recodificarse dejando de lado las matemáticas para adaptarse a un sistema circunstancial al que no le encuentras pies ni cabeza para empezar a digerirlo, aunque, tu mente acostumbrada a deducciones lógicas se pregunta: porque la calle Pérez Galdós se llama así y por qué está ubicada cerca de la de Triana y de la Peregrina, no hay una secuencia, es solo un nombre en medio de una maraña de nombres ilustres si, pero nombres que no sirven para orientar a los despistados, no sabes si estás al norte o al este de la ciudad, Benito Pérez Galdós es un escritor que vivió en esa calle y entonces caes en cuenta, no vives sobre un plano matemático fríamente calculado, vives en un plano atemporal, y recuerdas a la abuela cuando te mandaba a la tienda a comprar dos tomates y una cebolla, y te decía una y otra vez, ve a la calle de la pileta, donde doña Rosita la maestra y pídele que los tomates estén maduros y jugosos, entonces él se sentía un hombre mayor y responsable de tal tarea, por eso adoraba a su abuela, porque ella lo mandaba a explorar el mundo tras el portal de su casa, un poco como ahora, aunque los detalles han cambiado radicalmente, la oficina donde le ponen los sellos a sus papeles queda donde doña XX, la escritora, maestra, o química de la ciudad. Te miras los pies hinchados de tanto caminar y en vez de preguntar a un vecino, te vas al primer quiosco que encuentras y te compras un plano de la ciudad, después de unos veinte fracasos logras enrumbar en la dirección correcta, pero ya es la una y no atienden hasta mañana. Con las manos en los bolsillos sales del edificio, te sientas en la plaza de enfrente y miras las calles, revisas el plano y ordenas matemáticamente los nombres de esos seres humanos que ostentan las calles, dejas de lado las comparaciones y preparas tu mente para absorber la nueva realidad, luego te vas a la biblioteca y pides un libro de Pérez Galdós y mientras buscas una mesa te preguntas si alguna vez, una calle llevará tu nombre y lo más importante, ¿me gustará ser nombre de calle una vez haya muerto? ¿Me gustará aparecer en un plano, en una placa colocada en una esquina cualquiera contemplando eternamente como los ojos tímidos de los extranjeros me miran con desesperanza? Por: Gladys |
Historias de allá ![]()
Todas las tardes, a eso de las cinco, hora española, once o doce de la mañana, hora colombiana, según sea horario de verano o invierno, entra Milady contoneando sus caderas al ciber. Lo primero que hace es buscar con la mirada si hay un computador apartado, luego desvía sus ojos hasta el encargado, le dedica la mejor de sus sonrisas y se acerca tímidamente, y pregunta si hay alguno libre, aunque ya lo haya visto. Al principio el encargado no lograba escucharla – éstos sudacas hablan tan bajito – Así que Milady era escuchada al tercer intento, mientras su cara enrojecía al saberse escuchada por toda la gente que estaba allí, y encima descubrirían que era colombiana por el acento, lo cual la avergonzaba todavía más. Sobreviviendo a los primeros minutos, finalmente le daban la clave para tomar un computador, al que se dirigía sin mirar a nadie. Lo primero que hacía era abrir su correo personal para comprobar que el Jairo no le había contestado, volvía a ponerse colorada, pero esta vez de la rabia, qué ingrato era, no hacía ni un mes que había viajado y el ya andaría por ahí detrás de las faldas de quien sabe quien. Maldy se consolaba con los correos de las amigas, hacía los test de personalidad que le mandaban y se le aguaban los ojos viendo las fotos de sus amigos. Cuando se sentía más relajada, se decidía a escribirle al Jairo, y toda la rabia se le desbordaba en una enorme profusión de frases empalagosas. Milady vivía para ir al ciber, por eso no se dio cuenta que desde hacía poco más de un mes, un señor muy bien puesto, perfumado y bastante serio se sentaba cerca de ella frente a otra pantalla, mucho menos que simuló abrirse un blog cuando en realidad lo que hacía era leer por encima del hombro los ríos de dulzura que Milady enviaba a su Jairo casi todos los días. Al principio el caballero tuvo que luchar contra sus principios, eso no estaba bien, no era de personas educadas y rigurosas espiar las conversaciones de los demás, pero esa niña con su cabello hasta la cintura, su tez morena, su cuerpo ardiente y esa voz que parecía sólo existir para eso, para inundar de miel el ciberespacio, le había debilitado los cimientos de su personalidad tallada a golpe de madera en las Escuelas Pías. Por eso no podía resistirse, su ánimo, entereza y personalidad se habían derretido al calor del Caribe, por las mañanas le costaba trabajo levantarse, y ya no recordaba todos los malabares que hacía para visitar continuamente a los clientes de esa zona. Después de esa hora ya no importaba nada, podía sumergirse de lleno en su rutina sin mayores pesares. El verano estaba próximo, eso le preocupaba, a lo mejor la niña de sus ojos se iba de vacaciones a su país y pasarían tres larguísimos meses sin verla, él, desde luego no quería programar nada hasta ver como se desarrollaban los acontecimientos. Sin embargo esa misma mañana decidió que no podía estar tranquilo hasta no saber si la chiquilla se iba o no, por eso decidió ampliar su horario de persecución hasta conocer todo el mundo de la dulce morena de sus sueños. Gracias a sus dotes de superagente, averiguó en qué Instituto estudiaba, en qué curso estaba, donde vivía y con quién, casi todas las rutinas de la chica le confirmaban sus hipótesis, sin embargo, la tarde que conoció a la madre se llevó un buen susto. ¡Si parecían hermanas! Incluso la madre tenía un aire de "chica mala" que despertó sus apetitos dormidos llevándolo a replantearse su plan, ¿no sería mejor y más efectivo llegar hasta la niña a través de la madre? Ya lo pensaría, si algún resquicio le quedaba de su educación franquista era la disciplina. No iba a echar a perder todo por culpa de esas suramericanas, así que tranquilamente volvió a su rutina de "hora ciber", volvió a leer las mieles emanadas de la niña y no entendía porque el tal Jairo no se decidía a seguirla hasta el fin del mundo si fuera posible. Supo después que su niña viajaría a finales de Junio… El verano fue un verdadero tormento, decidió irse a los Fiordos Noruegos imponiéndose a los ruegos de su esposa e hijos que clamaban por ir a Cancún. Ni loco visitaría el Caribe, a menos que… Los meses pasaron más rápido de lo que esperaba, la frialdad de las tierras nórdicas pareció poner orden a su atribulado cuerpo, sus carnes se templaron, el ánimo volvió a recrearse con sus lecturas, su música y sus largas y opíparas cenas, sintiendo en su corazón crecer, a medida que se acercaba el día del regreso, una angustia que le cortaba la respiración; sabiendo de qué se trataba procuraba entretenerse, todas las noches juraba que no adelantaría su regreso. No, él sabía la fecha del inicio de clases y ese día él estaría en el ciber para ver aparecer a su musa latina. Como todo en la vida, los plazos se cumplen, el gran día llegó, mientras iba camino del ciber pensaba en lo lindo que sería un encuentro real, él iría por la calle bien vestido, perfumado, llevaría un ramito de flores y en su bolsillo sentiría el golpeteo de un anillo de compromiso… Llegó al ciber, faltaban unos diez minutos para la hora de costumbre, pasaron cinco minutos, las manos le sudaban, dieron las cinco en punto y se dio cuenta que estaba llamando la atención, se decidió a abrir su correo y encontró solo mensajes de publicidad, lentamente los fue borrando de uno en uno para parecer atareado y darle tiempo a su virgen que llegara. En ello estaba cuando Milady llegó, entró decidida y esta vez el administrador no le preguntó dos veces qué quería, pidió la clave y fue a sentarse ante el computador, abrió el correo y se sonrió al ver que tenía cincuenta mensajes de Jairo. Los miró con gusto, los repasó saboreando su venganza y con un coqueto gesto oprimió "eliminar". Por: Gladys |
HISTORIAS DE ALLÁ ¡AY EL
AMOR…! Manuel llegó a
Madrid a finales de mayo de un año cualquiera, tenía el cerebro lleno de
ilusiones y nada en los bolsillos, pero esto no es ninguna novedad. Venía
dispuesto a comerse el mundo y a toda la que se le pusiera por delante, sí,
hablo de mujeres, tenía hombría para eso
y mucho más. Los primeros meses
los pasó como cualquier inmigrante en tierras extrañas, se admiraba de todo,
buscaba sentido a las palabras y gestos de cuanto ser conocía, aprendía rápido
y como el hambre atenazaba no le hacía ascos a ningún oficio. Al poco tiempo ya
estaba trabajando, sin contrato pero el sueldo llegaba puntual y con éste iba
construyendo su mundo, sin embargo, a pesar de que gozaba de ciertos lujos no
encontraba el amor de su vida, ese que lo hiciera estremecer, que le hiciera
palpitar su adormecida ternura. Probó suerte con
las españolas pero al poco de empezar la relación se dio cuenta que los boleros
y la almibarada verborrea no funcionaban adecuadamente, así que decidió buscar
entre las colombianas que llegaban a Madrid; pero Cupido no aparecía, muchas de
ellas ya venían con pareja o lo dejaban de lado porque su sueldo no alcanzaba a
comprar imágenes a lo Victoria Beckham. Tiempo después se aburrió hasta la
muerte con las niñas recién llegadas a Barajas. No, nada le servía, nada le
gustaba y por más que se empeñaba, el amor, al menos como él lo soñaba, no tocaba
a su puerta. Decidió tomarse
unas vacaciones en Colombia, una vez pasados los primeros días de rigor en
familia, se compró un carro, lo engalló hasta el baúl, particularmente estaba
muy orgulloso del equipo de sonido comprado en Sandresito, viajó por los
pueblos cercanos a Bogotá oyendo a todo taco su música preferida, y allí, su
ternura revivió como por encanto al ver a Ángela una niña de cachetes colorados
y pelo larguísimo tomándose una gaseosa en una cafetería. Manuel comprobó que
sus insistentes miradas eran correspondidas. Eso era, ahí estaba la clave, una
niña inocente, campesina, ignorante de ese ambiente que castraba su virilidad,
así que desplegó su encanto y en un abrir y cerrar de pestañas, establecieron
relaciones. En la familia de la joven fue recibido con cariño, la suegra ya
hacía planes de boda y todo parecía sonreírle a Manuel. Se casaron en la
capilla del pueblo y el tiempo corría de prisa, debía volver cuanto antes a
Madrid, seguiría con su trabajo y la recién casada esperaría en un pisito
pequeño, mientras tanto irían llegando los hijos que darían vida y bullicio a
ese hogar, él tendría sexo seguro y mujer para él solito, que le planchara las
camisas y le hiciera de comer. Ángela, aunque no le gustaba mucho la idea de
tener un océano entre ella y su familia, aceptó irse con él, con la ilusión de
ahorrar unos pesos durante unos años, mientras reunían lo suficiente para
comprarse una casita en el pueblo. Manuel la convenció y finalmente embarcaron
en un vuelo transoceánico. El amor no aguantó
las arremetidas culturales, Manuel trabajaba todo el día, se emborrachaba por
las noches y la celaba con cuanto hombre se le cruzara en su camino, la ternura
fue reemplazada por el resentimiento, él se sentía atado a una mujer que no se
arreglaba nunca y jamás quería salir a divertirse con él, Ángela, aunque aún lo
amaba, no soportaba la ciudad, se sentía enferma con la polución, añoraba su
pueblo, sus parques, el río y se pasaba el día entero en la cama escuchando
cumbias y salsa, así, cada uno de ellos culpaba al otro de cada una de sus
penurias. Un día Ángela resolvió salir a la calle, ¿el pretexto? buscar los
productos necesarios para hacer una comida de verdad, sin embargo, después de
encontrarlo, y prepararlos el sancocho no le supo igual, volvió a la cama o remendaba
y recosía su ropa para no lucir la atrevida moda capitalina y entre puntada y
puntada el rencor se fue convirtiendo en odio y el odio en venganza latente que
no se hizo evidente hasta una tarde de desesperación, en que decidió sentarse
en una terraza frente al paseo de Recoletos. Una cosa llevó a la otra, a la
primera copa de vino que se le atragantó, siguieron otras que iban entrando de
forma más fluida, luego unas aceitunitas y después esa chica madrileña tan
agradable y comprensiva que la escuchaba tan atentamente, que adivinaba cada
una de sus inquietudes y que siempre soltaba la palabra precisa cuando la
lengua y el entendimiento se le refundieron debajo de la mesa. Ángela descubrió
que el amor entre mujeres tenía su puntito y Manuel está ahorrando dinero con
el propósito de buscar en otro pueblo, la flor que reviva su ternura. Gladys |
![]() Un largo sorbo de vino apozado en el recinto de mi boca para retardar el placer, una forma como cualquiera otra de escapar al sopor de esos almuerzos interminables donde se habla de todo y nada se escucha. Mis compañeros de mesa podrían agruparse en el vasto espacio que enmarca la amistad y los conocidos, unos rostros con los ojos brillantes "efecto exceso de vinos" y experiencias de una generación puestas sobre la mesa. A mi derecha una mujer de mediana edad, cabello corto impecable, enmarcando una cara lavada, pero muy atractiva, canturrea algo por lo bajo – ella también se inventa su propia historia para soportar los interminables almuerzos, pienso – disimuladamente me acerco y logro entender lo que está cantando por lo bajo - : "Te recuerdo Amanda
"Que alguien me diga si ha visto a mi esposo-, preguntaba la doña; se llama Ernesto X; tiene 40 años, trabaja de Ayy cómo me gusta Rubén Blades, en este punto ya los recuerdos me avasallan, revivo las discotecas de salsa y mis caderas se mueven impulsivamente, intento recordar al viejo Willy Colón, a la diosa Celia Cruz, vuelvo a tener veinte años y "Me veras volar
"No se puede vivir con tanto veneno, Sé que podré sobrevivir gracias a la música con que nací. Por Ágata |
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